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Authors: Albert Espinosa

Tags: #Drama, Fantástico

Todo lo que podríamos haber sido tú y yo si no fuéramos tú y yo (4 page)

BOOK: Todo lo que podríamos haber sido tú y yo si no fuéramos tú y yo
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—Gracias. Espero que sepan encontrar la salida —contesté.

Lo sé, era muy maleducado no acompañarles pero no deseaba tener que deshacer el camino hasta la puerta, esperar que llegara el ascensor y volver a despedirme.

Ellos lo agradecieron; se marcharon. Seguro que tenían que despertar a mucha más gente para que dejase de dormir.

Me senté en la silla que el anciano había dejado fría y continué fumando, extrayendo con fuerza la falsa nicotina de mis pulmones limpios.

En mi puño izquierdo estaban las dos inyecciones; las apreté con fuerza.

Tenemos miedos. Todos tenemos miedos, aunque lo bueno de esta vida es que casi nadie nos pregunta cuáles son los nuestros.

Los intuyen, los huelen, se encuentran con ellos un día en un aeropuerto, en medio de una calle oscura, al subir a un autobús en una ciudad desconocida… Y de repente se dan cuenta de que somos miedosos al volar, a la oscuridad, a que nos roben o a amar y entregar en el sexo parte de nosotros.

Aquella noche, mientras apretaba las inyecciones, yo tenía un miedo atroz a perder… A perder mi sueño, a que me convirtiera en otro más que había dejado de dormir. En uno más de los de la plaza… Mi madre me dijo una vez: «Ser diferente depende tan sólo de cuántos estén en tu bando».

No sé si me habían afectado las palabras de aquel hombre anciano o si simplemente, como pasa tantas veces en la vida, cuando el momento se acerca es cuando te das cuenta de que quizá no lo deseas.

Bodas, inversiones, besos, sexo… En todos esos momentos puedes decidir dar marcha atrás por todo tipo de miedos.

Lo reconozco, no lo deseaba, no era algo que hubiera pensado que debería hacer.

Cuando la Cetamina llegó, mucha gente dijo que ellos no la tomarían jamás. Que había que ser imbécil para perderse dormir, la siesta y soñar.

A los pocos meses, eran tantos los que habían sucumbido que notabas que o te convertías o perdías parte de tu vida.

Hubo algunos que decidieron tomarla por celos. Sí, por celos. ¿Qué hacía tu pareja mientras tú dormías? ¿Con quién estaba, qué le pasaba, qué veía, qué sentía…? Aquello pudo con mucha gente, personas que no deseaban no estar en los momentos nocturnos, que parecían creados para que les pasaran las cosas más hermosas del planeta. La sensación de que tu pareja llegue, te despierte y te cuente algo increíble que ha ocurrido a las cinco de la mañana mientras tú todavía estás con sueño acumulado, con legañas en los ojos, era algo que pudo con muchas negativas a abandonar la vida nocturna que conocían.

Aunque yo continuaba deseando dormir cuando escuchaba esas razones. Al fin y al cabo, siempre he creído que el dormir es como viajar al futuro. Mucha gente cree que jamás viajaremos al futuro, pero yo creo que lo hacemos cada noche. Duermes y cuando despiertas han pasado cosas increíbles: se han firmado tratados, han cambiado los valores de la bolsa, hay gente que ha roto con su pareja o se ha enamorado en otras partes del planeta, donde la vida sigue…

Y todos esos grandes acontecimientos han pasado mientras dormías. En esos dos segundos donde realmente trascurren ocho horas o nueve o diez, dependiendo de lo que necesitas y lo que encuentras. Y es que dormir nunca es igual.

Siempre me ha parecido alucinante el suspiro del tiempo que es dormir si se practica bien.

Siempre he creído en el dormir y en el viajar al futuro, quizá por eso perder ese momento tan mío, esos vuelos nocturnos, me daba miedo.

Os cuento un secreto: a veces, si me duermo rápido sin darme cuenta de que caigo en el sueño, me despierto de repente, con miedo, con un miedo atroz; es como si mi organismo durmiera pero mi cerebro no lo hiciera. De repente se despiertan ambos de golpe y mis miedos más primarios hacen que me sienta como un niño pequeño y desvalido. Y es entonces cuando abrazo a quien tengo al lado y le daría todo mi amor y todo mi sexo a cambio de que me cuidara.

Con los años, me he dado cuenta de que es un miedo que puedo controlar si soy consciente de que tan sólo me he dormido y he despertado rápidamente. Es un miedo primario, un miedo instantáneo pero fácil de dominar si lo diagnosticas con rapidez. Pero lo curioso es que en realidad no deseo controlarlo, me gusta verme tan y tan débil.

Y ahí estaba, iba a hacer algo de lo que había renegado. Mucha gente ya no dormía pero yo aún creía que era importante.

Toda una filosofía que se había esfumado al saber que mi madre me había dejado.

Y sabía que cuando lo hiciera vendría de inmediato un aumento de trabajo, una hipoteca nueva. Y es que dicen que la vida cambia cuando no duermes. Que el horario laboral es otro, que el tiempo se vive de otra manera. No sé, supongo que es verdad. Aunque la gente miente tanto… Casi nadie se queja de un viaje que le ha costado mucho o de una entrada de un concierto que le ha costado un riñón. Lo que cuesta tiene un plus que hace que deba gustarnos o, de lo contrario, ocultar que nos desagrada. Nadie es tan tonto para putearse y encima pagar por lo que le putea.

Decidí que ya estaba bien de miedos; era hora de ponerme la medicación. Miré la plaza y me acerqué la inyección al brazo.

Pero justo cuando estaba a punto de sentir el líquido en mis venas, sucedió lo inesperado…

Sucedió. La vi. Estaba en medio de la abarrotada plaza Santa Ana. Justo en medio. Ni intentando buscar ese centro lo hubiera encontrado mejor.

Ella estaba esperando a alguien; su mirada buscaba y buscaba en cientos de direcciones. Sus ojos recorrían cuerpos, pieles, pasos… Estaba ansiosa, esperando que llegase su cita. Yo, desde mi séptimo piso, no podía dejar de mirarla.

Había algo en su espera, en la forma que esperaba, que me llamaba poderosamente la atención. No soy de enamorarme, ya os lo he dicho, nunca lo he hecho.

Creo poco en el amor y bastante en el sexo. Pero aquella chica tenía algo tan extraño en la forma de esperar, cómo colocaba las piernas, cómo se movía, cómo buscaba, que había despertado un sentimiento nuevo en mí. Quizá estaba siendo demasiado épico.

Allí, descalzo, a las tantas de la mañana, me sentía como un yonki con esa inyección extraña a un milímetro de perforar mi piel. Era como el efecto secundario de ese medicamento previo al éxtasis.

De repente, un acordeonista y un guitarrista empezaron a tocar una melodía de jazz. Un chico muy joven, que no llegaba a los quince, con el pelo muy engominado, comenzó a cantar canciones con un estilo tan
démodé
que parecía que todas sus cuerdas vocales fueran prolongaciones de agujas de gramófono.

Esa canción no tendría más valor si no fuera porque aquellas melodías jazzísticas eran las favoritas de mi madre; las ponía a todas horas cuando yo era pequeño.

He desayunado, comido y cenado con los grandes del mundo del jazz. Parker, Rollings y Ellington fueron la banda sonora de mi infancia. Mi madre siempre las cantaba en voz baja, susurrando las letras. Jamás cantaba a pleno pulmón… Ella creía en el susurro, en susurrar.

—En la vida hay poco espacio para los susurros —me decía—. Yo he recibido tres o seis minutos de susurros. Frases muy cortas de hombres en momentos muy puntuales: «Te amo… no te olvidaré… sigue… sigue…». Los susurros son tan potentes que deberían prohibirse en la cama. Allí todos mienten, absolutamente todos. Nunca susurres en la cama y menos cuando tengas sexo —me repitió con voz susurrante una vez en un taxi camino del aeropuerto de Pekín.

Sí, creo que es hora de que os lo cuente: mi madre hablaba de sexo. He tenido suerte en mi vida, desde los trece años me habló de ese tema que casi todos los padres desean que no aparezca jamás en una conversación.

Al principio me abrumé. Con trece años no deseas que tu madre te hable de nada y menos de sexo. Pero mi madre siempre fue muy liberal. Bueno, no me gusta la palabra liberal, y a ella tampoco. Ella se consideraba «libre».

Hablaba de ella y de mucha gente que admiraba como «personas libres». No sé si yo he conseguido ser libre.

Recuerdo que cuando yo tenía catorce años fuimos a un hotel que era un rascacielos. Nos alojamos en el piso 112; el primer rascacielos que pisé en mi vida. Me alucinó, era realmente como estar en el cielo. Fue una sensación extraña e intensa, aunque luego he pisado y vivido en tantos hoteles rascacielos que ese momento se diluyó y lo olvidé.

Por ello, alguna vez, cuando voy en avión y presiento que alguien vuela por primera vez no le quito el ojo de encima. Se nota que disfruta tanto: sentir el despegue, la rutina del vuelo a 11.000 metros y el pánico del aterrizaje. Intento que me inunde su pasión, sus miedos, su primera vez. Sí, lo reconozco, soy un poco vampiro de emociones primarias.

Pues aquel día, en aquel hotel de Nueva York, sólo había una habitación de matrimonio. Yo tenía casi quince años, por lo que no deseaba en absoluto compartir cama con mi madre, me daba mucha vergüenza. Así que se lo dije. Ella me miró como sólo ella sabía hacerlo. Tan sólo posaba sus ojos en mí durante diez segundos, torcía la boca y yo ya me sentía intimidado.

—¿No quieres dormir junto a mí? —Torció la boca y yo tragué saliva.

—Tengo casi quince años, mamá.

—Yo también tenía quince cuando tuve que dormir junto a ti por primera vez. Y también lo hice los siguientes nueve meses aunque me dabas ganas de vomitar y no parabas de darme patadas. Pero si lo prefieres, puedes dormir en la silla. Somos libres, personas libres y debemos decidir.

Aquello me dejó casi sin aliento. Puso uno de sus viejos discos de jazz y se fumó un cigarrillo.

No buscó en mí una reacción; no creía que hubiera que coaccionar ni convencer a la gente.

Me metí en la cama, junto a ella. Escuché la música y olí sus cigarros.

Siempre me hizo sentir un adolescente especial.

La canción que sonaba la primera noche que dormí con mi madre en aquel rascacielos era la misma que yo escuchaba aquella noche que iba a dejar de dormir en aquella terraza con vistas a Santa Ana.

El chico engominado la cantaba a un ritmo tan sincopado que fue como si sintiese la presencia de mi madre cerca de mí. Quizá era una señal, no sé, algo debía de ser.

Ella seguía esperando. Su rostro pasivo-activo me alucinaba.

Ella no se había percatado de mi presencia, no había sentido cómo mis ojos no se habían apartado de ella ni un solo instante.

Mi mirada, mi presencia, mi intermitente latido le eran extraños.

Y tal como se había situado en medio de la plaza, se fue, con pasos lentos.

Se dirigió al Teatro Español. No dejaba de mirar el cartel de
Muerte de un viajante
, la maravillosa obra de Arthur Miller que en aquellos momentos se representaba.

De repente, dejó de haber duda en sus pasos y fue directa a la entrada del teatro.

Y yo me monté la película. Ella esperaba a alguien, no llegaba, la obra estaba a punto de empezar y había tomado una decisión.

Si te dejan plantada a las tres de la mañana y deseas ver una obra de teatro, debes tomar una decisión. Creo que en ese instante, había podido más su orgullo que su tristeza.

Entró a toda prisa en el teatro. Me dio la sensación de que hasta escuché cómo el taquillero le cortaba la entrada y cómo el acomodador le susurraba: «Fila seis, butaca quince, acompáñeme».

Sentí cómo desaparecía de mi mundo y no supe qué hacer.

Me había encantado que entrase en el teatro. Mi madre decía que nadie debía romperte el ánimo. Nadie. Jamás.

Aunque la ausencia de aquella chica del Español me dolía. Era como si me faltara algo. Es horrible y tenebroso echar de menos algo que no has poseído.

El sonido del teléfono me devolvió a mi realidad. Supe que era grave por los largos timbrazos y la cadencia entre llamada y llamada. Siempre he creído que estos aparatos tienen una inteligencia y saben cuándo darán malas noticias, y por ello desean advertirnos con un tono propicio para que sepamos la que se nos avecina.

Lo cogí al sexto timbrazo.

Abandonar la terraza fue como dejar mi destino. El olor de madera de linóleo del suelo me devolvió a mi cotidianidad. La visión de mi salón me hizo olvidar por un instante el momento que había vivido allá fuera.

—¿Sí? —Me gusta ser muy escueto cuando cojo el teléfono.

—Debes venir inmediatamente, acaba de pasar algo increíble —dijo mi jefe en un tono irritable que denotaba una gravedad extrema.

—¿Qué ha ocurrido? —pregunté.

—¿No te has enterado?

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