—Es cierto que era un hombre de aspecto magnífico —musitó O-lo-a—, y no era como otros hombres, no sólo por la forma de sus manos y pies o el hecho de que no tuviera cola, sino que había en él algo que le hacía parecer diferente en aspectos más importantes que éstos.
Pan-at-lee, su corazoncito salvaje fiel al hombre que le había brindado su amistad y esperando ganar para él la consideración de la princesa aunque no le sirviera de nada, preguntó:
—¿No lo sabía todo acerca de Ta-den e incluso conocía su paradero? Dime, oh princesa, ¿algún mortal conocería estas cosas?
—Tal vez vio a Ta-den —sugirió O-lo-a.
—Pero ¿cómo iba a saber que tú amabas a Ta-den? —prosiguió Pan-at-lee—. Te digo, princesa mía, que si no es un dios al menos es algo más que ho-don o waz-don. Me siguió desde la cueva de Es-sat en kor-ul-ja al otro lado de Kor-ul-lul hasta la cueva misma de Kor-ul-gryf donde me escondía, aunque habían transcurrido muchas horas desde que yo recorriera ese camino y mis pies desnudos no dejaron huellas en el suelo. ¿Qué mortal podría hacer algo semejante? ¿Y dónde en Pal-ul-don una doncella virgen encontraría un amigo y protector en un hombre extraño?
—Quizá Lu-don esté equivocado… quizá sea un dios —dijo O-lo-a, influida por la entusiasta defensa que del extranjero hacía su esclava.
—Pero sea dios u hombre es demasiado maravilloso para morir —exclamó Pan-at-lee—. Si pudiera le salvaría. Si viviera, incluso podría encontrar la manera de devolverte a tu Ta-den, princesa.
—Ah, si pudiera hacerlo… —suspiró O-lo-a—, pero, ay, es demasiado tarde, pues mañana seré entregada a Bu-lot.
—¿El que ayer vino a tus aposentos con tu padre? —preguntó Pan-at-lee.
—Sí; el que tiene una horrible cara redonda y un gran vientre —exclamó la princesa con aire de disgusto—. Es tan perezoso que ni cazará ni peleará. Comer y beber es lo único para lo que sirve Bu-lot, y no piensa en nada más que en estas cosas y en sus mujeres esclavas. Pero ven, Pan-at-lee, recoge para mí algunas de estas bellas flores. Esta noche las esparciré en torno a mi diván para que mañana lleve conmigo el recuerdo de la fragancia que más me gusta y que sé que no encontraré en la aldea de Mo-sar, el padre de Bu-lot. Te ayudaré, Pan-at-lee, y recogeremos una gran cantidad, porque recogerlas me gusta más que nada; eran las flores favoritas de Ta-den.
Las dos se acercaron al florido arbusto donde Tarzán se escondía, pero como las flores crecían con profusión en todos los arbustos el hombre-mono supuso que no les sería preciso entrar tanto en el parterre como para descubrirle. Lanzando pequeñas exclamaciones de placer cuando encontraban flores particularmente grandes o perfectas, las dos mujeres fueron de lugar en lugar rodeando el escondrijo de Tarzán.
—Oh, mira, Pan-at-lee —exclamó O-lo-a—, ahí está la reina de todas las flores. Nunca había visto una flor tan maravillosa. ¡No! La cogeré yo misma… es tan grande y hermosa que ninguna otra mano la debe tocar —y la princesa penetró entre los arbustos hacia el punto donde florecía la gran flor, sobre la cabeza del hombre-mono.
Tan de repente e inesperadamente se aproximó, que Tarzán no tuvo oportunidad de escapar y se quedó sentado en silencio confiando en que el destino fuera bondadoso con él y apartara a la hija de Ko-tan antes de que sus ojos pasaran de la gran flor a él. Pero cuando la muchacha cortó el largo tallo con su cuchillo bajó la mirada directamente al rostro sonriente de Tarzán-jad-guru.
Ahogando un grito se apartó y el hombre-mono se puso en pie y la miró a la cara.
—No temas, princesa —la tranquilizó—. Es un amigo de Ta-den quien te saluda —y se llevó los dedos de ella a sus labios.
Pan-at-lee se acercó ahora excitada.
—¡Oh, Jad-ben-Otho, es él!
—Y ahora que me has encontrado —dijo Tarzán—, ¿me entregarás a Lu-don, el sumo sacerdote?
Pan-at-lee se arrojó de rodillas a los pies de O-lo-a.
—¡Princesa! ¡Princesa! —suplicó—, no le descubras a sus enemigos.
—Pero Ko-tan, mi padre… —dijo en un susurro Olo-a, temerosa—, si se entera de mi perfidia su ira será indecible. Aunque sea una princesa, Lu-don podría exigirle que me sacrificara para calmar la ira de Jad-ben-Otho, y entre los dos estaría perdida.
—Pero no tienen por qué enterarse nunca de que le has visto si tú no se lo dices —exclamó Pan-at-lee—, pues pongo a Jad-ben-Otho por testigo de que nunca te traicionaré.
—Oh, dime, extranjero —imploró O-lo-a—, ¿de veras eres un dios?
—Jad-ben-Otho no lo es más —respondió Tarzán sin mentir.
—Pero ¿por qué quieres escapar entonces de las manos de los mortales si eres un dios? —preguntó.
—Cuando los dioses se mezclan con los mortales —respondió Tarzán—, no son menos vulnerables que los mortales. Incluso Jad-ben-Otho, si apareciera ante vosotros en carne y hueso, podría morir.
—¿Has visto a Ta-den y has hablado con él? —preguntó ella con aparente inoportunidad.
—Sí, le he visto y he hablado con él —respondió el hombre-mono—. Durante una luna estuve con él constantemente.
—¿Y… —la muchacha vaciló— él… —bajó los ojos al suelo y un rubor cubrió sus mejillas— aún me ama? Tarzán supo que había ganado.
—Sí —dijo—, Ta-den sólo habla de O-lo-a y aguarda el día en que pueda reclamarla.
—Pero mañana me entregan a Bu-lot —dijo ella con tristeza.
—Que sea siempre mañana —replicó Tarzán—, pues el mañana nunca llega.
—Ah, pero esta desdicha llegará, y durante todas las mañanas de mi vida languideceré de desdicha por el Ta-den que nunca será mío.
—Pero para Lu-don quizá yo te haya ayudado —dijo el hombre-mono—. Y quién sabe si puedo ayudarte todavía.
—Ah, si pudieras, Dor-ul-Otho —exclamó la muchacha—, y sé que lo harías si fuera posible, pues Pan-at-lee me ha contado lo valiente y bueno que eres.
—Sólo Jad-ben-Otho sabe lo que el futuro nos depara —lijo Tarzán—. Y ahora vosotras dos marchaos, no sea que alguien os descubra y sospeche algo.
—Nos iremos —dijo O-lo-a—, pero Pan-at-lee volverá con comida. Espero que escapes y que Jad-ben-Otho esté satisfecho con lo que he hecho.
Se volvió y se alejó, y Pan-at-lee la siguió mientras el hombre-mono volvía a esconderse.
Al atardecer Pan-at-lee fue a llevarle comida, y al estar ella sola Tarzán le comunicó lo que estaba ansioso por expresar desde la conversación que había mantenido con O-lo-a.
—Dime lo que sepas —dijo— de los rumores de los que ha hablado O-lo-a acerca de la misteriosa extranjera que se supone que se esconde en A-lur. ¿También tú los has oído?
—Sí —dijo Pan-at-lee—, he oído contarlo entre los otros esclavos. Es algo de lo que todos hablan en susurros entre ellos y nadie se atreve a hacerlo en voz alta. Dicen que hay una extranjera escondida en el templo y que Lu-don la quiere como sacerdotisa y Ko-tan la quiere por esposa, y que ninguno de los dos se atreve a sacarla por miedo al otro.
—¿Sabes dónde está escondida? —preguntó Tarzán.
—No —respondió Pan-at-lee—. ¿Cómo quieres que lo sepa? Ni siquiera sé si es algo más que una historia, pero te cuento lo que he oído contar a otros.
—¿Sólo hablaban de una? —preguntó Tarzán.
—No, hablaban de otra que vino con ella, pero al parecer nadie sabe qué se ha hecho de ésta.
Tarzán hizo un gesto de asentimiento.
—Gracias, Pan-at-lee —dijo—. Quizá me hayas ayudado más de lo que ambos suponemos.
—Espero haberte ayudado —dijo la muchacha, y se volvió para regresar al palacio.
—Yo también lo espero —exclamó Tarzán con énfasis.
EL TEMPLO DEL
GRYF
C
UANDO anocheció, Tarzán se puso la máscara y la cola del sacerdote al que había matado en el pasadizo subterráneo del templo. Juzgó mejor no volver a intentar pasar por delante de la guardia, en especial tan tarde por la noche, pues eso podría suscitar comentarios y recelos, y subió al árbol que colgaba por encima del muro del jardín y de sus ramas saltó al suelo.
Evitando el grave riesgo de ser detenido el hombre-mono cruzó los terrenos hasta el patio de palacio, acercándose al templo desde el lado opuesto al que había utilizado en su huida. Pasó, es cierto, por una parte de los terrenos que le eran desconocidos, pero lo prefería al peligro de seguir el camino trillado entre los aposentos de palacio y los del templo. Como tenía una meta definida en la cabeza y dotado como estaba de un sentido de la orientación casi milagroso, avanzó con gran seguridad por las sombras del patio del templo…
Aprovechando las sombras más densas de la zona próxima a los muros, por fin llegó sin contratiempos al ornado edificio sobre cuyo propósito había preguntado a Lu-don, quien le había informado de que estaba olvidado; nada extraño en sí mismo, pero la aparente vacilación del sacerdote en hablar de su uso y la impresión que el hombre-mono tuvo entonces de que Lu-don mentía le confería una posible importancia.
Por fin se hallaba solo ante el edificio, que tenía tres pisos de altura y estaba separado de todos los demás del templo. Tenía una sola entrada con barrotes excavada en la roca viva representando la cabeza de un
gryf
, cuya boca abierta constituía la entrada. La cabeza, la capucha y las patas delanteras de la criatura se mostraban como si yaciera agazapado con la mandíbula inferior en el suelo entre sus patas extendidas. Unas pequeñas ventanas ovales, que también tenían barrotes, flanqueaban la entrada.
Al ver el paso franco, Tarzán entró en la oscura entrada donde probó los barrotes, y descubrió que estaban trabados de un modo muy ingenioso por algún dispositivo que él desconocía y que probablemente eran demasiado fuertes para romperlos aunque pudiera arriesgarse a hacer ruido. No se veía nada en el oscuro interior y por tanto, momentáneamente desconcertado, fue a mirar las ventanas. También aquí los barrotes se negaron a revelar su secreto, pero Tarzán no se desanimó.
Si los barrotes no cedían a su astucia cederían a su gigantesca fuerza, si no había otro modo de entrar, pero primero se aseguraría de que era así. Dio la vuelta completa al edificio para examinarlo con atención. Había otras ventanas, pero estaban igualmente protegidas con barrotes. Se detuvo a menudo a mirar y escuchar pero no vio a nadie, y los ruidos que oía eran demasiado distantes para causarle miedo.
Miró hacia la parte superior de la pared del edificio. Igual que otros muchos muros de la ciudad, palacio y templo, exhibía grandes adornos tallados y también tenía los peculiares salientes que a veces discurrían en un plano horizontal y en otras formaban ángulo, dando a menudo la impresión de irregularidad e incluso de sinuosidad a los edificios. No era un muro difícil de escalar, al menos para el hombre-mono.
Pero el voluminoso tocado le resultaba un gran incoveniente, por lo que lo dejó en el suelo, al pie del muro. Ascendió ágilmente y encontró las ventanas del segundo piso no sólo tapadas con barrotes sino con cortinas en su parte interior. No se entretuvo mucho en el segundo piso, ya que tenía la idea de que le resultaría más fácil entrar por el tejado, el cual estaba toscamente abovedado como la sala del trono de Ko-tan. Allí había aberturas. Las había visto desde el suelo, y si la construcción del interior se parecía (aunque sólo fuera ligeramente) a la sala del trono, los barrotes no serían necesarios, ya que nadie podía llegar a ellas desde el suelo de la estancia.
Sólo quedaba una cuestión: ¿serían lo bastante grandes para admitir los anchos hombros del hombre-mono?
Volvió a detenerse en el tercer piso y allí, pese a las colgaduras, vio que el interior estaba iluminado y al mismo tiempo le llegó a su olfato, procedente del interior, un perfume que por unos momentos arrancó de él cualquier resto de civilización y le convirtió en un fiero y terrible macho de las junglas de Kerchak. Tan repentina y completa fue la metamorfosis que de sus labios salvajes estuvo a punto de brotar el espantoso grito de desafío de los de su especie, pero la astuta mente de bruto le ahorró esta metedura de pata.
Oyó voces dentro; la voz de Lu-don, habría podido jurarlo, exigente. Y las palabras de respuesta fueron arrogantes y desdeñosas, aunque completamente desesperanzadas, pronunciadas en los tonos de esta otra voz que llevó a Tarzán a la cúspide del frenesí.
La bóveda, con sus posibles aberturas, quedó olvidada. Toda consideración de cautela y silencio quedó a un lado mientras el hombre-mono echaba hacia atrás su potente puño y asestaba un terrible golpe a los barrotes y al armazón que les sujetaba al suelo del aposento.
Al instante Tarzán se zambulló de cabeza por la abertura, llevándose consigo las colgaduras de piel de antílope al suelo. Se puso en pie de un salto y desgarró la piel que se le había enredado en la cabeza y se encontró en la más absoluta oscuridad y silencio. Llamó en voz alta un nombre que hacía muchos meses sus labios no pronunciaban:
—Jane, Jane —gritó—, ¿dónde estás?
Pero sólo obtuvo silencio como respuesta.
Llamó una y otra vez, avanzando a tientas con las manos extendidas en la negrura de la habitación, asaltado su olfato y atormentado su cerebro por los delicados efluvios que al principio le habían convencido de que su compañera había estado en aquella misma habitación. Había oído su dulce voz combatiendo las exigencias del vil sacerdote. ¡Ah, si hubiera actuado con mayor precaución! Si hubiera seguido moviéndose en silencio y con cautela, en ese momento podría estar abrazándola mientras el cuerpo de Lu-don, bajo sus pies, hablaba elocuentemente de venganza consumada. Pero no había tiempo para lamentaciones.
Avanzó a tropezones, buscando a tientas no sabía qué, hasta que de pronto el suelo bajo sus pies se inclinó y él cayó a una oscuridad aún más completa que la de arriba. Notó que su cuerpo golpeaba una superficie lisa y se dio cuenta de que se estaba deslizando por una especie de rampa pulida, mientras desde arriba le llegaba el tono burlón de una risa y la voz de Lu-don gritando detrás de él:
—¡Vuelve con tu padre, oh Dor-ul-Otho!
El hombre-mono se paró de pronto y cayó dolorosamente al suelo rocoso. Ante él había una ventana ovalada cruzada por muchos barrotes, y detrás vio la luz de la luna jugueteando sobre las aguas del lago azul. Al mismo tiempo percibió en el aire un olor que le resultó familiar, en aquella cámara que un rápido vistazo en la semioscuridad reveló de un tamaño considerable.
El olor débil pero inconfundible era del
gryf
, y Tarzán se quedó de pie en silencio, escuchando. Al principio no percibió más sonidos que los de la ciudad que le llegaban por la ventana que daba al lago: pero después, débilmente, como desde lejos, oyó el arrastrar de unas patas almohadilladas por un pavimento de piedra, y aguzando el oído se dio cuenta de que aquel sonido se acercaba.