—Hemos pensado que deberíamos beber juntos un poco de vino, una última vez antes de salir de campaña —dijo Filocles.
—Mientras aún seamos tus amigos, antes de convertirnos en tus soldados —agregó Niceas con una mano en la lechuza que llevaba al cuello.
Al principio estuvieron un poco tensos. Sitalkes y Crax no abrían la boca más que para soltar risitas nerviosas, y se daban codazos en el diván que compartían. Ataelo, que rara vez participaba en sus jolgorios, parecía incómodo en un diván y terminó por sentarse en el suelo con las piernas cruzadas.
Filocles se levantó.
—En Esparta tenemos dos costumbres en vísperas de guerra. Una es que cantamos un himno a Ares. La otra es que en nuestro casino, cada hombre sale por turno a la crátera, alza su copa, vierte una libación a los dioses y brinda por cada uno de sus camaradas.—Sonrió—. Es una buena manera de emborracharse muy deprisa.
Acto seguido levantó la voz. No tenía el menor sentido de la melodía, pero había otros que sí: Kineas y Coeno.
Ares, el de extrema fortaleza, auriga imb atible, con el casco de oro, aguerrido de corazón, portador de escudo, salvador de ciudades, con jaeces de bronce, de enérgico brazo, infatigable, temible con la espada.
Oh, defensor del Olimpo, padre de la belicosa Victo ria, aliado de Temis, firme gobernador de los rebeldes, dirigente de los hombres rectos, rey de la hombría, tú que haces girar tu ardiente esfera entre las siete trayectorias de los planetas a través del éter, donde tus resplandecientes corceles siempre te sostienen sobre el tercer firmamento de los cielos.
¡Escúchame, tú que ayudas a los hombres, tú que otorgas intrépida juventud!
Envía un rayo bondadoso desde lo alto sobre mi vida, y dame fuerzas para guerrear, que sea capaz de ahuyentar a la amarga cobardía de mi cabeza y aplastar los engañosos impulsos de mi alma.
Refrena también la encendida furia de mi corazón, que me empuja a seguir los caminos de la lucha espeluznante.
En su lugar, oh, bendito, concédeme la audacia de acatar las inofensivas leyes de la paz, evitando los conflictos y los odios y los violentos demonios de la muerte.
Andrónico se puso de pie.
—¡Bonita canción! —gritó—. Los griegos no acostumbráis a ensalzar al señor de los conflictos.
Filocles negó con la cabeza.
—No somos amigos del señor de los conflictos.
Pero Andrónico no estaba de humor para discutir.
—¡Bonita costumbre! —Fue derecho a la crátera y sumergió su copa. Vertió una libación al suelo y la alzó—. Por nosotros, camaradas. —Uno tras otro, dijo sus nombres, alzó la copa y bebió, hasta que llegó a Kineas—. Por ti, hiparco —dijo, y apuró su copa.
Uno tras otro, los demás hicieron lo mismo. Likeles bromeó sobre cada uno de ellos. Filocles imitó sus voces al pronunciar los brindis respectivos. Agis habló bien y Laertes tuvo un cumplido para cada hombre.
Sitalkes bebió en silencio, mirando a los ojos de cada hombre y bebiendo hasta que llegó a Kineas. Para él, alzó la copa.
—Yo era getón —dijo—. Ahora soy uno de los vuestros.
Bebió, y los demás le vitorearon y patalearon como no lo habían hecho tras la bella retórica de Laertes.
Crax ocupó su sitio junto a la crátera con una mirada beligerante.
—Cuando luchemos, mataré más que cualquiera de vosotros —dijo. Y bebió.
Ajax cogió la copa y lloró. Se enjugó las lágrimas.
—Cada hombre aquí presente cuenta con mi amor. Sois los camaradas con los que soñaba de niño, cuando mi padre me tomaba en su regazo y me leía cómo se enfurruñaba Aquiles en su tienda, cómo conducía Diomedes el ejército de los helenos y todas las demás historias de la guerra contra Troya.
Ataelo insistió en beber vino sin aguar. Permaneció un rato callado junto a la crátera. Finalmente dijo:
—Mi griego es mejor. Así que no tengo miedo para hablaros. Todos vosotros, como un buen clan, me sacasteis de la ciudad, me disteis caballo. Me disteis honor. —Alzó su copa—. Demasiado hablar para brindar por cada uno. Brindo por todos. Akinje Craje. El clan del Caballo Volador: así os llaman los sakje. Buen nombre.
Bebió. Luego sumergió la copa y bebió otra vez, y otra más, y saludó a cada uno de ellos con vino sin aguar. Regresó a su sitio en el suelo sin un temblor, y se sentó con la misma gracia que todos los sakje. El último fue Kineas. Saludó con la mano a Filocles, que actuaba de maestro de ceremonias.
—Por todos los dioses, añade un poco de agua o no viviré para llegar al campamento.
Aguardó junto a la crátera. Se encontró con que tenía pintada una sonrisa tan firme que no podía borrarla ni siquiera para hablar. Se quedó callado, tan callado como lo habían estado Sitalkes o Ataelo. Luego alzó su copa con las puntas de los dedos y la inclinó para verter una libación.
—Los dioses honran a quienes se esfuerzan al máximo —dijo—. Dudo que ningún otro grupo de hombres haya trabajado más duro que vosotros durante los últimos seis meses. Pido a los dioses que lo tomen en cuenta. Vinimos aquí como extranjeros y nos han hecho ciudadanos. Llegamos como mercenarios. Ahora pienso que la mayoría de nosotros va a luchar por nuestra ciudad, como hacen los hombres de mérito. —Miró en derredor—. Igual que Ajax, os amo a cada uno de vosotros, e igual que Ataelo, os considero de mi propio clan. En cuanto a mí, juro por los dioses que haré cuanto esté en mi mano por traeros de vuelta sanos y salvos. Pero también digo esto: nos aguarda una dura campaña. —Volvió a mirarlos a todos—. Si caemos, hagámoslo de tal modo que algún poeta olbiano cante nuestra hazaña, tal como los espartanos cantan sobre Leónidas o tal como todos los helenos cantan al hijo de Peleo.
Todos le aclamaron, incluso el muy reservado Niceas. Bebió a su salud. Alzaron sus copas con un rugido.
Mucho más tarde, un Kineas muy borracho dio una palmada en el hombro a Filocles.
—Eres un buen hombre —le dijo. Filocles sonrió.
—No soporto que me lo digas tan a menudo.
—Me voy a la cama. Tendré la cabeza como un yunque cuan do amanezca.
Kineas se tambaleaba. Crax vomitaba cerca de la puerta principal del cuartel, como si estuviera al borde de la muerte.
Filocles se puso de pie trabajosamente.
—Me parece que te encontrarás con que amanece enseguida —dijo—. Da gusto verte tan contento.
Kineas se agarró al marco de la puerta.
—Estoy bastante contento, hermano. Mejor morir contento que…
Consiguió cerrar la boca a tiempo.
—¿Morir? —repitió Filocles. Parecía más sobrio—. ¿Quién ha dicho nada de morir?
Kineas quiso quitar hierro al asunto con un ademán.
—Nada. No tendría que haber dicho algo así. Se me suelta la lengua cuando me emborracho. Como una diarrea de palabras.
Filocles lo agarró y le hizo dar media vuelta. Apoyó su frente contra Kineas, y ambos recobraron el equilibrio. Puso una mano en el cogote de Kineas como un luchador para hacer una llave.
—Morir contento, has dicho. ¿De dónde has sacado eso?
—De ninguna parte. Sólo es una frase.
—Y una mierda —replicó Filocles con aspereza.
Kineas puso los ojos en blanco. Además, no recordaba por qué tenía que ocultarle todo aquello al espartano.
—Voy a morir —dijo—. En la batalla.
Filocles apretó su frente contra la de Kineas hasta hacerse daño.
—¿Quién lo dice?
—Sueño. Kam Baqca. Árbol.
Decirlo en voz alta hacía que pareciera una estupidez. Filocles lo apartó y se echó a reír.
—Por el miembro erecto de Ares. Pobre desdichado. Kam Baqca piensa que ella va a morir en esa batalla. Sólo está esparciendo su desgracia.
Kineas se encogió de hombros.
—Quizá. Sabe mucho.
—Desde luego que sí —asintió Filocles—. Anda. Huye. Sube a un barco. Vete a Esparta.
Kineas sacudió la cabeza. Los mitos de su juventud estaban llenos de hombres que huían del destino para morir absurdamente.
—La elección de Aquiles —dijo.
Filocles se enfadó y negó con la cabeza.
—Eres demasiado mayor para esa mierda. No eres Aquiles. Los dioses no te susurran al oído.
Kineas se sentó en una mesa. Había llegado a su cuarto. Se quitó las sandalias con los pies.
—Cama —dijo, y se desplomó en la suya.
Se quedó dormido sin que Filocles tuviera ocasión de replicar.
Kineas fue el último hombre de los hippeis que llegó al campamento del Gran Meandro. Fue enviando escuadrones, uno cada día, mientras seguía discutiendo con el hiparco de Pantecapaeum y escribía órdenes detalladas para los aliados de la ciudad.
Leuconte se llevó a la primera tropa de elite el día siguiente al festival. Estaban preparados, todavía en buena forma después de la visita a los sakje, y deseosos de partir. Kineas envió a Niceas con ellos para que los vigilara y se asegurara de que el campamento estuviera bien situado y bien montado.
El segundo día, cuando el escuadrón de Diodoro hubo cruzado las puertas de la ciudad, seis trirremes ligeros llegaron de su ciudad hermana, la primera señal concreta de que Pantecapaeum tenía intención de hacer honor a su promesa. Kineas bajó al puerto a verlos y a comentar la estrategia con su navarca, Demostrate, un hombre bajo y gordo con la nariz respingona y chata. A pesar de su aspecto, feo como Hefaesto, era un hombre alegre, incluso cómico, y sus barcos estaban en buen orden, desde el lustre de sus remeros, todos ellos ciudadanos, hasta las velas, pintadas con una Atenea sedente el doble de alta que un hombre, flotando sobre las naves de casco negro cual estandartes de la diosa.
Demostrate estuvo inmediatamente de acuerdo en dar caza a los trirremes macedonios.
—Tendrá más en cuanto pasemos la mitad del verano, ¡ya verás! —dijo el navarca—. Haré naufragar los que tiene ahora en cuanto les dé alcance.
—Que los dioses te acompañen —dijo Kineas—. La marea está subiendo. No quiero retenerte.
—Da gustó conocer a un general que conoce el mar. ¿Es ver dad que eres ciudadano? ¿Te quedarás? Te has convertido en un personaje bastante famoso en Pantecapaeum.
Kineas se encogió de hombros.
—Me parece que voy a quedarme —dijo.
—Celebró oír eso. Cuesta confiar en un mercenario, sin ánimo de ofender.
Kineas se encaramó a la regala y saltó a tierra.
—Envía un correo si entras en acción.
Demostrate saludó con la manó.
—Ya he jugado a este juego. Puedo tener otros tres cascos en al agua hacia medió verano; si los consigo, y ya he liquidado a esa escuadra, quizá vaya de crucero al Bósforo. —Le lanzó una mirada lasciva—. A mis muchachos les encantaría llevar a unos cuantos mercaderes.
Kineas se volvió hacia Nicomedes, que le había acompañado para hacer las presentaciones.
—Parece más un pirata que un mercader.
Nicomedes se rió.
—Es que era pirata. Pantecapaeum le nombró navarca para que abandonara sus rapacerías.
Kineas cayó en la cuenta de que se esperaba que estuviera al corriente, de que el gordo se había reído de ambos con su comentario sobre los mercenarios.
—Confío en que sea tan competente como aparenta.
Nicomedes asintió.
—Es el terror de los mares. Solía apoderarse de mis naves.
—¿Cómo lo detuviste? —preguntó Kineas.
Nicomedes hizo un mohín y guiñó el ojo.
—Sería indiscreto comentarlo —dijo. Entonces cambió de voz y se puso serió—. Mañana salgo con mi escuadrón. Quiero exponerte una preocupación, una verdadera preocupación. Ven a mi casa.
Kineas le siguió colina arriba desde el puerto. Nicomedes era un hombre importante, y caminar hasta su casa conllevó tener que aguantar un sinfín de solicitudes, factores, mendigos de distinta ralea y paradas; tardaron una hora de la que apenas disponía.
Una vez acomodado en una estancia llena de hermosos, aunque obscenos, mosaicos y mármoles, Kineas se recostó en un diván con una copa de vino excelente. Se armó de paciencia: Nicomedes no era sólo uno de sus oficiales sino, juntó con el arconte y tal vez Cleito, el hombre más poderoso de la ciudad. Segura mente era tan rico como cualquier hombre de Atenas.
—¿Qué te ronda la cabeza? —preguntó Kineas.
Nicomedes estaba admirando el trabajó de orfebrería de la espada de Kineas.
—¡Es espléndida! Me perdonarás si te digo que no esperaba envidiarte por la posesión de un objeto, aunque he oído decir maravillas acerca de la hoja. —Nicomedes se encogió de hombros y torció el gestó—. Las espadas no me emocionan mucho; me gusta que estén afiladas y que se acomoden a mi manó. Pero esta empuñadura… Es una obra de arte. ¿De Atenas?
Kineas negó con la cabeza.
—De un maestro ateniense que vive con los sakje.
—El estiló… Como una gran obra ateniense, pero todos estos animales extravagantes… ¡Y la Medusa! ¿O es Medea?
Kineas sonrió.
—Sospecho que es Medea.
—¿Medea? Mató a sus hijos, ¿no? —Nicomedes enarcó una ceja—. Este rostro…, me la imaginó matando a unos niños. Hermoso…, pero fiero. ¿Por qué Medea?
Kineas sacudió la cabeza.
—Es una broma con segundas, según creó. ¿Qué te ronda la cabeza? —preguntó otra vez.
Nicomedes siguió admirando la espada. Luego se irguió.
—Cleomenes ha reaparecido —dijo.
—¡Zeus, señor supremo! —exclamó Kineas—. ¿En Heraclea?
—Peor. En Tomis. Ha ido a ver a los macedonios. Me he enterado esta mañana. El arconte aún no debe de saberlo.
Kineas se frotó la mandíbula. Cle omenes, pese a la enemistad de su partido, conocía sus planes con todo detalle. Había asistido a todas las reuniones de los magnates de la ciudad; al fin y al cabo era un prohombre.
—Eso podría significar un duro golpe —dijo.
Nicomedes asintió.
—Respeto tu autoridad, pero estás enviando a todos los líderes de la asamblea fuera de la ciudad. No quedará nadie con huevos para enfrentarse al arconte…, ni a Cleomenes, si viene aquí. Y vendrá.
Kineas se rascó la barba e hizo una mueca. Suspiró profundamente y luego dijo:
—Llevas razón.
—Podría asesinar a alguno de los líderes que goza de popularidad y cerrar las puertas. —Nicomedes bebió vino—. El arconte se ha pasado cinco años mejorando las defensas; me fastidiaría tener que ocupar esta plaza.
Kineas negó con la cabeza.
—Lo tendremos en nuestras manos en tres días.