—Recibió mi mensaje —dijo al tenerle cerca.
—¿Que ocurre?
—Creo que estaríamos más cómodos dentro de mi coche —contestó Lindengood.
Tras un momento de silencio, Wallace se encogió de hombros y subió al coche por la puerta delantera derecha.
Lindengood rodeo el vehículo y se puso al volante con la precaución de no cerrar la puerta. Conservo la manguera de la bomba de aire en la mano, jugueteando con ella. Seguro que el otro no intentaba nada. No era el lugar indicado, ni el daba el tipo físicamente. De todos modos, en caso de necesidad el manómetro podía servir de porra. Lindengood se recordó por enésima vez que no seria necesario. Hecha la transacción, se iría sin dejar rastro. Wallace no sabía su dirección, y el no tenia ninguna intención de dársela.
—Ya le han pagado, y bien —dijo Wallace con su calma habitual—. Su parte del trabajo ha terminado.
—Ya lo se —contestó Lindengood, adoptando un tono de firmeza—, pero ahora que se un poco más de su… hummm… empresa, empiezo a pensar que me han pagado poco.
—Usted no sabe nada de ninguna empresa.
—Se que tiene muy poco de legal. Oiga, le recuerdo que fui yo quien les encontró a ustedes. Lo digo por si no se acuerda.
En vez de contestar, Wallace siguió mirando a Lindengood con una expresión neutral, casi placida. Fuera del coche, el compresor hizo una serie de ruidos para mantener la presión.
—Resulta que fui de los últimos que salieron de
Storm King
—explico Lindengood—, una semana después de que acabáramos nuestro pequeño negocio, y de que les pasara los últimos datos. De repente aquello se empezó a llenar de funcionarios y científicos, y me puse a pensar. Lo que pasaba era más gordo de lo que había podido imaginar. Conclusión: su interés por lo que yo les podía vender significaba que eran gente de recursos, con los bolsillos llenos.
—¿Adonde quiere llegar? —dijo Wallace.
Lindengood se humedeció los labios.
—Pues a que hay gente en el gobierno a quien le llamaría mucho la atención este interés por
Storm King.
—¿Nos esta amenazando? —preguntó Wallace.
Su tono se había vuelto aterciopelado.
—Es una palabra que no quiero usar. Digamos que intento equilibrar la balanza. Es evidente que mi sueldo se quedó muy corto. Al fin y al cabo, quien descubrió los datos y quien informo de la anomalía fui yo. .Que pasa, eso no cuenta? Encima les pase toda la información: las lecturas, los datos de triangulación, la telemetría de la sonda… Todo. De hecho soy el único que podía hacerlo. Soy quien vio los datos y los relaciono. No lo sabe nadie más.
—Nadie más —repitió Wallace.
—Sin mi no se habrían enterado del proyecto. Allí no tenían espías, supongo.
Wallace se quito las gafas y empezó a limpiárselas con la camiseta.
—¿Cuanto había pensado?
—Cincuenta mil.
—Y luego desaparecería, no?
Lindengood asintió.
—No oirán nada más de mí.
Wallace siguió limpiando las gafas, pensativo.
—Tardare unos días en reunir el dinero. Tendremos que vernos otra vez.
—¿Unos días? Perfecto —contestó Lindengood—. Podemos quedar aquí, en el mismo…
Con la velocidad de una serpiente al ataque, el puño derecho de Wallace salió despedido hacia el plexo solar de Lindengood con los nudillos del índice y el anular un poco adelantados. Lindengood sintió en sus entrañas un dolor que lo paralizaba; se inclino maquinalmente con las manos en la barriga, intentando respirar. Entonces la mano derecha de Wallace le cogió el pelo y tiró de el salvajemente para que se apoyara en el respaldo. Con los ojos desorbitados de dolor, Lindengood vio que Wallace (que ya se había desembarazado de las gafas) miraba hacia ambos lados para asegurarse de que no le viera nadie. A continuación, sin soltarle el pelo, se incorporo para cerrar la puerta del conductor. Cuando volvió a sentarse, Lindengood vio que tenía la manguera de la bomba de aire en la otra mano.
—Acaba de convertirse en un estorbo, amigo mío —dijo Wallace.
Finalmente, Lindengood recuperó la voz; pero justo cuando respiraba para gritar, Wallace le metió la manguera en la garganta.
Lindengood sintió una arcada y salto violentamente en el asiento, arrancándose el cabello de raíz. Wallace le cogió otro manojo de pelo, tiró de su victima hacia atrás y le embutió la manguera en la tráquea con un movimiento brutal.
La boca y la garganta de Lindengood se llenaron de sangre. Justo cuando soltaba una mezcla de grito y gárgara, Wallace apretó la palanca del compresor; salió un chorro de una fuerza tremenda. El pecho de Lindengood exploto con un dolor que nunca habría podido imaginar.
La voz que salía por el altavoz era un poco más aguda de lo normal, como si la persona del otro lado estuviera absorbiendo helio.
—En cinco minutos podrá cruzar la compuerta C, doctor Crane.
— Menos mal!
Peter Crane levantó las piernas del banco metálico donde había echado una cabezadita, se desperezo y miró su reloj. Eran las cuatro de la mañana. Sospecho, sin embargo, que si el Complejo se parecía en algo a un submarino los conceptos de día y noche no tenían mucho sentido.
Habían pasado seis horas desde que salió del batiscafo y penetro en el laberinto de compuertas herméticas que recibía el nombre de Sistema de Compresión. Desde entonces lo único que hacia era esperar con impaciencia a que terminase la peculiar fase de aclimatación del Complejo. Como médico tenía curiosidad. Ignoraba completamente en que podía consistir, o que tecnología utilizaban. Lo único que le había dicho Asher era que facilitaba el trabajo a gran profundidad. Quizá habían modificado la composición atmosférica, reduciendo la cantidad de nitrógeno y añadiendo algún gas exótico. En todo caso estaba claro que se trataba de un avance significativo, sin duda uno de los elementos secretos que explicaban el hermetismo de la misión.
Cada dos horas, una incorpórea voz de pito (siempre la misma) le daba instrucciones de pasar a otra sala. Todas las habitaciones eran idénticas: grandes cubos con aspecto de sauna y literas metálicas. La única diferencia era el color. La primera sala de compresión era de un gris militar, la segunda azul claro, y la tercera, sorprendentemente, roja.
Después de leer un pequeño dossier sobre la Atlántida que había encontrado en la primera sala, Crane se entretuvo dormitando y hojeando la gruesa antología poética que se había traído. También estuvo pensando. Dedico mucho tiempo a contemplar el techo metálico (y los kilómetros de agua que pesaban sobre su persona), y a meditar.
Se preguntó que cataclismo podía haber sumergido a esa profundidad la ciudad de la Atlántida, y que tipo de civilización albergaría. No podían ser griegos, fenicios o minoicos, ni ningún otro pueblo de los que gozaban del favor de los historiadores. El dossier dejaba claro que en el fondo nadie sabía nada sobre la civilización atlantidense. También explicaba que su situación exacta siempre había estado rodeada de misterio, incluso en las fuentes originales (aunque a Crane le sorprendía que estuviese tan al norte). El propio Platón no sabía prácticamente nada sobre sus pobladores y su cultura. Crane pensó que debía de ser una de las razones de que hubiera permanecido escondida durante tanto tiempo.
Las horas transcurrían lentamente. Sin embargo, su incredulidad no disminuía. Era como un milagro; no solo lo deprisa que ocurría todo, ni la sobrecogedora importancia del proyecto, sino que le hubieran elegido a el. Aunque no había insistido en aquel punto en su conversación con Asher, lo cierto era que seguía sin saber por que querían sus servicios y no los de otra persona, sobre todo cuando su especialidad no era la hematología ni la toxicología. ≪Su doble condición de médico y ex oficial le hace más adecuado que nadie para tratar la dolencia≫, había dicho Asher. Si, estaba versado en los trastornos asociados a entornos submarinos, pero de eso podían presumir muchos médicos.
Volvió a desperezarse con un encogimiento de hombros; pronto tendría la respuesta. De hecho no importaba demasiado. Si estaba allí era sencillamente por su buena estrella. Se preguntó que extraños y maravillosos restos arqueológicos habían desenterrado, y que antiguos secretos podían haber descubierto ya.
Un fuerte golpe metálico anuncio la apertura de la escotilla del fondo.
—Por favor, cruce la compuerta y entre en el pasillo del otro lado —dijo la voz.
Tras cumplir la petición, Crane se encontró en un cilindro poco iluminado de unos tres metros de longitud, con una compuerta cerrada al fondo. Espero. La primera compuerta se cerro con otro fuerte impacto, lo que provoco una corriente de aire tan violenta que a Crane se le destaparon dolorosamente los oídos. Después se abrió la compuerta del fondo y entro una luz amarilla. Una silueta recortada en el hueco le hizo un gesto de bienvenida con el brazo. Al pasar del conducto a la sala, Crane reconoció el rostro sonriente de Howard Asher.
— Doctor Crane! —El apretón de manos fue muy efusivo—. Bienvenido al Complejo.
—Gracias —contestó Crane—, aunque tengo la impresión de haber llegado hace bastante tiempo.
Asher se rio.
—Siempre decíamos que instalaríamos reproductores de DVD en las salas de compresión, para que se hiciera más llevadera la fase de aclimatación, pero ahora que ha bajado todo el personal ya no tendría sentido. La verdad es que no esperábamos visitas. Que le ha parecido la lectura?
—Increíble. De verdad que han descubierto…?
Asher esquivo la pregunta tocándose la nariz, guiñando un ojo y esbozando una sonrisa cómplice.
—La verdad es más increíble de lo que pueda imaginar. Pero en fin, cada cosa a su tiempo. Voy a mostrarle su habitación. Ha sido un largo viaje y estoy seguro de que le apetece descansar.
Crane dejó que Asher cogiera parte de su equipaje.
—Me gustaría saber algo más del proceso de aclimatación.
—Claro, claro… Por aquí, Peter. ¿Ya le he preguntado si puedo llamarle Peter?
Se adelanto con otra sonrisa.
Crane miró a su alrededor con curiosidad. Se hallaban en un vestíbulo cuadrado, con el techo bajo y ventanas tintadas en las paredes laterales. Detrás de una ventana había dos técnicos sentados frente a un tablero de mandos. Lo miraron, y uno de los dos le saludo.
Al fondo del vestíbulo empezaba un pasillo blanco por el que se penetraba en la última planta del Complejo. Asher ya estaba en el pasillo, con el equipaje al hombro, y Crane corrió para alcanzarlo. Era un pasillo estrecho (naturalmente), pero mucho menos agobiante de lo que esperaba. Otro detalle inesperado era la iluminación, cálida e incandescente, nada que ver con la crudeza de los fluorescentes de los submarinos. El ambiente, caluroso y con una agradable humedad, también fue una sorpresa. Flotaba un vago olor que no reconoció, algo metálico, como de cobre. Se preguntó si estaría relacionado con la tecnología atmosférica que usaba el Complejo.
Pasaron ante varias puertas cerradas, del mismo blanco que el pasillo. En algunas había nombres, y en otras títulos abreviados como INST. ELEC. o SUBEST. Un trabajador joven y vestido con un mono abrió una de las puertas justo cuando pasaban, saludo a Asher con la cabeza, miró a Crane con curiosidad y se alejó en la dirección opuesta. Al mirar por la puerta, Crane vio una habitación llena de servidores blade montados en bastidor y una pequeña selva de hardware en red.
Se dio cuenta de que el blanco de las paredes y las puertas no era pintura, sino un extraño compuesto que parecía adoptar el color de su entorno, en aquel caso la luz del pasillo. Vio su reflejo fantasmal en la puerta, junto a un extraño tono subyacente de color platino.
—¿De que material es todo esto? —preguntó.
—Una aleación recién creada, ligera, no reactiva y de una resistencia excepcional.
Al llegar a una bifurcación, Asher giro a la izquierda. Por su aspecto, Crane había supuesto que el director científico del National Ocean Service frisaba los setenta años, pero evidentemente tenía diez menos. Lo que al principio le habían parecido arrugas eran las huellas de toda una vida en el mar. Asher caminaba deprisa; llevaba el pesado equipaje de Crane como si fuera una pluma. De todos modos, aunque pareciese tan saludable iba con el brazo izquierdo pegado al cuerpo.
—Estas plantas, las más altas del Complejo, son un laberinto de despachos y dormitorios —dijo—. Al principio pueden desorientar. Si se pierde, consulte los esquemas que hay en las principales intersecciones.
Crane se moría de ganas de saber algo más sobre los aspectos médicos y la excavación en si, pero prefirió que fuera Asher quien iniciara los temas de conversación.
—Cuénteme como es el Complejo.
—Tiene doce plantas y exactamente ciento veinte metros de lado. La base esta incrustada en la matriz del fondo marino, y protegida con una cúpula de titanio.
—La cúpula la he visto mientras bajaba. ! Que obra de ingeniería!
—Ni que lo diga. Respecto a la cúpula, el Complejo en si, donde estamos, es como un guisante debajo de una concha; el espacio intermedio esta totalmente presurizado. Contando la cúpula y el propio casco del Complejo, son dos las capas de metal que nos separan del mar, pero no un metal cualquiera, por que la piel del Complejo es de HY250, un nuevo tipo de acero aeroespacial con una resistencia a la fractura próxima a los treinta mil newton-metros y un límite elástico del orden de trescientos ksi.
—Me he fijado en un tubo horizontal que penetra en la cúpula —dijo Crane—. .Para que sirve?
—Debe de referirse al radio de presión. En realidad hay dos, uno en cada lado del Complejo. Teniendo en cuenta la presión del agua a estas profundidades, la forma ideal seria una esfera perfecta. Pero como la cúpula solo es la mitad de una esfera ideal, los dos tubos, abiertos al mar, ayudan a compensar la presión. También sujetan el Complejo a la cúpula. Seguro que los cerebritos de la séptima planta podrían darle más detalles.
El segundo pasillo, donde estaban, se parecía al primero, con el techo lleno de cables y tuberías y un gran numero de puertas cerradas en las que colgaban letreros crípticos.
—También me he fijado en un objeto extraño, de unos diez metros de ancho, pegado al punto más alto de la cúpula.
—Es la capsula de salvamento, por si alguien saca el enchufe sin querer.
Asher lo dijo riendo, con una risa abierta y contagiosa.