La mosca no llegó a ver el momento en que la llave cambiaba de manos. Quizá ocurriese en un instante de breve distracción, pero también pudo ser que a Willy se le olvidara mencionarlo. Entonces no pareció importante. Una vez que Bea Swanson entró en la habitación, hubo tantas otras cosas en que pensar, tantas palabras que entender y sentimientos que asimilar, que apenas recordaba su propio nombre, y mucho menos el frustrado plan de Willy para salvaguardar su archivo literario.
Se le había puesto el pelo blanco y había engordado quince kilos, pero la mosca supo quién era en cuanto la vio. Físicamente hablando, no había nada que la distinguiera entre un millón de mujeres de su edad. Vestida con unos pantalones cortos azules y amarillos, una holgada blusa blanca y sandalias de cuero, parecía haber dejado de pensar en su atuendo mucho tiempo atrás. Con los años, sus brazos y piernas se habían hecho aún más rollizos, y al ver los hoyuelos en sus rechonchas rodillas, las varicosas venas que le sobresalían en las pantorrillas y la carne flaccida de sus antebrazos, fácilmente se la podría haber confundido con una de esas jubiladas que juegan al golf, una persona con nada mejor que hacer que recorrer los hoyos en un cochecito eléctrico y preocuparse por si conseguía meter la pelota a tiempo para el desayuno especial. Pero aquella mujer no tenía la piel bronceada, sino pálida, y en vez de gafas de sol llevaba unos prácticos lentes de montura metálica. Además, al mirar a través de los vidrios de aquellas gafas de farmacia, se descubrían unos ojos del más sorprendente azul. Y, nada más verlos, uno se sentía atrapado en ellos. Atraían su calor y viveza, su inteligencia y atención, la hondura de sus silencios escandinavos. Aquellos eran los ojos de los que Willy se había enamorado de muchacho, y ahora la mosca comprendía a qué había venido tanto alboroto. No había que fijarse en el pelo corto ni en las piernas gordas ni en la ropa ordinaria. La señora Swanson no era una de esas maestras chapadas a la antigua. Era la diosa de la sabiduría, y cuando uno se enamoraba de ella, la amaba hasta la muerte.
Tampoco era en absoluto la incauta que Míster Bones se había imaginado. Tras escuchar una y otra vez los comentarios de Willy sobre la amabilidad y la generosidad de la señora Swanson durante todo el camino a Baltimore, se la había imaginado como una sentimental de buen corazón, una de esas mujeres veleidosas propensas a grandes y súbitos entusiasmos, que perdían los nervios y rompían a llorar a la menor provocación y se dedicaban a arreglar a la gente en el momento en que se levantaban de la silla. La verdadera señora Swanson era todo menos eso. Es decir, la señora Swanson de su sueño era todo menos eso. Cuando se acercó a la cama de Willy y vio el rostro de su antiguo alumno por primera vez desde hacía casi treinta años, la mosca se asombró de la dureza y la claridad de su reacción.
—¡Por Dios Santo, William! —exclamó—. Pues sí que lo has estropeado todo, ¿no?
—Me temo que sí —repuso Willy—. Soy lo que podría llamarse un desastre de talla mundial, el rey de los capullos.
—Por lo menos has tenido el buen sentido de ponerte en contacto conmigo —observó la señora Swanson, sentándose en la silla que le ofrecía la hermana Mary Theresa y cogiendo la mano a Willy—. Quizá no sea el mejor momento, pero más vale tarde que nunca, ¿eh?
Los ojos de Willy se llenaron de lágrimas, y por una vez en la vida fue incapaz de hablar.
—Siempre has estado en situación crítica, William —prosiguió la señora Swanson—, así que no puedo decir que esté muy sorprendida. Estoy segura de que has hecho lo que has podido. Pero estamos hablando de sustancias altamente inflamables, ¿verdad? Si se anda por ahí con una carga de nitroglicerina en el cerebro, antes o después se acabará chocando con algo. En el fondo, es asombroso que no hayas saltado en pedazos hace mucho.
—He venido andando desde Nueva York —contestó Willy, sin que viniera a cuento—. Demasiados kilómetros con muy poca gasolina en el depósito. Eso casi acaba conmigo. Pero ahora que estoy aquí, me alegro de haber venido.
—Debes estar cansado.
—Me siento como un calcetín viejo. Pero al menos ya me puedo morir tranquilo.
—No hables así. Van a curarte, te van a dejar mejor que antes. Ya verás, William. En un par de semanas estarás como nuevo.
—Claro. Y el año que viene me presentaré a presidente.
—No puedes. Ya tienes trabajo.
—En realidad, no. Últimamente estoy sin empleo. La verdad es que soy inempleable.
—¿Y qué pasa con lo de Santa Claus?
—Ah, sí. Eso.
—No te habrás despedido, ¿verdad? Cuando me escribiste aquella carta, parecía un contrato para toda la vida.
—Sigo estando en nómina. Ya llevo más de veinte años en plantilla.
—Debe ser un trabajo duro.
—Sí que lo es. Pero no me quejo. Nadie me ha obligado a hacerlo. Firmé por mi propia voluntad, y nunca me he arrepentido. Aunque eran jornadas interminables, y en todo ese tiempo no he tenido un solo día libre, pero ¿qué quiere que haga? No es fácil hacer buenas obras. No da beneficios. Y cuando una cosa no da dinero, la gente no suele entenderlo. Piensa que te traes algo entre manos, aunque no sea cierto.
—¿Sigues teniendo el tatuaje? Lo mencionaste en una carta, pero no lo he visto nunca.
—Claro que sí, ahí sigue. Échele un vistazo, si quiere.
La señora Swanson se inclinó hacia adelante en la silla, alzó la manga derecha del camisón hospitalario de Willy y allí lo encontró.
—Muy bonito —comentó—. Eso es lo que yo llamo un verdadero Santa Claus.
—Cincuenta dólares —precisó Willy—. Y lo vale hasta el último centavo.
Así es como empezó la conversación. Prosiguió durante toda la noche hasta poco después de amanecer, interrumpida por alguna que otra visita de las enfermeras, que iban a cambiarle el suero, tomarle la temperatura y vaciar la cuña. A veces le flaqueaban las fuerzas y de pronto se quedaba dormido a mitad de una frase durante diez o doce minutos seguidos, pero siempre se despertaba, saliendo de la más profunda inconsciencia para reunirse de nuevo con la señora Swanson. Si ella no hubiera estado allí, comprendió la mosca, seguro que Willy no habría aguantado tanto, pero estaba tan contento de volver a verla que siguió haciendo esfuerzos, en la medida en que aún era capaz de hacerlos. Pero no luchaba contra lo que se avecinaba, e incluso cuando enumeró las cosas que no había hecho en la vida —no sabía conducir, nunca había ido en avión ni visitado un país extranjero, no había aprendido a silbar—, no era tanto para lamentarse como para manifestar una especie de indiferencia, para tratar de demostrar a la señora Swanson que todo aquello carecía de importancia.
—Morir no es nada del otro mundo —afirmó, y con eso quería decir que estaba dispuesto, que le daba las gracias por haberse ocupado de que no pasara sus últimas horas entre desconocidos.
Como cabía esperar, sus últimas palabras fueron para Míster Bones. Willy había vuelto al tema del futuro de su perro, que ya había mencionado en varias ocasiones, y recalcaba a la señora Swanson la importancia de que buscara por toda la ciudad hasta dar con él, de que hiciera todo lo posible para encontrarle un nuevo hogar.
—La he fastidiado —sentenció—. He defraudado a mi perrito.
Y la señora Swanson, alarmada al ver lo débil que se había puesto de pronto, trató de consolarle con unas palabras sin sentido.
—No te apures, Willy, no pasa nada, eso no tiene importancia.
Y Willy, incorporándose con un último esfuerzo, logró alzar la cabeza y decir:
—Sí que la tiene. Es muy importante.
Y entonces, de golpe, se le acabó la vida.
La hermana Margaret, la enfermera de servicio a aquella hora, se acercó a la cama y le tomó el pulso. Como no se lo encontró, sacó un espejito del bolsillo y lo puso frente a la boca de Willy. Unos momentos después, volvió el espejo del revés y lo miró, pero lo único que vio fue su propia cara. Luego volvió a guardarse el espejo en el bolsillo, alargó la mano derecha y cerró los ojos a Willy.
—Ha sido una muerte bonita —dijo.
Por toda respuesta, la señora Swanson se llevó las manos a la cara y rompió a llorar.
Míster Bones la miró con ojos de mosca, escuchando cómo sus sollozos llenaban la sala, y se preguntó si alguna vez habría existido un sueño más raro y desconcertante que aquél. Luego parpadeó y ya no estaba en el hospital, ya no era una mosca, sino el mismo perro de antes que se encontraba de nuevo en la esquina de la calle Amity Norte, viendo cómo la ambulancia se perdía en la distancia. El sueño había concluido, pero él seguía soñando, lo que significaba que había tenido un sueño dentro del sueño, una ensoñación parentética sobre moscas y hospitales y señoras Swanson, y ahora que su amo estaba muerto, él había retrocedido al primer sueño. Eso es lo que imaginaba, en cualquier caso, pero en cuanto le vino aquella idea parpadeó otra vez y se despertó, y allí estaba de nuevo, acampado frente a Polonia con el yacente Willy, que acaba de despertarse, y tan ofuscado se quedó Míster Bones durante unos instantes que no estaba seguro de si volvía a estar en el mundo real o acababa de despertarse en otro sueño.
Pero eso no fue todo. Incluso después de olfatear el aire, restregar el hocico contra la pierna de Willy y confirmar que se trataba de su auténtica vida real, aún hubo que descifrar otros misterios. Willy se aclaró la garganta, y cuando Míster Bones esperó el inevitable ataque de tos, recordó que su amo no había tosido en el sueño, que por una vez su amigo se había salvado de aquel martirio. Ahora, inexplicablemente, volvió a suceder. Su amo carraspeó y acto seguido empezó a hablar otra vez. Al principio, Míster Bones quitó importancia al asunto, considerándolo una afortunada coincidencia, pero cuando Willy siguió hablando, pasando impetuosamente de una a otra parcela de sus pensamientos, el perro no pudo dejar de observar la semejanza entre las palabras que estaba escuchando y las que acababa de oír en el sueño. No es que fuesen exactamente las mismas —al menos no creía que lo fuesen—, pero se parecían mucho,
eran muy parecidas.
Uno por uno, Willy mencionó todos y cada uno de los temas que habían surgido en el sueño, y cuando Míster Bones comprendió que seguían exactamente el mismo orden de antes, sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal. Primero,
Mamá-san
y los chistes frustrados. Luego, el catálogo de aventuras sexuales. Después, las diatribas y las disculpas, el poema, las batallas literarias, todo el rollo. Cuando llegó a la historia de su compañero de cuarto sobre el perro que sabía escribir a máquina, Míster Bones se preguntó si se estaba volviendo loco. ¿Había vuelto a soñar lo mismo, o es que el sueño era simplemente una versión previa de lo que estaba pasando ahora? Parpadeó, esperando despertarse. Volvió a pestañear, y tampoco ocurrió nada. No podía despertarse porque ya estaba despierto. Aquello era la auténtica vida real, y como la vida sólo se vive una vez, supo que ahora habían llegado verdaderamente al final. Comprendió que las palabras que salían de labios de su amo eran las últimas que pronunciaría Willy.
—Yo no estaba presente —decía el bardo—, pero tengo confianza en quien lo vio. En todos los años que fuimos amigos, nunca vi que se inventara historias. No tiene mucha imaginación y quizá sea ése uno de sus problemas, como escritor, quiero decir, pero como amigo te cuenta siempre la verdad porque es muy burro. Bonita expresión, aunque no sé por qué la empleo. Sólo sé de un burro que contaba historias, en el cine. Donald O'Connor, el ejército, tres o cuatro pelis tontas que me tragué de pequeño. Aunque ahora que me acuerdo, era una mula. Una mula en el cine y un caballo en la tele. ¿Cómo se llamaba aquel programa?
Míster Ed.
Joder, ya estoy otra vez. Que no me libro de esas paridas. Míster Ed, Míster Moto, Míster Ma-goo, aún siguen ahí, toditos y cada uno de ellos. Míster Alamierda. Pero estoy hablando de perros, ¿no? De perros, no de caballos. Y tampoco de perros que hablan. No me refiero a los de esas historias en las que un tío entra en un bar y se apuesta los ahorros de toda la vida a que su perro es capaz de hablar y nadie le cree, y entonces el perro no llega ni a abrir la boca y cuando luego su amo le pregunta por qué, el perro dice que porque no se le había ocurrido nada que decir. No, no al perro parlante de esos chistes tontos, sino al perro que escribía a máquina y que mi amigo vio en Italia cuando tenía diecisiete años. Eso es, Italia. El meollo de la cuestión, Italia, tierra de la chispa y la gracia, otro país donde nunca he estado.
»Su tía se había ido a vivir allí unos años antes, no se sabe por qué, y él fue a pasar dos semanas con ella. Eso es un hecho, y lo que da verosimilitud al asunto es que el perro no era el tema central de la historia. Yo estaba leyendo un libro.
La montaña mágica
se titulaba, escrito por un tal Thomas Mann, al que no debe confundirse con Thom McAn, zapatero de renombre entre las masas. No llegué a terminar la puñetera novela, dicho sea de paso, era muy aburrida, pero como me habían dicho que Herr Mann era un fenómeno, un personaje destacado en la galería de escritores famosos, pensé que debía echarle una mirada. Así que estaba leyendo ese tomo descomunal en la cocina, tomando un tazón de cereales, cuando Paul, mi compañero, entra en el cuarto, lee el título y dice: "Ésa nunca la he acabado. La he empezado cuatro veces y nunca paso de la página doscientas setenta y cuatro. " "Bueno", le digo, "ya voy por la página doscientas setenta y dos. Así que casi la he terminado", y entonces me cuenta, parado en la puerta y fumando un cigarrillo, que una vez había visto a la viuda •de Thomas Mann. Sin jactancia, sólo exponiendo un hecho. Así fue como me contó la historia de cuando fue a Italia a visitar a su tía, que resultó ser amiga de una de las hijas de Mann. Tuvo un montón de hijos, el viejo Tom, y aquella chica acabó casándose con un italiano de mucha pasta y viviendo en una bonita casa en la montaña, a las afueras de una ciudad pequeña, sabe Dios cuál. Un día invitaron a Paul y a su tía a comer en aquella casa, y allí estaba la madre de la anfitriona, la viuda de Thomas Mann, una anciana de pelo blanco sentada en una mecedora con la mirada perdida. Paul le estrechó la mano, dijeron cosas sin importancia y luego se sentaron todos a la mesa. Bla, bla, bla, páseme la sal, por favor. Y justo cuando estaba convencido de que no iba a ocurrir nada, de que ésa iba a ser toda la historia, Paul se entera de que la hija de Mann es algo así como psicóloga de animales. ¿Y qué es una psicóloga de animales?, te preguntarás. Pues sabes tanto como yo, Míster Bones. Después de comer, lleva a Paul al piso de arriba y le presenta a un setter inglés llamado Ollie, un perro sin ninguna inteligencia especial, por lo que alcanzó a ver, y le enseña una enorme máquina de escribir manual, que debía de ser la máquina más grande de la historia de la creación. Tiene una serie de teclas de forma cóncava, especialmente concebidas para que quepa el hocico del perro. Luego la psicóloga coge una lata de galletas, ordena a Ollie que se siente a la máquina y demuestra a Paul lo que un perro es capaz de hacer.