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Authors: Albert Espinosa

Tags: #Drama, Fantástico

Todo lo que podríamos haber sido tú y yo si no fuéramos tú y yo (3 page)

BOOK: Todo lo que podríamos haber sido tú y yo si no fuéramos tú y yo
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Vimos
Al este del Edén
,
Rebelde sin causa
y
Gigante
de un tirón. Toda su filmografía en una noche; fue fácil. Cuando acabó
Gigante
, sentí lo que mi madre había pronosticado: una estrella fulgurante inolvidable había cruzado mi vida.

No he sabido nunca si me parezco a James Dean o si el deseo de parecerme a él ha hecho que poco a poco me asemeje. Quizá es un sentimiento parecido al de los perros que están fascinados por sus dueños y acaban pareciéndose a ellos.

Yo siempre he defendido que Dean no era guapo sino mágico. Y que su magia se confundía con la belleza.

El chico joven de la maleta plateada sí que era bello; tenía el cabello de un color muy negro. Siempre me han gustado los cabellos de colores definidos. Otro detalle que yo no poseo: mi cabello es castaño apagado. La chica que me abrazó en Capri siempre decía que mi cabello era precioso, pero nunca supe si lo pensaba de verdad. Soy muy desconfiado respecto a los halagos que te dedican mientras estás abrazado en la cama.

—¿Podemos entrar? —preguntó el hombre joven de cabello negro sin ni tan siquiera presentarse.

—Claro, claro —respondí dos veces. Siempre que estoy nervioso repito palabras; me pasa desde pequeño.

El señor mayor holandés no dijo nada. Entraron.

Se quedaron parados tan sólo cruzar la puerta. Una cortesía que siempre me ha parecido extraña, sobre todo cuando sólo hay un camino posible desde el recibidor hasta el salón. La gente que lo hace me recuerda a ratones de laboratorio esperando que les indiques dónde está el queso. Decidí adelantarles y les llevé hasta el salón.

En la mesita todavía estaban los platos de la cena de la noche anterior. Yo aún hacía únicamente tres comidas. Irracionalmente pensé en subir la persiana, pero era de noche y aquello no solucionaría nada.

Iban a sentarse justo en medio del sofá cuando decidí que no me apetecía que se acomodaran en mi salón; no les conocía tanto. Algo me decía que no se lo permitiera.

—¿Mejor salimos a la terraza? —pregunté en un tono que sonaba a sugerencia obligada.

El viejo miró al joven y éste pareció estar de acuerdo. Fue entonces cuando me di cuenta de que el joven era el guardaespaldas del viejo.

Estoy seguro de que aceptaron, aparte de por medidas de seguridad, porque a ellos tampoco les apetecía estar sentados delante de los restos de la
lasagna
de un desconocido.

De nuevo esperaron cortésmente a que les indicara el camino; yo les mostré con amabilidad los dos pasos hasta la terraza. Eran ratoncitos muy dóciles.

He vivido en nueve pisos en mi vida. Nunca me molestó cambiar, tan sólo pedía que el siguiente tuviera una terraza más grande que el anterior. Para mí eso es el progreso: mayor terraza y mejores vistas. Desde mi terraza se veía la concurrida plaza Santa Ana, una de las plazas más hermosas en las que he vivido. No sé qué tiene pero la presencia del Teatro Español en uno de sus laterales consigue que la magia escénica se extienda por cada uno de los rincones de la plaza.

Aún entonces, cuando miraba esa plaza a las tres de la mañana, me sorprendía lo llena de vida que estaba. Todas las tiendas abiertas, los niños jugando en los columpios, las madres tomando un café junto con otras madres y un montón de gente disfrutando del rem. El rem era la nueva comida recién creada del día. Mucha gente comentaba que los rem eran la comida más importante del día. No sé, puede que sí; tal vez si todo lo ves bajo la perspectiva de pasar 24 horas despierto, el rem pueda llegar a ser el momento perfecto para nutrirse.

El reloj marcó las tres. Siempre he ido un minuto adelantado. Os lo he dicho, soy impaciente. A esa hora siempre se divisaba gente trajeada corriendo porque llegaba tarde al trabajo. A las tres y media de la mañana empezaba una de las jornadas laborales.

Esa plaza era un caos, pero qué mejor que recibir el medicamento en medio de esa locura. Justo la misma que me esperaría cuando lo tomase.

Creo que el hombre mayor no miró ni un segundo la plaza; depositó la maleta sobre la mesa blanca de jardín que había en medio de la terraza.

Justo en ese instante yo pensé en mi madre, en qué diría si supiera que, en cuanto ella murió, yo había decidido ponerme la inyección para dejar de dormir.

Pero necesitaba que el mundo fuera diferente, no volver a soñar con su pérdida y que los días ya no fuesen iguales a los que existían cuando ella estaba junto a mí.

Una lágrima cayó por mi mejilla. Los dos hombres pensaron que era por la emoción de recibir la medicación. Si hubieran sabido la verdad no creo que la hubieran comprendido.

Supongo que tenían madre, pero a simple vista no era evidente.

El hombre mayor introdujo su mano en el maletín. En pocos segundos vería cómo era la Cetamina, la medicación que desde hacía nueve meses había enloquecido a nuestro mundo.

Cuando la mano del anciano reapareció del interior de la maleta metálica sus dedos sujetaban dos pequeñas inyecciones de esas que no tienen aguja, de esas que te perforan sin saber ni tan siquiera cómo. Eran del tamaño de las antiguas tarjetas
USB
que mi tío solía tener sobre la mesa de su despacho. Él los llamaba lápices electrónicos.

Agradecí que no fueran inyecciones. Nunca me han gustado las inyecciones; me dan miedo. Mi madre siempre decía que eran oportunidades que nos da la vida para soplar, para pedir deseos, pero que te penetren la piel con una aguja nunca será agradable, por mucho que algunos pretendan darle una visión positiva.

El hombre mayor me tendió las dos extrañas cápsulas, pero cuando fui a cogerlas, él de repente no me las dio. Era como lo del pasillo pero a la inversa. Ahora era él quien conocía el camino, quien sabía los pasos y no me daría esa medicación sin las indicaciones pertinentes.

Daba la sensación de ser concienzudo. Ésos son los verdaderos enemigos de los impacientes. Yo deseaba inyectármela en vena y él seguramente deseaba darme todos los detalles. Me miró a los ojos bastante fijamente, tanto que yo no pude más que retirar la mirada.

—¿Sabes cómo funciona…? —preguntó estirando mucho cada una de las sílabas de esa frase.

Me gustaba la delicadeza y el tono de ese señor mayor. Era un poco más dulce que el del joven. Se notaba que deseaba empatizar conmigo. No sabía que hacía tiempo que yo ya no deseaba tener más amigos. Hacía años que mi cupo de conocer gente había sido superado con creces.

—Supongo que se inyecta y ya está, ¿no? —respondí.

—Sí… En teoría es así. Se inyecta y ya está. Pero en la práctica es un poco más complicado.

—¿Qué quiere decir?

—¿Nos sentamos? —pidió el anciano muy amablemente.

Supe al instante que no debía sentarme, que no debía escucharle, que tan sólo tenía que coger esa inyección y que cumpliera su función. Pero el tono del hombre me gustaba, me recordaba a un antiguo sacerdote que de pequeño solía hablarme de Cristo. Yo lo escuchaba embobado. Creí a ciegas todo lo que me explicó: dogmas, milagros y fe. Hasta que mi abuela estuvo al borde la muerte y recé tanto que desgasté padrenuestros, avemarías y credos. Mi abuela murió y descubrí que aquel cura me había enseñado unos embrujos que no servían de nada, absolutamente de nada.

Me senté al lado del hombre anciano. Él apartó de mi vista las inyecciones como deseando que me concentrase en su voz, en su momento. Parecía un mago de feria.

Hay tanta gente que sabe que tiene su momento y lo aprovecha…

Los pescaderos lo saben cuando les pides consejo sobre un pescado sin espinas. Hasta los dermatólogos cuando les enseñas con preocupación una peca oscura saben que es su momento. Incluso la señora de la limpieza, que viene los jueves y me regaña porque el polvo se acumula en zonas inaccesibles, es consciente de que debo escucharla.

—¿Cómo te llamas, chico?

Mientras el viejo intentaba conocerme mejor, el hombre joven encendió un cigarrillo y se giró a mirar la plaza desinteresándose por una conversación que seguramente había escuchado miles de veces.

—Marcos —contesté cortésmente.

—Marcos, sé que la publicidad del producto dice que si quieres dejar de dormir tan sólo debes inyectarte el contenido, y poco a poco notarás pequeños cambios que derivarán en poder vivir las 24 horas del día sin dormir.

—Sí, eso es lo que dice.

—Bien, pues debo advertirte que es cierto, pero también es… mentira —sentenció con una interesante pausa dramática.

En ese momento decidí que deseaba fumar. Le pedí un cigarrillo al chico joven. Hace años que los cigarrillos ya no son lo que eran. Mi tío, que era un gran fumador, los dejó cuando mi abuela murió de cáncer. Luego
los cigarrillos abandonaron a la gente
, se les extrajo toda la nicotina y ahora son como caramelos con humo.

Toda una generación los aborreció, pero la nuestra, la que todavía descubrió clásicos de Bogart por la televisión, a veces desea fumar para emular a nuestros héroes en blanco y negro.

Me cedió amablemente un cigarrillo y yo lo encendí muy lentamente. Era un momento único, era un instante clásico en blanco y negro.

—¿Qué quiere decir con eso? —Exhalé todo el humo que pude coincidiendo con el final de la pregunta.

—Que dejarás de dormir si lo tomas, que tu cuerpo se recuperará en movimiento. Pero es más importante que sepas lo que eso supondrá. Como todo en la vida, primero tu cabeza debe aceptar el cambio, ¿entiendes?

Nunca me ha gustado la demagogia ni esos «entiendes» condescendientes. No soporto que la gente sea condescendiente conmigo. Y menos él, con la profesión que tenía.

Él no lo sabía, pero me molestó en exceso que dudase de mis razones respecto a lo que estaba a punto de hacer, los cambios que implicaba y lo que significaría. Lo cierto es que me encabronó enormemente que todo su discurso fuera tan simple.

—¿Está preguntándome si sé lo que estoy a punto de hacer?

—Sí, más o menos. —Volvió a mirarme fijamente a los ojos.

—Lo sé, voy a dejar de dormir. Y lo deseo. ¿Eso es todo? —respondí sin un atisbo de simpatía.

Ahora era él quien me miraba despectivamente; de seguro que no le gustaban las prisas en su gran momento.

Él no soportaba la verdadera simplicidad y yo no soportaba la complejidad falsa.

—Eso es todo —afirmó—. Debemos asegurarnos de que el usuario entiende lo que va a hacer. ¿Tiene el dinero preparado?

El tono cambió cuando habló del tema económico. Dejó de ser dulce, se convirtió en áspero. Su mirada dejó de observarme atentamente; ahora, yo no le resultaba nada interesante.

Fui a buscar el sobre con el dinero. En efectivo. Siempre lo cobraban así, debido a que al principio la gente se ponía las inyecciones y seguidamente anulaba el cheque o la transacción y desaparecía. Y luego, aunque los encontrases, ¿cómo podías quitarles algo que ya habían ganado para siempre? Dejar de dormir es como la inmortalidad: si te la dan, ¿cómo te la arrebatan después?

Por ello cobraban en efectivo.

Yo tenía el dinero en casa desde el día anterior; lo saqué del banco tan sólo conocer la pérdida de mi madre. Fui al banco que había en el portal de mi mismo edificio; no salí ni a la calle.

Rozaban las once de la noche cuando retiré casi todos mis ahorros. Al llegar a casa no sabía dónde guardarlos; faltaban pocas horas para que me trajeran las inyecciones pero temía que alguien me robase mientras dormía.

Pasé tiempo pensando dónde esconderlo. No sé si os habéis encontrado alguna vez con el problema de esconder dinero en casa. Es complicado, porque piensas como la persona que lo esconde pero a la vez como el ladrón que lo busca.

Piensas que has encontrado un buen sitio para esconderlo, pero al instante piensas como un ladrón y te das cuenta de que sería el primer lugar en el que buscarías.

Calcetines, zapatos, fondos de armarios, recovecos, baldosas, el armario del baño… Todos parecen lugares brillantes, pero al instante se convierten en escondrijos demasiado evidentes.

Casi tardé dos horas en encontrar el sitio adecuado. Debía ser un lugar impensable tanto para el poseedor del dinero como para el ladrón. Y, además, debía ser fácil de recordar. Cuántas veces hemos escondido cosas de valor tan y tan bien que luego no las hemos encontrado.

Me acerqué a mi almohada, saqué la funda y allí estaba cosido el estrecho sobre blanco que contenía todo mi dinero. Qué ironía, la almohada tenía la llave para dejar de dormir.

Volví a la terraza. Los dos hombres no estaban hablando. Eso me hizo pensar que no se soportaban. Me imaginé una pelea entre ellos, por un asunto de dinero, por diferencia de caracteres y hasta por algo turbio relacionado con líos de faldas. Le tendí el dinero al mayor. Éste se lo pasó de inmediato al joven, que comenzó a contarlo.

Cuando acabó volvió a contarlo por segunda vez. Y luego una tercera.

Nadie habló durante esas tres comprobaciones, nadie miró a nadie, tan sólo el sonido de la plaza lo inundaba todo. El sonido de los que ya lo habían logrado. El dinero en movimiento chillón.

—Está correcto —dijo el joven como si el triple chequeo no hubiese existido.

El señor mayor me tendió las dos inyecciones. Yo las cogí y noté que su mano era fría. No me gustó, nunca me ha gustado la gente que no tiene calor en su cuerpo.

—Disfrútalo —dijo sin ningún tipo de entonación positiva, para que no creyese que sentía lo que me decía.

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