Tumbuctú (11 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

BOOK: Tumbuctú
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Afortunadamente, el tráfico le había obligado a dar un rodeo y fue a parar al lado norte del jardín. Desde aquella posición, se encontró mirando a la espalda de la estatua, a la parte que mostraba la grupa del caballo y los pinchos de las espuelas del soldado, y como la mayoría de las palomas estaban congregadas en torno a la parte delantera, Míster Bones dispuso de algo de tiempo para recobrar el aliento y pensar en el paso siguiente. Nunca había ido detrás de los pájaros, pero había visto cómo lo hacían otros perros, aprendiendo de ellos lo suficiente para hacerse una idea bastante acertada de lo que no debía hacer. No había que lanzarse por las buenas y confiar en la suerte, por ejemplo, y tampoco había que hacer mucho ruido, ni correr por fuerte que fuese la tentación. Al fin y al cabo, no se pretendía asustar a las palomas. El objetivo era llevarse una a la boca, y en cuanto echase a correr todas remontarían el vuelo y desaparecerían. Ése era otro dato que había que recordar, díjose para sus adentros. Las palomas podían volar, y los perros no. Las palomas quizá fuesen más tontas que los perros, pero eso era porque Dios les había dado alas en vez de cerebro, y para ser más rápido que las alas el perro tenía que buscar en su memoria y recurrir a todos los trucos que la vida le hubiese enseñado.

Lo más apropiado era el sigilo. Un ataque por sorpresa a la retaguardia de las líneas enemigas. Míster Bones se acercó al lado izquierdo del pedestal y lanzó una mirada furtiva por la esquina. Unas dieciocho o veinte palomas seguían allí, desfilando al sol de un lado para otro. Se agazapó, concentrándose en la paloma más cercana mientras pegaba el vientre al suelo y empezaba a arrastrarse, avanzando tan lenta y subrepticiamente como podía. En cuanto quedó a la vista, tres o cuatro gorriones se elevaron del pavimento y se colocaron en la cabeza del soldado, pero las palomas no se dieron cuenta de su presencia. Siguieron con sus cosas, arrullándose y pavoneándose con aquellos aires suyos tan ridículos, y al avanzar hacia la víctima elegida observó que era un espécimen rellenito y espléndido, una presa de primera categoría. Se lanzaría a su cuello, cayendo sobre ella por detrás con las mandíbulas abiertas, y si saltaba en el momento justo, la paloma no tendría la menor posibilidad. Todo era cuestión de paciencia, de saber cuándo atacar. Se detuvo, no queriendo despertar sospechas, tratando de fundirse en el ambiente, de parecer tan quieto e inanimado como el caballo de piedra. Sólo necesitaba acercarse un poco más, acortar la distancia en treinta o sesenta centímetros antes de pasar rápidamente a la acción para la acometida final. Apenas respiraba entonces, casi no movía un músculo, y sin embargo un poco a su derecha, en la parte exterior de la bandada, media docena de palomas aletearon de pronto y levantaron el vuelo, remontándose sobre la estatua como una escuadrilla de helicópteros. Casi parecía imposible. Lo había hecho todo según las normas, sin desviarse una sola vez del plan que había trazado, pero le habían descubierto y si no actuaba con rapidez la operación acabaría en fracaso. La pequeña presa que tenía delante se alejó de él con una serie de pasos rápidos y firmes, poniéndose enseguida fuera de su alcance. Otra paloma echó a volar, luego otra y después otra más. Se estaba armando la Dios es Cristo, y a Míster Bones, que hasta entonces había hecho gala del más estricto y admirable dominio de sí mismo, no se le ocurrió nada mejor que incorporarse de un salto y abalanzarse sobre su víctima. Fue un movimiento desesperado e irreflexivo, pero casi dio resultado. Justo cuando abría las mandíbulas sintió que un ala se agitaba contra su hocico, pero eso fue todo lo que consiguió. Su almuerzo se esfumó en el aire, escapando junto con todos los demás pájaros del jardín, y hete ahí que Míster Bones se quedó solo de repente, galopando de acá para allá en un frenesí de frustración, dando brincos en el aire y ladrando, rugiendo contra todo, aullando de rabia, derrotado, y mucho después de que el último pájaro hubo desaparecido en torno a la aguja de la iglesia del otro lado de la avenida, siguió ladrando: contra sí mismo, contra el mundo, contra nada en particular.

Dos horas más tarde descubrió un cucurucho de helado que se derretía en la acera cerca del Museo Marítimo (vainilla
y
fresa, con la suave y dulce bola espolvoreada de chocolate), y luego, menos de quince minutos después, se encontró con los restos de un envoltorio de pollo frito Kentucky que habían dejado en un banco público: un envase rojo y blanco de comida para llevar, que contenía tres muslos parcialmente consumidos, dos alas sin tocar, una galleta y un mazacote de puré de patatas empapado de una salsa parda y salada. La comida le ayudó a recobrar cierta confianza, pero bastante menos de lo que hubiera cabido esperar. El descalabro del monumento le había afectado mucho, y durante horas el recuerdo del ataque frustrado siguió clavado en su conciencia como un cuchillo. Se había deshonrado, y aunque trataba de no pensar demasiado en lo ocurrido, no podía escapar a la sensación de que era un verdadero fracaso, un viejo acabado.

Pasó la noche en un solar, encogido de miedo bajo una profusión de matorrales y estrellas diminutas, apenas capaz de mantener los ojos cerrados durante cinco minutos seguidos. Si el día había sido malo, la noche fue aún peor, pues era la primera que pasaba solo, y la ausencia de Willy era tan fuerte, tan palpable en el aire que le rodeaba, que Míster Bones apenas hizo otra cosa que yacer inmóvil en su sitio y añorar la cercanía del cuerpo de su amo. Cuando al fin logró caer en algo parecido al verdadero sueño, casi había amanecido y tres cuartos de hora después los primeros rayos del sol naciente le obligaron a abrir los ojos de nuevo. Se puso en pie y se sacudió, y en ese momento una tremenda pesadez se apoderó de sus miembros. Era como si todo se hubiera vuelto oscuro, como si se produjera un eclipse en su alma, y aunque nunca llegó a descubrir exactamente cómo lo supo, estaba seguro de que había llegado la hora de que Willy abandonase este mundo. Era tal como había vaticinado el sueño. Su amo estaba a punto de morir, y dentro de un minuto la hermana Margaret entraría en la habitación y le pondría el espejo delante de los labios, y luego la señora Swanson se llevaría las manos a la cara y rompería a llorar.

Cuando llegó el momento fatal, se le doblaron las patas y cayó al suelo. Fue como si el aire mismo lo aplanara, y durante unos minutos quedó tendido entre tapones de botellas y latas de cerveza vacías, incapaz de moverse. Tenía la impresión de que se iba a desintegrar, de que se le iban a escapar los fluidos vitales, y cuando se quedara seco del todo se convertiría en un montón de rígidos huesos, en un pedazo de algo que fue perro pudriéndose bajo el sol de Maryland. Luego, de forma tan inesperada como se había presentado, la pesadez empezó a desaparecer y sintió que la vida renacía en su interior. Pero ahora Míster Bones quería morirse, y en vez de levantarse y alejarse del lugar donde había sentido la muerte de Willy, se echó de espaldas y extendió las patas, poniendo al descubierto la garganta, el vientre y los genitales. En esa posición era sumamente vulnerable a cualquier ataque. Despatarrado con la inocencia de un cachorro, esperaba que Dios lo fulminara con la muerte, plenamente dispuesto a ofrecerse en sacrificio ahora que su amo había desaparecido. Pasaron unos minutos más. Míster Bones cerró los ojos, preparándose para el golpe deslumbrante y extático que vendría del cielo, pero Dios no le prestó atención —o no lo encontró-y poco a poco, a medida que el sol iba disolviendo las nubes, Míster Bones comprendió que no estaba destinado a morir aquella mañana. Se dio la vuelta y se puso en pie. Luego, alzando la cabeza hacia el cielo, se llenó de aire los pulmones y emitió un largo y potente aullido.

Hacia las diez se encontró con una pandilla de seis chicos de doce años. Al principio pareció un golpe de suerte, y durante un par de horas le trataron a cuerpo de rey. Le dieron de comer galletas saladas, bocadillos de salchichas y cortezas de pizza, y Míster Bones correspondió a su generosidad haciendo lo posible por tenerlos entretenidos. Nunca había tenido mucho que ver con niños, pero a lo largo de los años había visto lo suficiente para saber que eran imprevisibles. Tenía la sensación de que aquellos chicos formaban un grupo especialmente bullanguero y alborotador. No hacían más que insultarse, fanfarronear e intercambiar observaciones jactanciosas, y al cabo del rato de estar con ellos observó que encontraban un placer poco común en darse puñetazos unos a otros y en sacudirse golpes subrepticios en la cabeza. Acabaron en un parque y durante una hora o así jugaron al fútbol, dándose unos encontronazos tan vehementes que Míster Bones empezó a alarmarse pensando que alguno podría resultar herido. Era el final de las vacaciones de verano. Pronto volverían a empezar las clases y los chicos estaban irritables y aburridos, deseosos de armar jaleo. Cuando se acabó el partido, se acercaron al borde de un estanque y empezaron a tirar piedras para hacerlas saltar sobre la superficie del agua. Eso degeneró rápidamente en una polémica sobre quién había arrancado más saltos a su piedra, lo que a su vez condujo a varias discusiones acaloradas. Míster Bones, que despreciaba toda forma de conflicto, decidió romper la creciente hostilidad del ambiente tirándose de cabeza al agua y trayendo una de las piedras. Nunca había tenido mucho interés en recobrar objetos. Willy siempre había rechazado ese juego por considerarlo indigno de la inteligencia de su amigo, pero Míster Bones conocía la impresión que se llevaba la gente cuando los perros corrían alegremente de vuelta hacia sus amos con palos y pelotas entre los dientes, así que actuó en contra de sus propios instintos y se arrojó al agua. La zambullida causó una gran conmoción en el estanque, e incluso cuando se sumergió bajo el agua y atrapó hábilmente entre las mandíbulas una piedra que se hundía, oyó a uno de los chicos que le insultaba por haber provocado aquella interferencia. Había estropeado el juego, aseguraba el chico, y el agua tardaría cinco minutos en quedarse lo bastante quieta para empezar de nuevo. Puede que sí, pensó Míster Bones mientras nadaba hacia la orilla, pero imagínate la sorpresa que se llevará cuando le suelte esta estúpida piedrecita a los pies. No todos los perros son capaces de hacer un numerito como éste. Sin embargo, cuando llegó frente al enfurecido muchacho y soltó la piedra, fue recibido con una patada en las costillas.

—Perro tonto —dijo el chico—. ¿Para qué nos has alborotado el agua?

Míster Bones soltó un aullido de dolor y sorpresa, e inmediatamente estalló otra discusión entre los chicos. Algunos condenaban la patada, otros la aplaudían, y poco después dos de ellos rodaban por el suelo enzarzados en una pelea, recreando la antiquísima pugna de la fuerza contra la razón. Míster Bones se apartó unos metros, poniéndose a cubierto, se sacudió el agua del pelaje y luego se quedó esperando a que le llamara alguno de los chicos más amables. Pese a toda su buena voluntad por enterrar el hacha de guerra, nadie se dignó mirarlo siquiera. La pelea continuó y cuando al fin acabó, uno de los chicos lo vio, cogió una piedra y se la tiró. No le acertó por un metro o así, pero Míster Bones ya había visto suficiente para comprender el mensaje. Se dio la vuelta y echó a correr, y aunque un par de chicos le gritaron que volviese, no dejó de correr hasta que llegó al otro extremo del parque.

Pasó una hora enfurruñado bajo un zarzal. No es que la patada le hubiera hecho mucho daño, pero le había bajado la moral, y estaba decepcionado consigo mismo por haber interpretado tan mal la situación. Tenía que aprender a ser más precavido, se dijo, a ser menos confiado, a creer lo peor de la gente hasta que demostrara sus buenas intenciones. Era una lección muy triste que asimilar en etapa tan tardía de la vida, pensó, pero si quería afrontar las dificultades que le esperaban en lo sucesivo, tendría que endurecerse y seguir el plan de estudios. Lo que necesitaba era establecer ciertos principios generales, sólidas normas de conducta a las que pudiera recurrir en momentos críticos. Basándose en su experiencia reciente, no fue difícil encontrar el primer punto de la lista. Nada de chavales. Nada de personas con menos de dieciséis años, especialmente chicos. Carecían de compasión, y, desprovisto de esa virtud, un ser de dos patas no era mejor que un perro rabioso.

Justo cuando se disponía a salir de debajo del matorral para proseguir su camino, se encontró con una blanca zapatilla de deporte a unos cincuenta centímetros del hocico. Se parecía tanto a la que había aterrizado poco tiempo atrás en su costado, que a Míster Bones casi se le atragantó la saliva en la garganta. ¿Había vuelto el sinvergüenza para continuar la faena? El perro retrocedió, adentrándose aún más en la maraña de arbustos, enganchándose el pelo entre las zarzas. En qué situación tan deprimente se encontraba, pensó, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Tenía que seguir oculto, con la tripa pegada al suelo y una docena de espinas clavadas en el lomo, esperando que aquel bravucón se cansara de estar allí plantado y se marchara.

Pero Míster Bones no iba a tener esa suerte aquel día. El rufián se mantuvo firme, negándose a abandonar, y en vez de irse a hacer diabluras a otro sitio del parque, se puso en cuclillas frente al matorral y separó unas ramas para echar una mirada al interior. Míster Bones gruñó, dispuesto a abalanzarse sobre aquel matón si era necesario.

—No tengas miedo —dijo el chico—. No voy a hacerte daño.

Y un cuerno que no, pensó Míster Bones, y como seguía teniendo demasiado miedo para bajar la guardia, no se dio cuenta de que la amable voz que se oía entre las ramas no era un truco, sino la voz de un chico distinto.

—He visto lo que te han hecho —prosiguió el chico nuevo—. Son unos capullos, esos tíos. Los conozco del colegio. Ralph Hernández y Pete Bondy. Al que anda con unos asquerosos como ésos siempre termina pasándole algo malo.

Quien hablaba había asomado la cabeza lo suficiente como para que Míster Bones viese claramente sus facciones, y por fin comprendió que no se encontraba ante su torturador. El rostro pertenecía a un chino de unos diez u once años, y en aquel primer instante indeleble Míster Bones consideró que era uno de los rostros humanos más encantadores que había tenido el placer de contemplar jamás. Bueno, ya estaba bien de principios generales y de normas de conducta. Aquel niño no pretendía hacerle daño, y si Míster Bones se equivocaba en eso, entonces devolvería su placa de perro y pasaría el resto de su vida convertido en puerco espín.

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