Era Obergatz; la maldición se lo indicó. Desde abajo no llegó ningún otro ruido. ¿Le había matado? Liberarse de la amenaza de aquella odiosa criatura era un verdadero alivio. Durante el resto de la noche Jane yació despierta, escuchando. Imaginaba que abajo veía al hombre muerto con su espantoso rostro bañado a la fría luz de la luna, boca arriba y con la mirada fija hacia arriba, hacia ella.
Rogó que viniera un
ja
y se lo llevara a rastras, pero durante el resto de la noche no oyó ningún otro ruido por encima del monótono murmullo de la jungla. Se alegraba de que aquel hombre estuviera muerto, pero temía la horrible prueba que le esperaba por la mañana, pues debía enterrar aquella cosa que había sido Erich Obergatz y vivir allí, sobre la tumba poco profunda del hombre al que había matado.
Se reprochó entonces su debilidad, repitiéndose una y otra vez que le había matado en defensa propia, que su acto estaba justificado; pero ella era una mujer de hoy, y llevaba consigo los mandatos de hierro del orden social en el que ella había nacido, sus prohibiciones y sus supersticiones.
Por fin llegó el alba. Lentamente el sol coronó las distantes montañas más allá del Jad-in-lul. Y sin embargo vacilaba en aflojar las ataduras de su puerta y mirar a la cosa de abajo. Pero tenía que hacerlo. Se armó de valor y desató la correa hecha de pellejo que aseguraba la barrera. Miró abajo y sólo la hierba y las flores la miraron. Salió de su refugio y examinó el suelo en el lado opuesto del árbol; allí no había ningún hombre muerto, ni en ningún sitio que ella pudiera ver. Poco a poco descendió, con cautela y el oído alerta listo para la primera insinuación de peligro.
Al pie del árbol había un charco de sangre y un pequeño rastro de gotas rojas sobre la hierba, que se alejaban paralelas a la orilla del Jad-ben-lul. ¡Entonces no le había matado! Percibió vagamente una peculiar sensación doble de alivio y de pesar. Ahora siempre tendría dudas. Él podía regresar; pero al menos ella no tendría que vivir sobre su tumba.
Pensó en seguir el rastro de sangre por si se hubiera alejado a rastras para morir más tarde, pero abandonó la idea por miedo a encontrarle muerto por allí cerca, o, peor aún, gravemente herido. ¿Qué podía hacer, pues? No podía rematarle con su lanza; no, sabía que no podía hacerlo, y tampoco podía hacerle volver y cuidarle, ni podía dejarle allí para que muriera de hambre o de sed, o para que fuera presa de alguna bestia salvaje. Era mejor no buscarle, pues tenía miedo de encontrarle.
Aquel día se sobresaltaba nerviosa a cada ruido súbito que oía. El día anterior habida dicho que tenía nervios de acero; pero no hoy. Sabía la conmoción que había sufrido y que ésta era la reacción. Al día siguiente tal vez fuera diferente, pero algo le decía que jamás serían lo mismo su pequeño refugio y la parcela de bosque y jungla que ella llamaba suyos. Siempre se cerniría sobre ella la amenaza de aquel hombre. Ya no pasaría noches de profundo sueño. La paz de su pequeño mundo se había hecho añicos para siempre.
Aquella noche reforzó la puerta con correas adicionales hechas de piel en bruto, cortada del pellejo del gamo que había matado el día en que se encontró con Obergatz. Estaba muy cansada, pues la noche anterior había perdido mucho sueño; pero durante largo rato yació con los ojos abiertos de par en par contemplando la oscuridad. ¿Qué veía allí? Visiones que provocaron lágrimas en aquellos valientes y hermosos ojos, visiones de una cabaña laberíntica que había sido su hogar y que ya no existía, destrozado por la misma fuerza cruel que ahora la acosaba en este remoto rincón de la tierra; visiones de un hombre fuerte cuyo brazo protector jamás volvería a apretarla contra sí, visiones de un hijo alto y erguido que la miraba de un modo adorable con unos ojos sonrientes que eran iguales que los de su padre. Siempre la visión de la sencilla cabaña y no de los lujosos salones que habían formado parte de su vida igual que el primero. Pero a él le gustaba más el bungaló y los extensos acres de libertad y por eso a ella también le gustaban más.
Por fin se durmió, el sueño del agotamiento total. Cuánto duró, no lo sabía; pero de pronto estuvo completamente despierta y otra vez oyó el arrastrarse de un cuerpo contra la corteza del árbol, y de nuevo la rama se dobló bajo un fuerte peso. ¡Había regresado! Ella se quedó helada, temblando. ¡Era él, Dios mío! ¿Le había matado y esto era…? Trató de alejar de su mente este horrible pensamiento, pues sabía que esto conducía a la locura.
Una vez más se arrastró hasta la puerta, pues la cosa estaba justo fuera como la noche anterior. Las manos le temblaban cuando colocó la punta de su lanza en la abertura. Se preguntó si la cosa gritaría al caer.
EL MANÍACO
T
ARZÁN había quitado el último barrote que haría la abertura lo bastante grande para que su cuerpo pasara, cuando oyó a los guerreros susurrando tras la puerta de piedra de su prisión. Hacía rato que la cuerda hecha de pellejo estaba trenzada. Asegurar un extremo al barrote restante que había dejado con este fin fue cuestión de un momento, y mientras los guerreros hablaban en susurros fuera, el cuerpo tostado del hombre-mono se deslizó por la pequeña abertura y desapareció bajo el antepecho de la ventana.
La huida de Tarzán de la celda le dejó aún dentro de la zona amurallada que comprendía los jardines y edificios de palacio y del templo. Hizo un reconocimiento lo mejor que pudo desde la ventana después de sacar suficientes barrotes para asomarse por la abertura, así que sabía lo que había inmediatamente delante de él: un callejón sinuoso y en general desierto que conducía a la puerta que comunicaba el palacio con la ciudad.
La oscuridad le facilitaría la huida. Incluso podría salir de palacio y de la ciudad sin que le descubrieran. Si podía eludir la guardia apostada en la puerta del palacio, el resto sería fácil. Anduvo a zancadas, seguro de sí mismo, sin exhibir ningún miedo a ser descubierto, pues razonó que así no levantaría sospechas. En la oscuridad pasaría sin problemas por un ho-don y, a decir verdad, aunque pasó por delante de varios al salir del callejón desierto, nadie se le acercó ni le detuvo, y así llegó por fin a la guardia formada por media docena de guerreros ante la puerta de palacio. Intentó pasar por delante de ellos con la misma actitud indiferente, y lo habría logrado de no ser porque alguien venía corriendo desde el templo gritando:
—¡Que nadie salga! ¡El prisionero se ha escapado del
pal-ul-ja
!
Al instante un guerrero le impidió el paso y simultáneamente el tipo le reconoció.
—
Xot tor!
—exclamó—. Aquí está. ¡A por él! ¡A por él! ¡Atrás! ¡Atrás antes de que te mate!
Los otros se acercaron. No puede decirse que se precipitaran. Si era su deseo lanzarse contra él, hubo una perceptible falta de entusiasmo, aparte del que dirigió sus esfuerzos para persuadir a otro de que se lanzara sobre él. Su fama de luchador hacía mucho tiempo que era tema de conversación por el bien de la moral de los guerreros de Mo-sar. Era más seguro mantener la distancia y lanzarle sus porras, y esto es lo que hicieron, pero el hombre-mono había aprendido algo del uso de esta arma desde que había llegado a Pal-ul-don. Grande era el respeto que sentía por esta primitiva arma. Se dio cuenta de que los salvajes negros que había conocido no apreciaban las posibilidades de sus palos con protuberancias, y tampoco él; y había descubierto también por qué los pal-ul-don habían convertido sus antiguas lanzas en arados y se aferraban solamente al garrote de punta pesada. En la ejecución mortal era mucho más eficaz que una lanza y también servía de escudo protector, combinando ambas cosas en una y reduciendo así la carga del guerrero. Arrojados como ellos los arrojan, a la manera de los lanzadores de martillo de los juegos olímpicos, un escudo comente resultaría más un estorbo que una ventaja, mientras que uno que fuera lo bastante fuerte para proteger tendría que ser demasiado pesado. Sólo otro garrote, hábilmente forjado para desviar el curso de un misil enemigo, es eficaz contra estas formidables armas y, asimismo, el garrote de guerra de Pal-ul-don puede arrojarse con exactitud a una mayor distancia que cualquier lanza.
Se ponía a prueba lo que Tarzán había aprendido de Om-at y Ta-den. Sus ojos y sus músculos, entrenados gracias a toda una vida de necesidad, se movieron con la rapidez de la luz y su cerebro funcionó con una celeridad inaudita que sugería nada menos que presciencia, y estas cosas eran más que suficientes para compensar su falta de experiencia con el garrote de guerra que tan diestramente manejaba. Fue rechazando arma tras arma y siempre se movía con una sola idea en la cabeza: colocarse al alcance de uno de sus adversarios. Pero ellos eran cautos, pues temían a esta extraña criatura a quien los temores supersticiosos de muchos de ellos atribuían el milagroso poder de la deidad. Consiguieron mantenerse entre Tarzán y la puerta de la ciudad, y todo el tiempo gritaban a pleno pulmón pidiendo refuerzos. En caso de que estos llegaran antes de que él escapara, el hombre-mono sabía que sus oportunidades serían mínimas, y por eso redobló sus esfuerzos para llevar a cabo su plan.
Siguiendo su acostumbrada táctica, dos o tres de los guerreros siempre se mantenían detrás de él, recogiendo los garrotes arrojados cuando la atención de Tarzán estaba dirigida hacia otra parte. Él mismo recogió algunos y los lanzó, con tan mortal efecto que eliminó a dos de sus adversarios, pero ahora oía que se acercaban guerreros a toda prisa, el patear de sus pies descalzos sobre el pavimento de piedra y luego los gritos salvajes que lanzaban para alentar el valor de sus compañeros y llenar de temor al enemigo.
No había tiempo que perder. Tarzán sostenía un garrote en cada mano; hizo oscilar uno y lo lanzó a un guerrero que tenía delante, y cuando el hombre se agachó se abalanzó sobre él y le agarró, al tiempo que arrojaba su segundo garrote a otro de sus adversarios. El ho-don con el que forcejeaba se llevó la mano al cuchillo pero el hombre-mono le agarró la muñeca. De repente se la retorció, se oyó el chasquido de un hueso al romperse y un grito aterrador; luego levantó al guerrero y lo utilizó como escudo protector entre sus compañeros y él, mientras retrocedía y salia por la puerta. Al lado de Tarzán había la única antorcha que iluminaba la entrada al recinto del palacio. Los guerreros avanzaban en socorro de sus compañeros cuando el hombre-mono alzó a su cautivo por encima de su cabeza y lo lanzó dándole de lleno en la cara del atacante que iba en primer lugar. El tipo se desplomó y dos que iban directamente detrás de él cayeron de bruces sobre su compañero, momento que el hombre-mono aprovechó para coger la antorcha y lanzarla al recinto de palacio para extinguirse cuando chocó con el cuerpo de los que encabezaban los refuerzos atacantes.
En la oscuridad que siguió Tarzán desapareció por las calles de Tu-lur tras la puerta de palacio. Durante un rato oyó que le perseguían, pero el hecho de que los ruidos se alejaran y extinguieran en dirección del Jad-in-lul le indicó de que buscaban en la dirección equivocada, pues él había girado hacia el sur de Tu-lur a propósito para despistarles. En las afueras de la ciudad giró hacia el noroeste, en cuya dirección se encontraba A-lur.
Sabía que en su camino se encontraba el Jad-bal-lul, cuya orilla se vio obligado a rodear, y habría que cruzar un río en el extremo inferior del gran lago en cuyas orillas se alzaba A-lur. Qué otros obstáculos encontraría en su camino, no lo sabía, pero creía que ganaría tiempo si iba a pie en lugar de intentar robar una canoa y seguir río arriba con un solo remo. Su intención era poner tanta distancia como le fuera posible entre él y Tu-lur antes de dormirse, pues estaba seguro de que Mo-sar no aceptaría fácilmente su pérdida, sino que al llegar el día, o posiblemente incluso antes, enviaría guerreros en su busca.
A unos dos o tres kilómetros de la ciudad penetró en un bosque y allí por fin se sintió en cierta medida seguro como nunca se sentía en los espacios abiertos o en las ciudades. El bosque y la jungla eran su patria. Ninguna criatura que anduviera a cuatro patas, trepara por los árboles o se arrastrara sobre su estómago tenía ninguna ventaja sobre el hombre-mono en su patria chica. Como incienso y mirra eran los fuertes olores de la vegetación putrefacta para el olfato del gran tarmangani. Irguió sus anchos hombros, levantó la cabeza y llenó sus pulmones del aire que más amaba. La densa fragancia de las flores tropicales, la mezcla de olores múltiples de la vida de la jungla acudieron a su cabeza provocándole una agradable intoxicación mucho más potente que la contenida en las cosas más antiguas de la civilización.
Ahora se subió a los árboles, no por necesidad sino por puro amor a la libertad salvaje que le había sido negada tanto tiempo. Aunque estaba oscuro y la selva era extraña, se movía con una seguridad y una facilidad que indicaban más un extraño sentido de la percepción que una habilidad maravillosa. Oyó al
ja
gemir en alguna parte más adelante y una lechuza ululó tristemente a su derecha, sonidos familiares que no le causaban ninguna sensación de soledad como le ocurriría a usted o a mí, sino que, al contrario, le ofrecían compañía al indicar la presencia de sus compañeros de la jungla, y que fuera amigo o enemigo le importaba poco al hombre-mono.
Al fin llegó a un pequeño arroyo en un lugar donde los árboles no se juntaban arriba, por lo que se vio obligado a descender a tierra y meterse en el agua para llegar a la otra orilla, donde se detuvo como si de pronto su figura como de dios se hubiera transmutado de carne en mármol. Sólo las ventanas de su nariz dilatándose mostraban su vitalidad. Durante un largo momento se quedó así y luego veloz, pero con la precaución y el silencio inherentes en él, avanzó de nuevo; toda su actitud denotaba ahora que había una nueva urgencia. Había un propósito definido e imperioso en cada movimiento de aquellos músculos de acero que se tensaban suavemente bajo la lisa piel morena. Ahora se dirigía hacia determinada meta que evidentemente le llenaba de mucho más entusiasmo que un posible regreso a A-lur.
Por fin llegó al pie de un gran árbol y allí se detuvo y miró hacia arriba, donde, entre el follaje, vislumbró los débiles contornos de un bulto toscamente rectangular. Tarzán tuvo una sensación de ahogo en la garganta cuando subió con cuidado a las ramas. Era como si el corazón se le estuviera dilatando, de mayor felicidad o de mayor temor.