Read Todos juntos y muertos Online
Authors: Charlaine Harris
—Entonces ven aquí y dime qué debo hacer —ordenó la Antigua Pitonisa, con un sarcasmo tan afilado que podría haber cortado un rollo de carne.
Necesitaría un par de semanas para recuperarme de la impresión que me había producido mi terrible sospecha, y sentí una convicción renovada por la cual definitivamente debería matar a Andre, y puede que a Eric también, por mucho que una parte de mi corazón llorara su pérdida.
Pero sólo tuve veinte segundos para procesarlo todo.
Cleo me propinó un severo pellizco.
—Capulla —dijo, furiosa—. Lo echarás todo a perder.
Me desplacé por mi fila hacia la izquierda, pisando a Gervaise en el proceso. No hice caso de su acerada mirada ni del pellizco de Cleo. Los dos no eran más que insectos en comparación con los poderes que podrían querer una parte de mí primero. Y Eric se puso detrás de mí. Tenía la espalda cubierta.
A medida que me acercaba a la plataforma, resultaba difícil establecer qué pensaba Sophie-Anne sobre el nuevo giro que estaba adoptando su inesperado juicio. Me concentré en Henrik y en su abogado.
—Henrik piensa que la reina ha ordenado su asesinato. Se lo ha dicho alguien para que testifique contra ella en su propia defensa —expliqué.
Ahora me encontraba detrás de los jueces, con Eric siempre a mi lado.
—¿La reina no ordenó mi muerte? —preguntó Henrik, con un hilo de esperanza dibujado en la cara, confuso y traicionado a la vez. Aquello era mucho decir en un vampiro, ya que las expresiones faciales no son su mejor forma de comunicación.
—No, no lo hizo. Su oferta de asilo era sincera. —Mantuve mis ojos clavados en los suyos, tratando de transmitir mi sinceridad a su mente. Para entonces, estaba prácticamente delante de él.
—Lo más probable es que también estés mintiendo. Después de todo, formas parte de su gente.
—¿Se me permite una palabra? —intervino la Antigua Pitonisa, con ácido sarcasmo.
Ay, el silencio era escalofriante.
—¿Eres una vidente? —preguntó, hablando con mucha lentitud para que pudiera comprenderla.
—No, señora, soy telépata. —A esa distancia, la Antigua Pitonisa parecía incluso más anciana, cosa que habría parecido imposible a primera vista.
—¿Puedes leer las mentes? ¿Las mentes de los vampiros?
—No, señora. Esas son las únicas que no puedo leer —dije con mucha firmeza—. Esto lo he extraído de la mente de su abogado.
El señor Maimonides no parecía muy contento con eso.
—¿Sabías todo esto? —le preguntó la Antigua Pitonisa al abogado.
—Sí—admitió—. Sabía que el señor Feith se sentía amenazado de muerte.
—¿Y sabías que la reina le había ofrecido un puesto a su servicio?
—Sí, eso me dijo —declaró, con un tono tan dubitativo que no hacía falta ser ninguna pitonisa para leer entre líneas.
—¿Y no creíste en la palabra de una reina vampírica?
Ahí iba una pregunta con trampa para Maimonides.
—Pensé que mi deber era proteger a mi cliente, Antigua Pitonisa —expresó, con la justa nota de humilde dignidad en la voz.
—Hmmm —dijo la Antigua Pitonisa, sonando tan escéptica como yo me sentía—. Sophie-Anne Leclerq, es tu turno para presentar tu versión de los hechos. Adelante.
—Lo que ha dicho Sookie es cierto —argumentó la reina—. Le ofrecí a Henrik un puesto y mi protección. Cuando llegue el turno de llamar a los testigos, venerable, verás que Sookie es la mía y que estuvo presente durante la pelea final entre la gente de Peter y los míos. A pesar de saber que Peter se casó conmigo albergando unos planes secretos, no le levanté una mano hasta que su gente atacó durante nuestro festín de celebración. Dadas las numerosas circunstancias, no escogió el mejor momento para atacarme, y como resultado, casi todos los suyos murieron y los míos sobrevivieron. De hecho, comenzó su ataque cuando había presentes seres que no eran de nuestra sangre. —Sophie-Anne se las arregló para parecer pasmada y consternada—. Me ha llevado todos estos meses acallar las habladurías.
Pensé que había conseguido sacar a todos los humanos y licántropos de allí antes de que se desatara la carnicería, pero al parecer me equivocaba.
Probablemente ya no podían decir esta boca es mía.
—En el tiempo que ha pasado desde esa noche, has sufrido muchas otras pérdidas —observó la Antigua Pitonisa. Parecía simpatizar con la reina.
Empecé a sentir que la balanza se decantaba hacia el lado de Sophie-Anne. ¿Habría influido el hecho de que Kentucky, que había cortejado a la reina, fuese el miembro del consejo que dirigía el proceso?
—Como dices, he soportado cuantiosas pérdidas, tanto personales como pecuniarias —convino Sophie-Anne—. Es la razón por la que necesito la herencia de mi marido, a la que tengo derecho por contrato matrimonial. El pensó que sería él quien heredaría el rico reino de Luisiana. Ahora, seré yo quien se alegre si puedo contar con el pobre reino de Arkansas.
Se produjo un prolongado silencio.
—¿Puedo llamar a nuestra testigo? —pidió Johan Glassport. Parecía muy dubitativo e inseguro para ser un abogado. Pero en ese tribunal, no resultaba difícil entender el porqué—. Ya está aquí, y presenció la muerte de Peter. —Me extendió la mano y tuve que subir a la plataforma. Sophie-Anne parecía relajada, pero Henrik Feith, a unos centímetros a mi izquierda, aferraba los brazos de la silla.
Otro silencio. El niveo pelo de la antigua vampira colgó hacia delante mientras ella bajaba la cabeza para contemplar su regazo. Luego levantó la cabeza y sus ojos ciegos se clavaron en Sophie-Anne.
—Arkansas es tuyo por ley, y ahora lo es por derecho. Te declaro inocente por la conspiración de asesinato de tu marido —dijo la Antigua Pitonisa, casi como si tal cosa.
Bueno… yupi. Estaba lo bastante cerca como para ver que los ojos de la reina se ensancharon de alivio y sorpresa y que Johan Glassport regalaba una disimulada sonrisa a su atril. Simon Maimonides miró a los cinco jueces para ver cómo se tomaban el pronunciamiento de la Antigua Pitonisa, y cuando ninguno de ellos elevó una palabra de protesta, se limitó a encogerse de hombros.
—Bien, Henrik —croó la anciana—. Tu bienestar está asegurado. ¿Quién te ha dicho esas mentiras?
Henrik no parecía muy tranquilo. Estaba aterrado. Se levantó y permaneció a mi lado.
Era más listo que nosotros. Un destello atravesó el aire.
La siguiente expresión que se cruzó en su cara era de profundo horror. Miró abajo y todos seguimos su mirada. Una pequeña vara de madera sobresalía de su pecho, y en cuanto sus ojos la identificaron, sus manos trataron de aferraría mientras empezaba a tambalearse. Un público humano habría estallado en un caos, pero los vampiros se echaron al suelo en un escrupuloso silencio. La única persona que se estremeció fue la Antigua Pitonisa, que empezó a preguntar qué había pasado y por qué todo el mundo estaba tan tenso. Las dos Britlingen cruzaron el escenario a la carrera para unirse a Kentucky y permanecieron delante de él, con las armas y las manos listas. Andre voló literalmente de su asiento para aterrizar delante de Sophie-Anne. Y Quinn hizo lo mismo para echarme al suelo, llevándose la segunda flecha, la que estaba destinada a asegurar el silencio de Henrik. Fue innecesaria. Henrik estaba muerto cuando tocó el suelo.
Batanya mató al asesino con una estrella arrojadiza. Estaba encarada hacia los asistentes cuando lo vio, después de que todos los demás se echaran prudentemente al suelo. El vampiro no lanzaba las flechas desde un arco, sino a mano, razón por la cual había pasado desapercibido desde el principio. Incluso con tanta gente alrededor, cualquiera que llevara un arco encima habría llamado algo la atención.
Sólo un vampiro podía lanzar una flecha con la mano y matar a alguien. Y puede que sólo una Britlingen fuera capaz de lanzar una estrella afilada y decapitar a un vampiro.
No era la primera vez que veía un vampiro decapitado, y no es tan aparatoso como pudiera pensarse; no tanto como con un humano. Pero tampoco es agradable. Al ver la cabeza desgajarse de los hombros, sentí unas náuseas y se me aflojaron las rodillas. Me arrodillé para comprobar cómo se sentía Quinn.
—Podría ser peor —dijo al instante—. No es para tanto. Me ha dado en el hombro, no en el corazón. —Le di la vuelta para tumbarlo de espaldas. Todos los vampiros de Luisiana habían saltado para formar un círculo alrededor de su reina, apenas un segando después que Andre.
Una vez seguros de que se había suprimido la amenaza, se agruparon cerca de nosotros.
Cleo se deshizo de su chaqueta de esmoquin y se arrancó un trozo de la manga de la camisa plisada. Lo dobló varias veces a tal velocidad que no pude ver cómo lo hacía.
—Toma esto —me exigió, poniéndome el tejido en la mano y colocándomela cerca de la herida—. Prepárate para apretar con fuerza. —No esperó a que asintiera—. Aguanta—le dijo a Quinn. Y puso sus fuertes manos sobre sus hombros para inmovilizarlo mientras Gervaise sacaba la flecha.
Quinn emitió un alarido, lo cual no era sorprendente. Los siguientes minutos fueron bastante angustiosos. Apreté el parche improvisado contra la herida, y mientras Cleo se ponía la chaqueta sobre el sujetador de encaje negro, le ordenó a Herve, su lacayo humano, que donara también su camisa. He de decir que se la arrancó en el acto. Resultaba bastante extraño ver un pecho desnudo y peludo entre tanta prenda refinada. Y lo que más me sorprendía era reparar en ese detalle, justo después de ver cómo decapitaban a un tipo.
Supe que Eric estaba a mi lado antes de que dijera nada, ya que me sentí menos aterrada. Se arrodilló a mi lado. Quinn se concentraba para no gritar, así que mantenía los ojos cerrados, como si estuviese inconsciente, mientras se producía una algarabía a mi alrededor. Pero Eric estaba cerca de mí, y me sentí… no tranquila del todo, pero tampoco nerviosa. Porque estaba allí.
Cómo odiaba eso.
—Se curará —dijo Eric. No parecía especialmente feliz ante tal expectativa, pero tampoco triste.
—Sí —respondí yo.
—Sí, ya lo sé. No lo vi venir.
—Oh, ¿te habrías lanzado tú delante de mí?
—No —dijo Eric llanamente—, porque habría podido darme en el corazón y me habría matado. Pero me habría lanzado para quitarte de la trayectoria de la flecha si hubiera habido tiempo.
No se me ocurrió nada que objetar.
—Sé que puedes llegar a odiarme por ahorrarte un mordisco de Andre —aseguró con tranquilidad—, pero te aseguro que soy el mal menor.
—Lo sé —contesté, mirándolo de soslayo, sintiendo las manos manchadas por la sangre de Quinn que se filtraba a través del parche—. No habría preferido morir antes que dejarme morder por Andre, pero por ahí andaba la cosa.
Se rió y los ojos de Quinn parpadearon.
—El hombre tigre está recuperando la consciencia —dijo Eric—. ¿Lo amas?
—Aún no lo sé.
—¿Me amabas?
Un equipo de camilleros hizo acto de presencia. Evidentemente, no eran técnicos sanitarios comunes. No habrían sido bienvenidos en el Pyramid of Gizeh. Se trataba de licántropos y cambiantes que trabajaban para los vampiros, y su líder, una joven que parecía un oso de la miel, prometió:
—Nos aseguraremos de que se recupere en un abrir y cerrar de ojos, señorita.
—Iré a verle más tarde.
—Cuidaremos de él —dijo—. Estará mejor entre nosotros. Es un privilegio atender a Quinn.
Quinn asintió.
—Estoy listo —indicó, apretando las palabras entre los dientes.
—Hasta luego —le dije, cogiéndole de la mano—. No hay nadie tan valiente como tú.
—Nena —me aconsejó, mordiéndose el labio por el dolor—, ten cuidado.
—No te preocupes por ella —terció un tipo negro con el pelo cortado a lo afro—. Tiene quien la cuide —dedicó a Eric una fría mirada. Éste me extendió una mano y la así para levantarme. Me dolían un poco las rodillas después de conocer el duro suelo del hotel.
Mientras lo metían en la camilla y lo levantaban, Quinn pareció perder la consciencia. Me dispuse a avanzar para acompañarle, pero el negro extendió el brazo. Los músculos estaban tan definidos que parecía ébano tallado.
—Hermana, tú te quedas aquí —dijo—. Nos encargamos nosotros.
Observé cómo se lo llevaban. Cuando lo perdí de vista, me miré el vestido. Sorprendentemente, estaba en perfecto estado. No estaba sucio ni ensangrentado, y las arrugas eran mínimas.
Eric esperaba.
—¿Que si te quise? —Sabía que no se rendiría, y no tenía problemas en esbozar una respuesta—. Es posible, de alguna manera. Pero en todo momento supe que aquel que estaba conmigo, quienquiera que fuese, no eras exactamente tú. Y supe que, tarde o temprano, recordarías quién eras y lo que eras.
—No pareces tener respuestas de sí o no acerca de los hombres —dijo.
—Tú tampoco pareces tener muy claro lo que sientes hacia mí —repliqué.
—Eres todo un misterio —observó—. ¿Quiénes eran tus padres? Oh, sí, ya sé, vas a contarme que murieron cuando aún eras una niña. Recuerdo esa historia. Pero no sé si es del todo cierta. Si lo es, ¿cuándo entró en la familia la sangre de hada? ¿Fue por parte de alguno de tus abuelos? Eso es lo que creo.
—¿Y a ti qué te importa?
—Sabes que me importa. Ahora estamos vinculados.
—¿Esto acabará desvaneciéndose? Lo hará, ¿verdad? No vamos a estar siempre así, ¿no?
—A mí me gusta estar así. Te acabará gustando a ti también —dijo, y parecía estar condenadamente seguro de ello.
—¿Quién era el vampiro que intentó matarnos? —pregunté, para cambiar de tema. Albergaba la esperanza de que se equivocara y, de todos modos, ya habíamos dicho todo lo que había que decir al respecto, hasta donde me incumbía a mí, al menos.
—Descubrámoslo —contestó, y me cogió de la mano. Lo seguí a rastras simplemente porque tenía curiosidad.
Batanya estaba de pie, junto al cuerpo del vampiro, que había empezado a sufrir la rápida desintegración de los de su especie. Había retirado su estrella arrojadiza y la estaba frotando contra su pantalón.
—Buen lanzamiento —dijo Eric—. ¿Quién era?
Se encogió de hombros.
—Ni idea. El tipo de las flechas, es todo lo que sé y todo lo que me importa.
—¿Estaba solo?
—Sí.
—¿Puedes decirme qué aspecto tenía?
—Estaba sentado cerca de él —comentó un vampiro muy bajo. Puede que midiera metro y medio, y estaba delgado. El pelo se le derramaba por la espalda. Si fuera a la cárcel, ese tipo tendría gente llamando a su celda cada media hora. Lo lamentarían, claro, pero para el ojo más inexperto parecía un objetivo fácil—. Era un poco tosco, y no estaba vestido para la ocasión. Pantalones holgados y una camisa a rayas… Bueno, ya se ve.