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Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Tengo ganas de ti (19 page)

BOOK: Tengo ganas de ti
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—Madre mía… Estás obsesionado, ¿eh?

—Bueno, es un tema que me fascina.

—Sí, ya lo veo. De pequeño debías de jugar siempre a los médicos.

—¿De pequeño? ¡Ayer mismo! ¿Quieres que te visite?

—Qué raro. ¡A mí me pareces más una persona divertida que un tipo hambriento!

—Bueno, ya es algo.

—Sí, a mí las personas presuntuosas me divierten un montón. Además, alguien que cree que es uno de los tíos más atractivos de Roma resulta bastante patético. —Me mira y estalla en una carcajada, sinceramente divertida. El pelo oscuro le cae sobre los ojos, que se ríen en perfecta armonía con su sonrisa—. Dios mío, es peor que yo, menudo bufón. ¡Eres demasiado!

Una curva llega muy oportuna. En el ángulo perfecto, y además de mi lado. Cojo el volante por debajo y lo giro con fuerza a la izquierda. Gin se cae encima de mí. Freno de golpe y clavo el coche con ella entre los brazos. La cojo del pelo con la mano derecha y lo mantengo agarrado con fuerza.

—Nadie me ha llamado nunca bufón.

Y la beso en la boca. Tiene los labios cerrados e intenta soltarse. La tengo cogida por el pelo, pero se separa y forcejea para liberarse. La agarro aún más fuerte. Al final, se deja ir y entreabre los labios.

—Al fin —susurro entre dientes, y después me aventuro entre los suyos—. ¡Ah! —Me ha mordido. Me llevo la mano a la boca y la suelto.

Gin vuelve a su sitio.

—¿Y todo por esto? Pensaba mejor de ti.

Me paso los dedos por los labios en busca de sangre. No hay. Gin está en posición con las manos levantadas, lista para defenderse.

—¡O sea que, Stefano o Step, o como te dé la gana, tienes ganas de pelea!

La miro sonriendo:

—Tienes buenos reflejos, ¿eh?

Me pega fuerte en el hombro, un golpe tras otro, una serie de puñetazos de abajo arriba golpeando siempre en el mismo punto.

—Ay, me haces daño.

Le agarro el brazo en el aire y después el otro. La mantengo quieta, inmóvil en su asiento. Después le sonrío divertido por todos esos golpes.

—Perdóname, Gin. No quería hacerlo, pero luego he pensado que te apetecía…

Intenta golpearme otra vez, pero la tengo bien sujeta.

—Hemos llegado, ¿de acuerdo?

Bajo en seguida del coche antes de que vuelva a intentar pegarme.

—Si quieres, enciérrate, o haz lo que te apetezca. Al fin y al cabo, el coche es tuyo, ¿no? Además, ¿a mí qué más me da este cacharro de Micra?… Hasta coge mal las curvas.

Gin cierra el coche de prisa y se reúne conmigo.

—Ten cuidado. No te hagas el duro conmigo o acabarás mal.

Después mira el cartel.

—Il Colonnello. ¿De verdad se llama así este sitio?

—Sí, se llama así. ¿Qué pensabas, que era un apodo?

—¿Realmente esperas ligarte a una chica en la primera cita con esas bromas tan divertidas?

—No, contigo estoy relajado. ¡Voy sobre seguro!

—Ah, claro, precisamente sobre seguro… Lo has visto, ¿no?

—Está bien, haya paz. Venga, vayamos a comer un buen bistec.

—De acuerdo. Lo de la paz está bien, pero lo de la cena… Pagas tú, ¿verdad?

—Depende…

—¿De qué?

—Del postre.

—¿Otra vez? El «postre» consiste en que yo te acompaño hasta tu moto y punto. ¿Está claro? Y dímelo ya, o no me como ni una
bruschetta
. ¿A ti te parece que me tienes que chantajear? ¡Qué asco!

Gin entra en el restaurante altiva y divertida. La sigo. No hay demasiada gente. Nos sentamos a una mesa bastante alejada del horno, que da mucho calor. Me quito la chaqueta. Me ha entrado hambre.

En seguida llega un camarero para tomar nota.

—Entonces, chicos, ¿qué os traigo?

—Pues para la señorita sólo una
bruschetta
. Para mí, un buen primero de
tagliatelle
con alcachofas y un bistec a la florentina con ensalada de acompañamiento. —La miro divertido—: ¿O quizá la señorita lo ha pensado mejor y quiere otra cosa?

Gin mira al camarero sonriendo:

—Lo mismo que ha pedido él, gracias. Y además, tráigame una buena cerveza.

—Una cerveza para mí también.

El camarero lo anota todo velozmente y se aleja contento de ese pedido tan fácil.

—Si quieres que paguemos a medias, me dices dónde vives y mañana te hago llegar el dinero, ¿de acuerdo? Esto para que entiendas que no va a haber postre.

—¿Ah, no? Te equivocas. Aquí sirven unos helados de trufa que están de vicio tomados dentro del café.

—Hola, Step. Oye, estabas desaparecido. Te has aburguesado como los demás, ¿eh? —Se acerca Vittorio, el Coronel, amable como siempre—. Ahora está de moda el Celestina, hace moderno, se liga. Y van todos allí. Sois como ovejitas. —Apoya las manos sobre la mesa—. Has adelgazado, ¿lo sabes?

—He estado dos años en Nueva York.

—Vaya, o sea que por eso no te habíamos vuelto a ver. ¿Tan mal se come allí?

Se ríe divertido de su broma.

—Vitto, sigues siendo el mejor. Pide que nos traigan una
bruschettina
, ¿vale?

Dejo las llaves del coche de Gin sobre la mesa mientras Vittorio se aleja. Con la panza por delante, contoneándose como siempre, como entonces. Envejecido pero siempre alegre. Tiene cara de niño grande con las mejillas rojas, el pelo alborotado sobre las orejas, pequeños reflejos de blanco plateado en su calva siempre colorada por las chuletas y los bistecs. Miro a mí alrededor. Hay gente distinta, no demasiada, no ruidosa, no demasiado elegante. Comen con placer, sin pedir cosas demasiado difíciles, sin ser demasiado exigentes, sin preocupaciones, acaso con una jornada fatigosa a las espaldas y un buen plato delante. Cerca, una pareja come sin hablar. Él está mondando el hueso de una chuleta. Ella acaba de meterse en la boca una patata frita y se chupa los dedos. Se encuentra con mi mirada y sonríe. Yo también sonrío. Después se zambulle de nuevo en las patatas sin miedo a engordar.

Gin pasa al ataque.

—Bueno, recapitulemos: has cogido mis llaves, has cogido mi coche y, sobre todo, me has jodido bien.

—Bueno, eso último no me importaría en absoluto.

Gin está delante de mí con las manos en la cintura y resopla.

—Imbécil, quiero decir que me has jodido la noche. Digámoslo así; de lo contrario se te ocurren ideas extrañas. Como antes en el coche…

—Por tan poco… ¡Cómo te aprovechas!

—Entonces pasemos a la cuestión práctica. Aclarémoslo de una vez. ¿Quién despluma a quién?

—¿Qué quieres decir?

—¿Ahora te haces el tonto?

—Veamos, si sacas temas de conversación divertidos, pago yo. Si no…

—¿Si no?

—También pago yo.

—Ah, en ese caso me quedo.

—¡Pero me lo darás!

Me da una bofetada al instante. Hostia, qué rápida es. Me da en plena cara.

—Ay.

La de las patatas deja de comer y nos mira. Y también dos o tres personas de las mesas más cercanas.

—Perdonadla. —Sonrío masajeándome la mejilla—. Se ha enamorado.

Gin ni siquiera presta atención a la gente que la mira.

—Hagamos un trato: tú pagas la cena sin pretender nada y yo, a cambio, te doy algunas clases de educación. Asunto zanjado. Si hasta sales ganando.

Vittorio deja la
bruschetta
en la mesa:

—¿La señorita quiere también una?

Gin me roba al vuelo la
bruschetta
del plato y le da un mordisco enorme, llevándose la mitad de los tomates, esos frescos que Vittorio corta con amor, no como esos tomates cortados a trocitos por la tarde y dejados dentro de un bol enfriándose en la nevera.

—Tráeme otra, Vit.

—Hum, qué rica.

Gin se mete un trozo de tomate en la boca y se chupa los dedos.

—¡Buena elección, Step! Aquí se come de fábula. ¿Cómo va la mejilla?

—¡Estupendamente! Dime la verdad: te has quedado mal porque me he interrumpido en mitad del beso, ¿no? Hay tiempo, vamos, no te enfades. Las chicas sois todas iguales. Lo queréis todo en seguida.

—¿Y tú quieres otra torta?

—Tienes el ritmo perfecto, muy bien. Hoy en día es difícil encontrar una chica pasable de broma tan rápida como sus manos.

—Hum.

Gin esboza una sonrisa forzada echando la cabeza hacia adelante, como diciendo: «Qué gracioso»…

—¿Qué ocurre?

—Es lo de pasable, que no lo digiero fácilmente.

—En cambio con mi
bruschetta
eres una fiera. Prácticamente te la has zampado entera.

De repente, oigo unas voces.

—¡No puede ser, Step! Lo sabía. Os había dicho que era él. No puedo creerlo. Están todos allí, a mis espaldas. El Velista, Balestri, Bardato, Zurli, Blasco, Lucone, Bunny… Están todos, no puedo creerlo. Falta uno, el mejor: Pollo. Se me encoge el corazón, no quiero pensar en eso, ahora no. Siento un escalofrío y, por un instante, cierro los ojos; ahora no, por favor… Por suerte, Schello me salta al cuello:

—Eh, bandido, ¿qué pasa?, ¿haces de separatista búlgaro?

—En todo caso, estadounidense.

—Ah, ya, porque has estado en Norteamérica, en los States… ¿Cómo es que no has venido a la cita? Estábamos todos allí, esperando al mito. Pero el mito se ha derrumbado… Se ha ido a cenar,
tête-à-tête
con su novia.

—¡En todo caso hace el teta a teta!

—Cuidado que cobrarás…

—En primer lugar, yo no soy su novia…

—Y segundo, cuidado, chicos, que es tercer dan.

—¿Has acabado ya con esa historia del tercer dan? Eres repetitivo.

—¿Yo? Pero si eres tú la que lo ha subrayado tres veces desde que nos conocemos. ¡Y mira si eres tercer dan que he tenido que tumbar a un tipo para defenderte!

—Está bien, santo Tomás… de los horteras. Tú lo has querido.

Gin se levanta de la mesa, da una vuelta alrededor de mis amigos y los mira un momento. Después, sin pensarlo, se vuelve de golpe, coge a Schello con las dos manos por la chaqueta, se lo carga en la cadera y lo dobla veloz hacía delante. Perfecta, sin dudar ni un instante. Schello pone los ojos en blanco, Gin dobla la pierna derecha y empuja hacia arriba ayudándose de los hombros. Schello vuela como una pluma y aterriza de espaldas sobre la mesa de la pareja silenciosa. Ahora sabrán de qué hablar. El tipo se aparta de un brinco.

—¡Pero qué coño…!

Qué finos, tanto ella como él. Lo pronuncian al unísono.

Ella:

—Mis patatas.

Él:

—Hostia, mi chaqueta de piel de camello.

Pero para esa pareja apática, el golpe de Schello se convertirá en algo que contar, al borde de lo legendario.

Schello se levanta dolorido.

—Ay, pero ¿quién coño ha sido?

—Un tercer dan o algo más —contesta Gin sin demora.

Todos se ríen:

—Divertido. Qué pasada. Sí, tu novia es una pasada.

—Otra vez… ¡Que no soy su novia!

—Por ahora.

—Bueno, ¿entonces qué haces cenando con Step?

Carlona, creo que la llaman así, es desde siempre la novia de Lucone. Levanta las cejas divertida, como diciendo: «Sé cómo actuamos las mujeres.» Gin sonríe:

—Tienes razón. Bueno, querrá decir que gorroneo y después me largo.

—Step paga la cena y después te largas… En comparación,
Misión: imposible
es un juego de niños…

—¿Y esto quién me lo paga?

Schello mira al tipo, asustado. Se ha quitado la chaqueta de falso camello aderezada con aceite y se la pone delante de los ojos.

—Te lo digo a ti…, ¿quién me va a pagar esto?

—Pero ¿qué pasa?, ¿es esto «Inocente, inocente»? ¿Me estáis tomando todos el pelo? ¿Dónde está la cámara oculta?

Schello empieza a dar saltos a derecha e izquierda por el local.

—Eh, ¿dónde está? ¿Dónde?

Busca una hipotética cámara de televisión por todas partes: debajo de los cuadros, detrás de las puertas, en el bolso de alguna señora que cuelga del respaldo de la silla… Levanta las cosas y lo toquetea todo, como de costumbre sin respeto, ingenioso e irreverente, al límite de lo demencial. Busca una cámara debajo de una servilleta de un hombre que está comiendo… El tipo, naturalmente, lo reconviene:

—¿Has acabado, imbécil? ¡Pero qué coño tocas, eh! ¿Quieres volar otra vez por los aires? —Se levanta decidido con las manos en la cintura, duras, con los nudillos marcados por horas de trabajo, arañadas de heridas, marcadas por el tiempo, forjadas de polvo y pintura, de yeso, y estuco, de escombros, agrietadas por el cansancio sufrido—. ¿No lo has entendido, cabeza de chorlito?

—Eh…
Fly down
.

Schello apuesta por que el tipo no entiende ni una palabra de inglés. Naturalmente, gana la apuesta.

—Pero ¿qué haces?, ¿me insultas? Te voy a partir la cara.

El albañil le echa las manos al cuello; es su manera de quedar bien delante de su novia.

—La verdad es que era una forma de disculparme, pero en inglés, ¿lo entiendes?, es más elegante.

El albañil carga el puño y nosotros nos reímos, divertidos. Afortunadamente, Vit interviene:

—Ya basta, venga, volved a vuestro sitio. ¿Soy vuestro coronel o no? Basta. —Ayuda al tipo a salir airoso—. Te voy a traer un limoncello, invita la casa. —Después coge a Schello por los hombros y lo devuelve con el grupo—. No habéis cambiado, ¿eh? Me gusta volver a veros, en serio. No sé qué pasa, Step, pero cuando tú estás, las noches nunca son aburridas. Vamos, sentaos. Os preparo en seguida una mesa para doce.

—Tal vez Step quiera seguir con su cena romántica…

Miro a Gin. Ella abre los brazos.

—Otra vez será, querido.

Como simpática es simpática, pero… Es ese pero el que me deja perplejo.

—Pues claro, cariño, otra vez será. Cuando vuelvas a quedarte sin gasolina y sin dinero…

Gin sonríe y después me propina un manotazo en el hombro. A Lucone no se le escapa nunca nada:

—Joder, está fuerte la muñeca, no tiene un
jab
nada malo, ¿eh?

Todos asienten con la cabeza. Luego toman asiento armando un gran jaleo, apartando las sillas, riéndose, peleándose por un lugar en concreto… Sólo las chicas se miran desaprobando a Gin con fingida frialdad. Una aprobación sobre otra chica siempre molesta, aunque sea tu mejor amiga. Después, la cena pasa de prisa. Conversaciones para ponerme al corriente de las pequeñas grandes novedades. «Oh, no lo sabes… Giovanni lo ha dejado con Francesca. No sabes qué putada le ha hecho ella: se ha liado con Andrea, su amigo. Y él ni siquiera le ha partido la cara. ¡Qué tiempos! Oh, noticia bomba: Alessandra Fellini finalmente lo ha hecho. Con Davide. Ahora lo llama el Gota. ¿Y sabes por qué, Step? Hacía cuatro años que estaba allí como la gota malaya. Primavera, verano, en la montaña, en la playa…, él siempre presente. Regalitos, notitas… ¿Ganaría el premio gordo o no? ¡Y ella finalmente le premió! Se lo dio. Pero ahora que ha cogido carrerilla, la tía se cree que está en las Olimpiadas, ¡y el premio se lo han llevado ya unos cuantos!»

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