La señora Gurevitch no se puso muy contenta, pero Willy no cedió y se salió con la suya. Así que el joven Míster Bones fue apartado de su madre y cinco hermanos en el Refugio para Animales North Shore y trasladado a la Avenida Glenwood de Brooklyn. Para ser francos, no guardaba muchos recuerdos de aquellos primeros días. Entonces el idioma bípedo era aún territorio virgen para él, y con las locuciones extrañamente desfiguradas de la señora Gurevitch y la tendencia de Willy a hablar con voces diferentes (de pronto Gabby Hayes, al poco rato Louis Armstrong; Groucho Marx por la mañana, Maurice Chevalier por la noche), tardó varios meses en cogerle el tranquillo. Entretanto, vinieron los tormentos de la época de cachorro: la lucha por controlar la vejiga y el vientre, los periódicos en el suelo de la cocina, los guantazos en el hocico cada vez que se le escapaba el pis. Aquella vieja era una verdadera cascarrabias, y de no haber sido por las amables manos y las tranquilizadoras palabras de cariño de Willy, la vida en aquel piso habría sido un infierno. Luego vino el invierno, y con todo el hielo y las pegajosas bolitas de sal que había en la calle, se pasaba dentro el noventa y ocho por ciento del tiempo, sentado a los pies de Willy mientras el poeta ponía a punto su última obra maestra, o explorando los rincones y recovecos de su nuevo hogar. El piso se componía de cuatro habitaciones y media, y cuando llegó la primavera Míster Bones conocía los muebles de arriba abajo, todas las manchas de las alfombras y hasta la última grieta del linóleo. Reconocía el olor de las zapatillas de la señora Gurevitch y el de los calzoncillos de Willy. Apreciaba la diferencia entre el timbre de la puerta y el del teléfono, distinguía el tintineo de las llaves del ruido de pastillas en un tubo de plástico, y no tardó mucho en tutearse con las cucarachas que vivían en el armario de debajo de la pila. Era una cantinela aburrida y limitada, pero ¿cómo iba a saber eso Míster Bones? No era más que un cachorro corto de entendederas, un pánfilo con patas de trapo que corría detrás de su propio rabo y mascaba su propia mierda, y como aquélla era la única vida que conocía, ¿quién era él para juzgar si tenía poco o mucho de esa gracia que hace que merezca la pena vivirla?
¡Qué sorpresa le esperaba al cachorrillo! Cuando por fin dejó de hacer frío y las flores desplegaron sus capullos, descubrió que Willy era algo más que un chupatintas casero y un artista profesional agilipollado. Su amo era un hombre de corazón perruno. Un caminante, un aventurero sin pulir, un bípedo único en su género que improvisaba las normas a medida que avanzaba. Sencillamente se levantaron una mañana de mediados de abril, se lanzaron a lo desconocido, y no volvieron a verle el pelo a Brooklyn hasta la víspera de Halloween. ¿Podía un perro pedir más? Míster Bones era la criatura más afortunada sobre la faz de la tierra.
Estaban las hibernaciones, por supuesto, los regresos al hogar familiar, y con ellos los inevitables inconvenientes de la vida bajo techo: los largos meses de radiadores de vapor sibilante, el infernal estruendo de aspiradoras y licuadoras, el tedio de la comida enlatada. Pero una vez que cogió el ritmo, Míster Bones tuvo pocos motivos de queja. Al fin y al cabo en la calle hacía frío, y en el apartamento estaba Willy, ¿cómo iba a ser mala la vida si su amo y él estaban juntos? Hasta la señora Gurevitch pareció finalmente aceptar las cosas. Una vez resuelto el asunto de su educación, observó una evidente suavización en su actitud hacia él, y aunque siguió gruñendo porque soltaba pelos por sus dominios, comprendió que no lo hacía con mala idea. A veces incluso le dejaba sentarse con ella en el sofá del cuarto de estar, acariciándole la cabeza con una mano mientras hojeaba una revista con la otra, y en más de una ocasión llegó a confiarse a él, desahogándose de las diversas preocupaciones que le daba su díscolo e inconsciente hijo. Cuánto dolor le causaba, y qué lástima que un muchacho tan excelente estuviese tan mal de la cabeza. Pero tener medio hijo era mejor que no tener ninguno,
farshtaist?, y
¿qué podía hacer ella sino seguir queriéndolo con la esperanza de que al final todo fuese para bien? No permitirían enterrarlo en un cementerio judío —de ningún modo, con aquella tontería en el brazo—, y sólo saber que no descansaría en paz junto a su padre y su madre le causaba otra pena, otra preocupación que la atormentaba, pero la vida era para los vivos, ¿no?, ya Dios gracias los dos gozaban de buena salud —toca madera— o al menos no estaban enfermos, pensándolo bien, lo que ya era una bendición del cielo, algo por lo que estar agradecido, porque eso no se encontraba en las tiendas, ¿verdad?, no lo anunciaban por televisión. Ni en color ni en blanco y negro, daba igual el aparato que se tuviera. La vida no se compraba, y cuando uno se hallase a las puertas de la muerte, ni con todo el oro del mundo se libraría de cruzarlas.
Tal como descubrió Míster Bones, las diferencias entre la señora Gurevitch y su hijo eran mucho menores de lo que había supuesto al principio. Cierto era que discrepaban a menudo, y también que sus olores no tenían nada en común —uno todo suciedad y sudor masculino, otro una mezcla de jabón de lilas, crema facial Ponds y pasta dentífrica de menta—, pero a la hora de hablar, aquella
Mamá-san
de sesenta y ocho años sabía defenderse contra quien fuese, y cuando se lanzaba a uno de sus interminables monólogos, uno comprendía enseguida por qué su vástago se había convertido en tal campeón de la cotorrería. Sus temas de conversación podrían ser diferentes, pero su estilo era esencialmente el mismo: titubeos, series de asociaciones libres a cada paso, numerosos apartes y observaciones entre paréntesis, y todo un repertorio de efectos extraverbales que iba desde chasquidos de la lengua, pasando por risitas de satisfacción hasta profundos jadeos glóticos. De Willy, Míster Bones aprendió sentido del humor, ironía y abundancia metafórica. De
Mamá-san,
recibió importantes enseñanzas sobre la significación de estar vivo. Le enseñó cosas de la ansiedad y la
tsuris,
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de llevar el peso del mundo sobre los hombros y —lo más importante— de lo beneficioso que resultaba un buen llanto de vez en cuando.
Mientras caminaba penosamente junto a su amo aquel sombrío domingo por Baltimore, a Míster Bones le pareció raro pensar ahora en esas cosas. ¿Por qué acordarse de la señora Gurevitch?, se preguntó. ¿Por qué evocar el tedio de los inviernos de Brooklyn cuando existían tantos recuerdos más plenos y optimistas que considerar? Alburquerque, por ejemplo, y su feliz estancia de hacía dos años en aquella fábrica de camas abandonada. O Greta, la voluptuosa perrita con la que se revolcó diez noches consecutivas en un maizal de la Iowa City. O aquella tarde de chifladura en Berkeley de cuatro veranos antes, cuando Willy vendió ochenta y seis ejemplares fotocopiados de un solo poema en la Avenida Telegraph a un dólar cada uno. Le habría venido estupendamente revivir ahora alguno de aquellos acontecimientos, estar de vuelta en alguna parte con su amo antes de que apareciese la tos —retroceder un año, sólo nueve o diez meses—, sí, quizá hasta andar por ahí con aquella tía regordeta con la que Willy se había arrejuntado una temporada —Wanda, Wendy, comoquiera que se llamase—, la chica de Denver que vivía en la parte de atrás de su ranchera y disfrutaba dándole huevos duros. Menuda cachonda, aquella tía, un indecente saco de grasa y alcohol, siempre tronchándose de risa, siempre haciéndole cosquillas en la parte más sensible del vientre y luego, cuando su rosada picha perruna surgía de la vaina (no es que a Míster Bones le molestara, claro está), se reía todavía más, con tales carcajadas que la cara se le ponía toda roja, y tantas veces se repitió aquella pequeña comedia durante la breve temporada que pasaron con ella que con sólo oír ahora la palabra
Denver
las carcajadas de Wanda resonaban de nuevo en sus oídos. Eso era
Denver
para él, igual que
Chicago
era un autobús que salpicaba al pasar por un charco en un día de lluvia. Como
Tampa
era una muralla de luz resplandeciendo en el asfalto una tarde de agosto. Como
Tucson
era un viento cálido que soplaba del desierto, llevando consigo el aroma de las hojas de enebro y artemisa, la súbita y extraña plenitud del aire libre.
Una y otra vez, intentó agarrarse a esos recuerdos, habitarlos unos momentos más mientras le pasaban fugazmente por la cabeza, pero fue inútil. No hacía más que volver al apartamento de Brooklyn, al letargo de las reclusiones invernales, a
Mama-san
andando sin hacer ruido por las habitaciones con sus mullidas zapatillas blancas. No había más remedio que quedarse allí, pensó, y cuando finalmente se rindió a la atracción de aquellos días y aquellas noches, comprendió que volvía a la Avenida Glenwood porque la señora Gurevitch estaba muerta. Había dejado este mundo, igual que su hijo estaba a punto de dejarlo, y al repasar aquella primera muerte Míster Bones se estaba sin duda preparando para la siguiente, para la muerte de muertes, la destinada a trastornar el mundo, a borrarlo quizá de un plumazo.
El invierno siempre había sido la temporada de la creación poética. Willy vivía de noche cuando estaba en casa, y la mayoría de las veces empezaba a trabajar justo después de que su madre se fuera a la cama. La vida viajera no permitía los rigores de la escritura. El ritmo era demasiado apresurado, el espíritu demasiado peripatético, las distracciones demasiado continuas para escribir otra cosa que unos esporádicos apuntes, alguna nota o frase garabateada a toda prisa en una servilleta de papel. En los meses que pasaba en Brooklyn, sin embargo, dedicaba tres o cuatro horas por la noche a pergeñar sus versos en la mesa de la cocina en cuadernos de espiral de 22 por 28 cm. Si es que no se marchaba de juerga a algún sitio, ni andaba depre o se sentía frustrado por la falta de inspiración. A veces murmuraba al escribir, articulando las palabras a medida que las ponía en el papel, y en ocasiones le daba por reír o gruñir o aporrear la mesa con el puño. Al principio, Míster Bones creía que aquellos ruidos iban dirigidos a él, pero cuando comprendió que el extraño comportamiento formaba parte del proceso creador, se limitaba a hacerse un ovillo bajo la mesa y dormitar a los pies de su amo, esperando el momento en que se acabara el trabajo por aquella noche y le sacaran a la calle para vaciar la vejiga.
Pero no todo había sido aburrimiento y sopor, ¿verdad? Incluso en Brooklyn había habido momentos buenos, algunas distracciones del rollo literario. Retrocediendo treinta y ocho años en el calendario perruno, por ejemplo, se encontraba la Sinfonía de Olores, aquel brillante y extraordinario capítulo en los anales de la historia de Willy, cuando no escribió una sola palabra en todo el invierno. Sí, aquellos sí que fueron buenos tiempos, se dijo Míster Bones, una de las épocas más hermosas y enloquecidas, y al recordarla ahora sintió una cálida oleada de nostalgia por las venas. Si hubiese sido capaz de sonreír, habría sonreído en aquel momento. Si hubiese sido capaz de verter lágrimas, habría vertido lágrimas. En efecto, si algo así hubiese sido posible, habría reído y sollozado al mismo tiempo; para ensalzar y llorar a su querido amo, que pronto dejaría de existir.
La Sinfonía se remontaba a los comienzos de su vida en común. Dos veces se habían marchado de Brooklyn, dos veces habían vuelto, y en ese tiempo Willy había cobrado el cariño más ferviente y apasionado por su cuadrúpedo amigo. Ahora se sentía protegido, se alegraba de tener a alguien con quien hablar y le reconfortaba tener un cuerpo caliente contra el que acurrucarse en el frío de la noche, pero además, después de convivir tan estrechamente con el perro durante tantos meses, Willy había llegado a considerarlo íntegra e incorruptiblemente bueno. No sólo estaba convencido de que Míster Bones tenía alma. Sabía que aquella alma era mejor que muchas, y cuanto más la observaba, más refinamiento y nobleza de espíritu encontraba. ¿Era Míster Bones un ángel metido en el cuerpo de un perro? Willy así lo creía. Al cabo de dieciocho meses de las más íntimas y perspicaces observaciones, estaba plenamente convencido de ello. ¿Cómo interpretar, si no, el celestial juego de palabras que resonaba noche y día en su cabeza? Para descifrar el mensaje, lo único que había que hacer era ponerlo delante de un espejo. ¿Había algo más evidente? Si se ponían al revés las letras de la palabra perro,
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¿con qué se encontraba uno? Con la verdad, ni más ni menos. El ser inferior contenía en su nombre la potestad del ser supremo, el todopoderoso artífice de todas las cosas. ¿Por eso era por lo que le habían traído el perro? ¿Sería Míster Bones, en realidad, una nueva personificación de la fuerza que le había conferido Santa Claus aquella noche de diciembre de 1969? Quizá fuese así. Y quizá no. Para cualquier otro, la cuestión habría estado abierta al debate. Para Willy —precisamente porque era Willy—, no admitía discusión.
Así y todo, Míster Bones era un perro. Desde la punta del rabo al final del hocico era un puro ejemplar de
Canis familiaris, y
cualquiera que fuese la presencia divina que pudiese albergar en su piel, era en primer lugar y fundamentalmente aquello que parecía ser. Míster Bow Wow, Monsieur Woof Woof, Don Guau Guau, Señor Chucho.
Como dijo un cachondo ingeniosamente a Willy en un bar de Chicago cuatro o cinco veranos atrás:
—¿Quieres saber cuál es la filosofía de la vida que tienen los perros, amigo? Se reduce a una breve frase: «Si no vale para comer ni para joder, échale una meada.»
A Willy no le preocupaba eso. ¿Quién sabía los misterios teológicos que encerraba un caso así? Si Dios había enviado a su hijo al mundo en forma de hombre, ¿por qué no podía un ángel bajar a la tierra en forma de perro? Míster Bones era un perro, y a Willy le gustaba su condición perruna, disfrutaba contemplando el espectáculo de los hábitos caninos de su compadre. Willy nunca había tenido un animal de compañía. De niño, sus padres siempre habían rechazado sus peticiones de tener alguno en casa. Gatos, tortugas, periquitos, hamsters, peces de colores: no querían saber nada de eso. El piso era demasiado pequeño, decían, los animales olían mal, costaban dinero o Willy no era lo bastante responsable. En consecuencia, hasta que se encontró con Míster Bones nunca había tenido ocasión de observar de cerca el comportamiento de un perro, nunca se había molestado en pensar mucho sobre el tema. Los perros no eran para él más que presencias vagas, figuras imprecisas que se movían al borde de la conciencia. Se evitaban las que ladraban, se acariciaban las que daban lametones. Hasta ahí llegaban sus conocimientos. Dos meses después de su trigésimo octavo cumpleaños, todo aquello cambió de repente.