Tarzán el terrible (35 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: Tarzán el terrible
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El hombre-mono, acaudillando su pequeña banda, avanzó con sigilo por los sinuosos callejones de A-lur y llegó sin ser descubierto al edificio que escondía la entrada al pasadizo secreto. Este lugar gozaba de la mejor protección porque su existencia era desconocida a los que no eran sacerdotes, y no había centinelas en él. Para facilitar el paso de su pequeña compañía a través del estrecho túnel, tortuoso e irregular, Tarzán encendió una antorcha que había traído con este fin, y precediendo a sus guerreros, abrió la marcha hacia el templo.

El hombre-mono sabía bien que tendría un éxito mayor si llegaba a las cámaras interiores del templo con su pequeña banda de guerreros escogidos, ya que un ataque en este punto sembraría la confusión y provocaría la consternación a los sacerdotes que fácilmente serían vencidos, y permitiría a Tarzán atacar a las fuerzas de palacio de la parte trasera al mismo tiempo que Ja-don se ocupaba de ellos ante las puertas de palacio, mientras Ta-den y sus fuerzas acudían en tropel a las murallas del norte. Ja-don concedía un gran valor al efecto moral de la misteriosa aparición del Dor-ul-Otho en el corazón del templo, y había instado a Tarzán a que aprovechara todo lo que pudiera la creencia del viejo jefe de que muchos de los guerreros de Lu-don aún vacilaban en su lealtad entre el sumo sacerdote y el Dor-ul-Otho, adhiriéndose al primero más por el miedo que engendraba en el corazón de sus seguidores que por ningún amor o lealtad que pudieran sentir hacia él.

Existe un proverbio pal-ul-doniano que declara una verdad similar a la que contiene el viejo adagio escocés que dice:
The best laid schemes o' mice and men gang aft a gley
. En traducción libre podría ser: «El que sigue el buen camino llega a veces a un destino equivocado», y éste, aparentemente, era el sino en los pasos del gran capitán del norte y su aliado divino.

Tarzán, más familiarizado con las sinuosidades de los corredores que sus compañeros, y con la ventaja de disponer de la luz completa de la antorcha (que a lo sumo no era más que algo débil y vacilante), iba un poco más adelante que los demás, y en su ansiedad por encontrarse con el enemigo pensó poco en los que tenían que apoyarle. No es esto extraño, ya que desde su infancia el hombre-mono estaba acostumbrado a pelear solo, de modo que para él depender únicamente de su astucia y habilidad era lo habitual.

Y así fue que llegó al corredor superior que comunicaba con las cámaras de Lu-don y los sacerdotes inferiores mucho antes que sus guerreros. Cuando entró en este corredor con los fanales de débil y vacilante luz, vio frente a él a un guerrero que medio acarreaba y medio arrastraba la figura de una mujer. Tarzán reconoció al instante a la cautiva amordazada y atada a quien creía a salvo en el palacio de Ja-don en Ja-lur.

El guerrero con la mujer había visto a Tarzán al mismo tiempo que éste le había descubierto a él. Oyó con pavor el gruñido bajo, como de bestia, que brotó de los labios del hombre-mono cuando dio un salto hacia adelante para arrancar a su compañera de los brazos de su captor e infligir sobre éste la venganza que anidaba en el corazón salvaje del tarmangani. Al otro lado del corredor donde estaba Pan-sat había la entrada a una cámara más pequeña. Hacia ésta saltó llevándose consigo a la mujer.

Muy de cerca le siguió Tarzán de los Monos. Había dejado a un lado su antorcha y empuñaba el largo cuchillo que perteneció a su padre. Con la impetuosidad de un toro al atacar se precipitó en la cámara en persecución de Pan-sat para encontrarse, cuando las colgaduras cayeron tras él, en la más absoluta oscuridad. Casi de inmediato se oyó un estrépito de piedra sobre piedra ante él seguido un instante después por un estrépito parecido detrás. No fue necesaria mayor evidencia para anunciar al hombre-mono que volvía a estar prisionero en el templo de Lu-don.

Se quedó absolutamente inmóvil donde se había parado al oír el primer ruido de la piedra que descendía. No volvería a ser arrojado fácilmente al foso del
gryf
, ni a ningún peligro similar, como ocurrió cuando Lu-don le atrapó en el templo del
Gryf
. Allí de pie, mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, se dio cuenta de que en la cámara penetraba una débil luz a través de alguna abertura, aunque tardó varios minutos en descubrir su origen. En el techo de la cámara distinguió por fin una pequeña abertura, posiblemente de unos noventa centímetros de diámetro, y a través de ésta lo que realmente era tan sólo una menor oscuridad y no verdadera luz penetraba en la absoluta negrura de la cámara en la que se hallaba prisionero.

Desde que las puertas cayeron no llegó ningún ruido, aunque su sensible oído estaba constantemente aguzado en un esfuerzo por descubrir una pista de la dirección tomada por el secuestrador de su compañera. Entonces distinguió los contornos de su celda. Era una habitación pequeña, de no más de cuatro metros y medio de largo. Puesto a cuatro patas, con la mayor precaución, examinó toda la superficie del suelo. En el centro exacto, directamente bajo la abertura del techo, había una trampilla, pero por lo demás el suelo era sólido. Sabiendo esto sólo era necesario evitar este punto (en lo que se refería al suelo). Las paredes recibieron entonces su atención. Sólo había dos aberturas. Una era la puerta por la que había entrado, y en el lado opuesto estaba aquella por la que el guerrero se había llevado a Jane Clayton. Ambas estaban cerradas por las losas de piedra que el guerrero había soltado al huir.

Lu-don, el sumo sacerdote, se pasó la lengua por sus finos labios y se frotó las manos blancas y huesudas en gesto de satisfacción cuando Pan-sat llevó a Jane Clayton a su presencia y la dejó en el suelo de la cámara ante él.

—¡Bien, Pan-sat! —exclamó—. Serás recompensado por este servicio. Ahora, si tuviéramos al falso Dor-ul-Otho en nuestro poder todo Pal-ul-don se rendiría a nuestros pies.

—Señor, lo tengo —declaró Pan-sat.

—¿Qué? —exclamó Lu-don—. ¿Tienes a Tarzán-jad-guru? ¿Quizá le has matado? Dime, mi querido Pan-sat, dímelo enseguida. Ardo en deseos de saberlo.

—Lo he atrapado vivo, Lu-don, mi señor —respondió Pan-sat—. Está en la pequeña cámara que los antiguos construyeron para atrapar a los que eran demasiado poderosos para cogerlos vivos en un encuentro cara a cara.

—Has hecho bien, Pan-sat, yo…

Un sacerdote asustado irrumpió en el aposento.

—Rápido, señor, rápido —exclamó—, los corredores están llenos de guerreros de Ja-don.

—Estás loco —replicó el sumo sacerdote—. Mis guerreros guardan el palacio y el templo.

—Digo la verdad, señor —insistió el sacerdote—, hay guerreros en el corredor viniendo hacia este aposento, y proceden de la dirección del pasadizo secreto que llega aquí desde la ciudad.

—Es posible que sea como dice —intervino Pan-sat. Tarzán-jad-guru venía de esa dirección cuando le he descubierto y atrapado. Conducía a sus guerreros al interior del templo.

Lu-don se dirigió apresuradamente hacia la puerta y miró en el corredor. Vio enseguida que los temores del asustado sacerdote eran fundados. Una docena de guerreros avanzaban por el corredor hacia él pero parecían confusos y desorientados. El sumo sacerdote adivinó que, privados del liderazgo de Tarzán, estaban poco menos que perdidos en el desconocido laberinto subterráneo del templo.

Entró de nuevo en su aposento y asió una correa de cuero que pendía del techo. Tiró de ella con fuerza y en el templo resonaron los tonos profundos de un gong de metal. Cinco veces resonaron las estruendosas notas por los corredores; luego se volvió hacia los dos sacerdotes.

—Coged a la mujer y seguidme —ordenó.

Cruzaron la cámara y pasó por una pequeña puerta; los otros sacerdotes levantaron a Jane Clayton del suelo y le siguieron. Pasaron por un estrecho corredor y subieron un tramo de escaleras; luego torcieron a la derecha y a la izquierda y volvieron sobre sus pasos por un laberinto de pasadizos sinuosos que terminaban en una escalera de caracol que daba a la superficie del suelo en el más grande de los patios interiores de los altares junto al altar oriental.

Procedentes de todas direcciones, de los corredores de abajo y del piso de arriba, llegaba el ruido de pasos apresurados. Los cinco golpes del gran gong habían convocado a los leales a la defensa de Lu-don en sus cámaras privadas. Los sacerdotes que conocían el camino guiaban a los guerreros menos familiarizados con él al lugar, y después, los compañeros de Tarzán se encontraron, no sólo sin jefe, sino frente a una fuerza ampliamente superior. Eran hombres valientes pero, dadas las circunstancias, se encontraban indefensos y por eso se retiraron por donde habían venido; y cuando llegaron a los estrechos confines del pasadizo más pequeño se sintieron seguros, ya que sólo podía atacarles de uno en uno. Pero sus planes se vieron frustrados, y posiblemente también perdida su causa; tan seguro estaba Ja-don del éxito de su aventura.

Al oír el estruendo del gong del templo, Ja-don supuso que Tarzán y su grupo habían dado el golpe inicial y lanzó su ataque a la puerta de palacio. A los oídos de Lu-don, en el patio interior del templo, llegaron los salvajes gritos de guerra que anunciaban el inicio de la batalla. Dejó a Pan-sat y al otro sacerdote para vigilar a la mujer y se precipitó hacia palacio para dirigir personalmente a su fuerza. Cuando cruzó el recinto de palacio envió un mensajero a enterarse del resultado de la pelea originada en los corredores de abajo, y otros mensajeros a difundir la noticia entre sus seguidores de que el falso Dor-ul-Otho se hallaba prisionero en el templo.

Cuando el estrépito de la batalla se extendió por A-lur, el teniente Erich Obergatz se volvió en su lecho de suaves pieles y se incorporó. Se frotó los ojos y miró alrededor. Fuera aún era de noche.

—Soy Jad-ben-Otho —gritó—, ¿quién se atreve a perturbar mi sueño?

Una esclava que estaba en cuclillas al pie de su diván se estremeció y acercó la frente al suelo.

—Debe de ser que ha llegado el enemigo, oh Jad-ben-Otho.

Habló de un modo tranquilizador pues conocía bien los terroríficos ataques de locura del Gran Dios, aparentemente injustificado.

De pronto irrumpió en la estancia un sacerdote, que se puso a cuatro patas y frotó su frente contra el suelo de piedra.

—Oh Jad-ben-Otho —exclamó—, los guerreros de Ja-don han atacado el palacio y el templo. Ahora mismo están peleando en los corredores cerca de los aposentos de Lu-don, y el sumo sacerdote te ruega que vayas a palacio y alientes con tu presencia a los leales guerreros.

Obergatz se puso en pie de un salto.

—Soy Jad-ben-Otho —gritó—. Con el rayo destruiré a los blasfemos que osan atacar la ciudad santa de A-lur.

Por un momento se paseó sin rumbo y como un loco por la habitación, mientras el sacerdote y la esclava permanecían con las rodillas, manos y frente en el suelo.

—Vamos —gritó Obergatz, propinando una perversa patada en el costado a la esclava—. ¡Vamos! ¿Esperaréis aquí todo el día mientras las fuerzas de las tinieblas se apoderan de la Ciudad de la luz?

Terriblemente asustados, como todos los que se veían obligados a servir al Gran Dios, los dos se levantaron y siguieron a Obergatz hacia palacio.

Por encima del clamor de los guerreros se oía constantemente a los sacerdotes del templo gritar:

—Jad-ben-Otho está aquí y el falso Dor-ul-Otho está prisionero en el templo.

Los persistentes gritos llegaron incluso a oídos del enemigo, como pretendían que ocurriera.

CAPÍTULO XIV

EL MENSAJERO DE LA MUERTE

E
L SOL se elevó para ver las fuerzas de Ja-don aún retenidas ante la puerta de palacio. El viejo guerrero se había apoderado de la alta estructura que se erguía justo detrás de palacio y en la cima mantenía apostado a un guerrero para vigilar la pared norte de palacio donde Ta-den iba a efectuar su ataque; pero a medida que los minutos se convertían en horas no aparecía señal alguna de la otra fuerza, y ahora, a plena luz del nuevo sol, sobre el tejado de uno de los edificios de palacio aparecieron Lu-don, el sumo sacerdote, Mo-sar, el pretendiente al trono, y la extraña figura de un hombre desnudo, cuyos largos cabellos y barba estaban trenzados con helechos y flores frescas. Detrás de ellos había una veintena de sacerdotes inferiores que entonaban al unísono:

—Éste es Jad-ben-Otho. Dejad las armas y rendíos.

Lo repitieron una y otra vez, alternando estas frases con el grito:

—¡El falso Dor-ul-Otho es nuestro prisionero!

En uno de estos intervalos de calma, comunes en las batallas entre fuerzas provistas sólo de armas que requieren un gran esfuerzo físico para su uso, de pronto se alzó una voz entre los seguidores de Ja-don:

—Mostradnos al Dor-ul-Otho. ¡No te creemos!

—Espera —gritó Lu-don—. Si no os lo muestro antes de que el sol haya recorrido su propia anchura, las puertas de palacio se abrirán para vosotros y mis guerreros entregarán las armas.

Se volvió a uno de sus sacerdotes e impartió breves instrucciones.

El hombre-mono paseaba en los confines de su pequeña celda. Se reprochaba amargamente la estupidez que le había conducido a esta trampa, y sin embargo ¿era estupidez? ¿Qué otra cosa habría hecho cualquiera sino abalanzarse sobre el secuestrador de su compañera? Se preguntó cómo la habrían raptado de Ja-lur y entonces, de pronto, acudieron a su mente las facciones del guerrero a quien acababa de ver con ella. Le resultaban extrañamente familiares. Se estrujó el cerebro para recordar dónde había visto antes a aquel hombre y por fin lo recordó. Era el extraño guerrero que se unió a las fuerzas de Ja-don fuera de Ja-lur el día en que Tarzán cabalgó a lomos del gran
gryf
desde la garganta deshabitada junto al kor-ul-ja hasta la principal ciudad de la jefatura del norte. Pero ¿quién podía ser aquel hombre? Tarzán sabía que nunca le había visto.

Entonces oyó el estruendo de un gong procedente del corredor de fuera y, muy débilmente, el ruido de pasos apresurados y gritos. Supuso que sus guerreros habían sido descubiertos y se estaba produciendo una pelea. Se impacientó y se irritó por el azar que le había negado participar en ella.

Una y otra vez probó con las puertas de su prisión y la trampilla em el centro del suelo, pero ninguna respondió a sus ímprobos esfuerzos. Forzó su mirada hacia la abertura superior pero no pudo ver nada, y entonces continuó con sus inútiles paseos de acá para allá, como un león enjaulado.
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