«Éste es de los que se creen que todo el monte es orégano», pensó, respirando para no gritarle. Pero ella odiaba a las mujeres histéricas que solucionaban sus dudas y crisis a grito pelado. Era partidaria del diálogo, aunque, con Thomas, seguramente sería un ejercicio inútil. Explicarle sus dudas era, como poco, tener todas las papeletas para que le tocase aguantar un sermón despectivo. Muy alejado de lo que ella necesitaba en aquel momento. No quería que fuera su paño de lágrimas, pero sí un tipo comprensivo.
Él, ante su silencio, empezó a mosquearse, aunque tras mirarla de nuevo llegó a una más que evidente conclusión. ¿Cómo podía haberse preocupado, aunque fuera durante un minuto? ¿Estaba perdiendo el norte? ¿Perdiendo la capacidad de ser objetivo al catalogar a las personas?
—Supongo que una mujer como tú está más que habituada a estos imprevistos, ¿no?
«¿Una mujer como yo? ¿Una mujer como yo?» ¿Qué insinuaba ese cretino? En aquel instante, ella quiso darle un bofetón de esos bien sonoros y que dejan los cinco dedos marcados. ¿Cómo se atrevía?
Pero no contento con la insinuación añadió:
—Las mujeres como tú no van por ahí sin tener todos los frentes cubiertos. —Y, por si acaso la flecha envenenada erraba en el blanco, remató—: ¿Me equivoco?
«¡Será hijo de puta! ¡Sí, te equivocas, cabrón insensible!», pensó indignada. En aquel momento, aparte del bofetón, quería decirle cuatro cosas sobre todos sus ascendientes más directos.
Olivia se contuvo, más que nada porque, si le soltaba unas cuantas perlas, Thomas se daría cuenta de que su fachada de mujer experimentada se vendría abajo. Ella misma se había puesto la soga al cuello.
Para unas cosas era estupendo eso de ser la que tiene más experiencia, pero para otras era un asco.
Como la mejor defensa es un buen ataque, mantuvo su actitud desafiante. Ese tipo se iría a dormir con las orejas bien calientes.
—Mira, chaval, soy mayorcita para saber lo que hago y cómo lo hago —espetó armándose de valor. Luego, quizá, adivinaría de dónde lo había sacado. Pero es que con ese tipo hasta ella misma se sorprendía de lo que llegaba a hacer y decir.
—Vale —parecía aliviado.
—¿Contento?
—Hum, no. Si lo tienes todo controlado… ¿Por qué cojones utilizamos condones?
Ella no podía responder, o al menos no podía hacerlo con la verdad.
—¿No serás uno de esos retrógrados que piensa que los preservativos restan sensibilidad?
—No. Pero has de reconocer que es un coñazo.
—Pues te aguantas.
—Como quieras —aceptó dispuesto a salir del baño—. Aunque… ya que estamos aquí y puesto que tenemos unos cuantos de reserva… ¿Por qué no nos damos un revolcón para dormir mejor?
—Vete a tomar por… —se corrigió en el último instante, no quería que esto la sacara de sus casillas hasta ese punto—… Viento —dijo ella en voz baja—. Déjame ducharme tranquila.
Thomas pareció afectado por su respuesta, como si esperara otra diferente. A veces, los silencios eran más elocuentes que las largas disertaciones. Quería ver si ella abandonaba su muestra de chulería rural, si se desarmaba. Por raro que pareciera, echaba de menos a la Olivia que observaba en silencio mientras trasteaba en la cocina, y, por supuesto, a la que sudaba junto a él y le hacía perder el juicio.
Pero ella aguantó.
—Buenas noches —murmuró Thomas, y acto seguido quitó el cerrojo y la dejó a solas.
—¡Gilipollas…! —exclamó mirando la puerta del baño por la que ese… ese… imbécil acababa de salir.
Tardó unos instantes en recomponerse, Thomas tenía la capacidad de trastornarla, por desgracia, en más de un sentido. Trastornarla en el sentido bueno y en el malo, y eso es lo que empezaba a preocuparla. Ella no era así.
Mal asunto.
Abrió los grifos de la ducha y ajustó la temperatura. Entró en el agua, cogió su gel con olor a fresas y se enjabonó distraídamente mientras su cabeza hacía de calculadora. Días arriba, días abajo… Seguía sin tenerlo claro, ningún ciclo menstrual es una ciencia exacta y ella se había lanzado de cabeza al método empírico para comprobarlo.
Y, como se decía en el pueblo, los experimentos, con gaseosa.
Acabó la ducha, aunque la relajación que perseguía no fue posible. Demasiadas vueltas en círculo para no llegar a ningún lado.
Se desenredó el pelo con gestos mecánicos, mirándose en el espejo empañado, a excepción del círculo que había hecho con la mano, pero realmente no se veía a sí misma.
Con las prisas había olvidado llevarse unas bragas limpias y un camisón. Así que no quedaba más remedio que envolverse en una toalla y volver a su habitación.
Esperaba no tener que arrepentirse de su arrebato bucólico.
Una vez en su dormitorio, se dispuso a acostarse, pero a pesar de haberse dado una ducha y de tener todavía el pelo húmedo, su cuerpo acusaba el calor. Esperaba que remitiese pronto. Aquel año el refrán de «agosto, frío en el rostro», quedaba inservible.
Cogió el libro que tenía abandonado sobre la mesilla y se sentó junto a la ventana abierta. Con un poco de suerte, quizá entraría algo de aire fresco y la lectura la distraería.
Pero no hubo suerte, en ninguna de las dos cosas.
Tal vez debería poner en práctica el método de Escarlata O´Hara: «Ya lo pensaré mañana».
Thomas bajó a la cocina a primera hora de la mañana. Poco a poco había ido acostumbrándose a la rutina diaria: llevar a Olivia al trabajo, desayunar en su cafetería habitual, pasar la mañana conectado a Internet para ponerse al día de sus asuntos y trabajar un rato junto a su hermana.
Le venía bien, ya que estar sin hacer nada no era lo suyo.
La hostilidad inicial de Julia había ido pasando a una especie de status quo muy curioso: «Te soporto porque me convienes». Así que, por lo menos, no tenía que aguantar un enfrentamiento directo.
—A tu tía se le han pegado las sábanas —murmuró al servirse una taza de café.
—No lo creo, la he visto salir hace un buen rato —le desmintió rápidamente ella.
—¿Perdón?
—A ver si mejoramos la limpieza de las orejas… —se guaseó su hermana.
Discutir sobre su falta de higiene personal no era necesario, tenía claro que ése no era uno de sus defectos. Le interesaba más otra cosa.
—¿Cuánto hace que se ha marchado?
Como era de esperar, Julia no contestó inmediatamente. Se encogió de hombros y fingió meditarlo.
—Yo que sé… Diez, quince minutos. No me paso el día controlando el tiempo, ¿sabes?
—Hay que joderse…
—Para no caerse —Julia remató la frase, pero, por su cara, estaba claro que mucha gracia no le había hecho.
Thomas se sentó de nuevo. Ya no tenía remedio y ni muerto iba a salir en su búsqueda.
Siendo objetivo, era lógico que ella intentara distanciarse de alguna manera después de la conversación de la noche anterior en el cuarto de baño, pero esperaba que fuese un poco más… consecuente. Sí, ésa era la palabra, «consecuente».
No entendía el motivo de su comportamiento. Era como si estuviera molesta, no hacía falta ser ningún lumbreras para llegar a esa conclusión.
Así que adiós a su desayuno de cinco estrellas, se conformaría con la bollería industrial en forma de magdalenas y una mañana plagada de controversias sobre cómo debe hacerse un trabajo para el instituto.
A ocho kilómetros de distancia, en el centro de belleza, Olivia terminaba de peinar a una de sus clientas habituales. No estaba lo que se dice muy concentrada pero, por suerte, Martina y la clienta no lo advirtieron.
Cuando el salón se quedó vacío, Olivia aprovechó para escaparse y poder tomar un café.
No había terminado de pedir su consumición, cuando notó la presencia de alguien conocido tras ella.
—Por fin te encuentro.
Ella resopló. El que faltaba.
—¿Qué haces aquí?
—Intentar hablar contigo. Ayer por la tarde pasé ¡dos veces! por tu casa y allí no había ni Dios. ¿Dónde estabas?
«¡Este hombre es tonto de remate!», pensó ella mirándolo. ¿A santo de qué venía tal recriminación?
Como lo conocía y sabía que decirle abiertamente que ella no tenía por qué dar explicaciones supondría dar vueltas y más vueltas, prefirió la mentira piadosa.
—Me fui de paseo.
—Con el inglés, ¿no?
—Sola. —Era un riesgo aseverar tal cosa.
—Ya, ¿tú me estás tomando por idiota, o qué?
«Sí.»
—No, claro que no. —Le dio unos toques en el brazo.
—Pues no lo parece. Te vieron, ¿sabes?
—¿Perdón? Esto… ¿qué? —se corrigió automáticamente. Ya empezaba a hablar como ese otro imbécil.
—Ayer, te vieron en el coche del inglés, no ibas sola y ¡conducías tú!
—¡Vaya por Dios! —murmuró. Parecía más afectado por el último hecho que por otra cosa.
Juanjo frunció el ceño y, como la conversación iba para largo, se pidió un desayuno.
Ella lo observó mientras desenvolvía su sobao pasiego. ¿Y si volvía con él?
Al fin y al cabo, todo resultaría infinitamente más fácil. Incluso, si era lista, podría rentabilizar los cuernos, como hacían algunas.
Evitaría controvertidos diálogos, su ex era un hombre sencillo, aspiraba a sustituir a su padre algún día como alcalde y a crear una familia y poder vivir en el pueblo. Una situación un tanto tradicional que incluía a una esposa menos propensa a experimentos y, por supuesto, menos exigente, es decir, alguien como Celia. Ella se moría por un gran bodorrio y con poder dejar de trabajar una vez que fuera la «señora de».
Con Juanjo, probablemente, jamás tendría problemas financieros: era hijo único y con las tierras que cultivaba daba más que de sobra para vivir desahogadamente.
Visto desde la vertiente económica tenía las alubias garantizadas. Desde la vertiente emocional Juanjo era un hombre poco dado a las exageraciones y a los dramas, fácil de complacer y, si le había puesto los cuernos con Celia, era porque más o menos ella lo había empujado a ello.
Ya, pero por muy rentable que fuera, terminaría de nuevo en el callejón sin salida llamado aburrimiento.
No, de ninguna manera iba a volver con él.
La independencia tiene un precio, jornadas largas de trabajo y mal pagadas. Pero si algo tenía claro, era que para exigir hay que contribuir.
—Juanjo, acepta de una vez las cosas. Estás con Celia, ella está loca por ti, estáis hechos el uno para el otro. Se ve a la legua que hacéis una pareja estupenda. —Olivia pensó que con esta serie de topicazos, tan simples como absurdos, y que la mente masculina de su ex entendería a la primera, terminaría por rendirse y dejarla en paz.
—No estoy seguro.
Bien, está dudando, eso ya es un gran paso.
—Yo sí, lo sé al noventa y nueve por ciento. Acuérdate del instituto, siempre querías salir con ella. —Venga, venga… casi está.
—¿Y tú? ¿Qué pasa contigo?
—¿Conmigo?
—En el fondo me siento mal. Te quedarás sola. Porque estoy seguro de que ese inglés te la va a jugar.
«Qué mono, primero se preocupa por mí y luego siembra la duda. Muy al estilo de Celia.»
—No te preocupes por eso. Estaré bien, de verdad —dijo con voz suave, como si fuera una tonta resignada, como si él fuera el mejor hombre del mundo y ella, pobrecita, fuera a sufrir su abandono en silencio y soledad para que él lograra ser feliz.
—Deja que al menos te invite a desayunar.
Fingió una sonrisa de agradecimiento, él era el hombre, sabía proveer de alimentos a las mujeres. Decirle que no era una cosa muy parecida a herir su orgullo como representante masculino.
—Excelente… digo… ¡Vale! —Otra vez, otra jodida vez hablando como ese relamido.
Olivia desayunó rápidamente, no porque le apeteciera, sino porque los chismosos del pueblo pondrían la máquina del cotilleo en marcha si pasaba demasiado tiempo junto a su ex. Celia se acabaría enterando, seguramente a primera hora de la tarde, y no tenía ganas de enfrentarse a su cara de perros.
Cuando pensaba escapar, Juanjo volvió a la carga.
—Deberías echar a ese inglés de casa. Te va a causar problemas, lo presiento.
«Dime algo que no sepa.»
—Legalmente es el dueño del cincuenta por ciento, no puedo echarlo —argumentó con toda lógica.
—Pues entonces vete tú.
Olivia puso los ojos en blanco. No había manera, cuando se le metía una cosa entre ceja y ceja…
—Estoy bien, de verdad. Además, no puedo separar a mi sobrina de su única familia, su padre así lo deseaba —«Perdóname, Julia, por lo que acabo de decir.»
—Hum, pero…
—Eres un amor preocupándote por mí. —«Un poco de mierda sentimentaloide para salirme con la mía»—. Ahora sé que tengo un buen amigo para toda la vida. —Sonrisa humilde a juego para rematar la jugada.
—Eso no lo dudes. —Juanjo se inclinó para besarla.
Ella no supo si, por la fuerza de la costumbre o por un simple descuido, iba a besarla en los labios. No quería correr riesgos y giró la cabeza.
—Gracias por todo. Ahora tengo que volver, ya sabes cómo se pone Martina.
Salió escopeteada de la cafetería y volvió al salón de belleza donde, por lo visto, Celia ya había sido informada de su encuentro.
—Zorra avariciosa —siseó la ofendida en voz baja cuando la ofensora pasó a su lado para ponerse la bata de trabajo.
—Envidia cochina —respondió en el mismo tono. Estaba claro que luego, es decir, en cinco minutos, llamaría a Juanjo y le contaría todo.
—No me extraña que la gente diga que eres ligera de cascos.
«Uy, lo que ha dicho…»
Olivia quería reírse en su cara, por ser rematadamente cursi e infantil. Pero creyó más conveniente evitar que su ex volviera a replantearse si Celia le convenía o no.
—Escucha un momento y deja de jugar a la novia celosa. Juanjo te quiere, siempre te ha querido, salió conmigo porque tú no le hacías caso y ha esperado una oportunidad para estar contigo. En cuanto pudo me engañó, así que no la jodas montándole numeritos. Dedícate a planear una boda con él y olvídate de mí.
La ofendida la miró, no estaba del todo convencida, pero las palabras de Olivia inflaban el ego y la autoestima de cualquiera. Si lo pensaba en frío, todo lo que había dicho era cierto…
Olivia se fue al almacén a por más cartuchos de cera, ya que en diez minutos tenía una cita con otra de las habituales.
Esperaba que el tema quedase zanjado y no tener que volver a soltar jamás discursitos tan cursis. Dos en un día sobrepasaban su aguante.