Unos segundos después, como confirmando la exactitud de la observación de Míster Bones, Willy empezó a roncar.
El perro estaba hecho un manojo de nervios. Entre el miedo y la desesperación las había pasado moradas, y al comprender que se había concedido un aplazamiento, que la hora de la verdad se había retrasado un poco, casi cayó fulminado de agotamiento. Todo aquello había sido demasiado para él. Cuando vio que su amo se sentaba en la acera con la espalda apoyada en los muros de Polonia, juró que permanecería despierto, que le vigilaría hasta el final. Era su deber, su responsabilidad fundamental como perro. Ahora, al escuchar la fúnebre melodía de los ronquidos de Willy, no pudo resistir la tentación de cerrar los ojos, tan poderosos efectos sedantes tuvo aquel sonido. Durante siete años, todas las noches Míster Bones se había dormido meciéndose en aquella música, convertida ya en señal de que todo iba bien en el mundo, de que por hambriento o desgraciado que uno se sintiera en aquel momento, había llegado la hora de dejar a un lado las preocupaciones y volar al reino de los sueños. Y, tras algunos pequeños reajustes de posición, eso es precisamente lo que hizo Míster Bones. Apoyó la cabeza en el vientre de su amo, Willy levantó involuntariamente el brazo para dejarlo caer sobre el lomo del perro y el animal se quedó dormido.
Fue entonces cuando tuvo el sueño en que veía morir a Willy. Empezó con que ambos se despertaban, abriendo los ojos y emergiendo del sueño en que acababan de sumirse, es decir, el sueño en el que estaban ahora, el mismo en el que Míster Bones estaba teniendo aquel sueño. Willy no se encontraba peor que antes de dormirse. Más bien al contrario, estaba algo mejor precisamente por haber dormido. Por primera vez en varias lunas, no tosió al desperezarse, no tuvo otro ataque, no se quedó agarrotado en un horripilante frenesí de jadeos, ahogos y expectoraciones teñidas de sangre. Se limitó a aclararse la garganta y empezó a hablar, tomando el hilo casi en el punto exacto donde lo había dejado antes.
Prosiguió durante otros treinta o cuarenta minutos, soltando un delirante discurso de frases a medio terminar y pensamientos inconexos. Salió del fondo del mar, respiró hondo y empezó a hablar de su madre. Hizo una lista de las virtudes de
Mama-san,
contrarrestada con una lista de sus defectos, y luego pidió perdón por todos los sufrimientos que pudiera haberle infligido. Antes de pasar a otro tema, recordó el talento de su madre para estropear los chistes, divirtiendo a Míster Bones con simpáticos ejemplos de su infalible don para olvidarse en el último momento de cómo acababan. Luego enumeró otra lista de un tirón —ésta de todas las mujeres con las que se había acostado (descripción física incluida)—, siguiendo con una larga diatriba contra los peligros del consumismo. Y entonces, de pronto, se lanzó a una disquisición sobre las virtudes morales de la vida sin hogar, que acabó con una sentida apología por haber arrastrado a Míster Bones hasta Baltimore en lo que había resultado un viaje inútil. «Se me olvidó añadir la letra
g»,
dijo. «No he venido a buscar a Bea Swanson; he venido a dar mi canto del cisne»,
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e inmediatamente después se puso a recitar un poema, una oración al invisible demiurgo que estaba a punto de reclamar su alma. Compuesto al parecer en aquel mismo momento, su primera estrofa decía más o menos así:
Oh, Señor de diez mil mazmorras y altos hornos, de martillo pulverizador y mirada de armadura, sombrío Señor de pirámides y minas de sal, maestro de dunas y peces voladores, escucha el balbuceo de tu humilde siervo, que agoniza en las orillas de Baltimore y va camino a lo Desconocido...
Cuando el poema acabó, fue sustituido por más lamentos y fugas, más divagaciones imprevisibles sobre una serie de temas: la Sinfonía de Olores y por qué fracasó el experimento, Happy Felton y la Banda del Agujero (¿quién coño era ése?), y el hecho de que los japoneses consumían más arroz cultivado en Norteamérica que en Japón. De ahí pasó a los altibajos de su carrera literaria, revolcándose durante varios minutos en una ciénaga de quejas reprimidas y enfermiza autocompasión, para animarse luego un poco hablando de su compañero de cuarto en la universidad (el mismo que lo había llevado al hospital en 1968) —un tío llamado Anster, Omster, o algo así—, que había escrito varios libros mediocres y una vez prometió a Willy que encontraría una editorial para sus poemas, sólo que Willy nunca le envió el manuscrito, claro está, y así quedaron las cosas, aunque al menos se demostró que
podría
haber publicado si hubiera querido, simplemente no quiso y ya está, y, de todos modos, ¿a quién coño le importaban aquellas chorradas jactanciosas? Lo importante era hacer cosas, no el destino que se les diera después, y en lo que a él se refería ni siquiera los cuadernos que estaban en la consigna del Greyhound tenían más valor que un pedo o una lata de judías vacía. Que los quemaran, lo mismo le daba, que los tiraran a la basura, que los pusieran en los retretes para que los cansados viajeros se limpiaran el culo. Para empezar, no tenía que haber cargado con ellos hasta Baltimore. Un momento de debilidad, eso era lo que había sido, un movimiento de última hora en el inmundo juego del Ego, que es el único al que todo el mundo pierde, el único al que no se gana nunca. Después de eso permaneció unos momentos en silencio, maravillado ante el alcance de su propia amargura, y luego soltó una espasmódica carcajada, burlándose valerosamente de sí mismo y del mundo que tanto amaba. De ahí volvió a Omster, poniéndose a contar una historia que su amigo le había narrado muchos años antes sobre un setter inglés que había visto en Italia y que escribía frases en una máquina de escribir para perros. Inexplicablemente, Willy estalló en sollozos después de eso, y luego empezó a reprocharse no haber enseñado a leer a Míster Bones. ¿Cómo podía haber descuidado un asunto tan fundamental? Ahora que el perro estaba a punto de quedarse solo, abandonado, le harían falta todos los recursos de que pudiera disponer, y Willy le había fallado, no había hecho nada para facilitarle una nueva situación, no le dejaba ningún dinero, ni comida, ni medios para enfrentarse a los peligros que le esperaban. El bardo no paraba de darle a la lengua, pero a Míster Bones no se le escapaba palabra y oía el discurso de Willy con la misma claridad que si estuviera despierto. Eso era lo más extraño del sueño. No había distorsiones, ni interferencias ni súbito cambio de canales. Todo parecía real, y aunque estaba dormido, aunque soñaba que oía aquellas palabras, en el sueño estaba despierto y, por eso, cuanto más tiempo llevaba dormido más despierto se sentía.
A mitad de las cabalas de Willy sobre las aptitudes caninas para la lectura, se detuvo frente a la casa de Poe un coche patrulla del que bajaron dos hombres corpulentos vestidos de uniforme. Eran dos polis de caderas anchas, blanco uno y negro el otro, sudando en aquel calor de agosto, de servicio en domingo y con todos los instrumentos de la ley en torno a la cintura: revólveres y esposas, porras y pistoleras, linternas y balas. No hubo tiempo para hacer un inventario completo, pues en cuanto salieron del coche uno de los agentes empezó a hablar con Willy («No puedes estar ahí, tío. ¿Te vas a mover, o qué?»), y en ese momento Willy se volvió, miró a los ojos de su amigo y dijo:
—Pírate, Bonesy. No dejes que te cojan.
Y como Míster Bones comprendió que iba en serio, que de pronto había llegado el temido momento, dio un lametazo a la cara de Willy, se despidió con un breve gemido mientras su amo le daba una palmadita en la cabeza por última vez y se marchó, lanzándose a toda carrera por la calle Amity Norte tan rápidamente como sus patas le permitían.
Oyó la voz de alarma de uno de los polis, que gritaba detrás de él («¡Frank, coge al perro! ¡Coge al puto perro, Frank!»), pero no se paró hasta llegar a la esquina, a unos veinticinco o treinta metros de la casa. Para entonces, Frank había abandonado la idea de perseguirlo. Cuando se volvió a ver lo que pasaba con Willy, Míster Bones se encontró con que el poli blanco regresaba despacio hacia la casa. Un momento después, instado por el otro, que estaba arrodillado delante de Willy y hacía frenéticos gestos con la mano, se lanzó a un trote corto para reunirse con su compañero. Ninguno se preocupaba ya del perro. Había que atender a un hombre agonizante, y a Míster Bones no le pasaría nada mientras se mantuviese a prudente distancia.
De modo que se quedó vigilando en la esquina, jadeando profundamente después de la corta carrera, casi sin aliento. Muy tentado estuvo de abrir la boca y lanzar un aullido, de soltar uno de sus sombríos gemidos lunáticos que helaban la sangre, pero contuvo el impulso, sabiendo perfectamente que no era momento de desahogar su dolor. A lo lejos vio al poli negro que, de pie junto al coche, hablaba por radio. Una respuesta amortiguada, cargada de electricidad estática, llenó la calle vacía. El poli volvió a hablar y siguió otra ráfaga de palabras incomprensibles, otra descarga de ruidos e incoherencias. Se abrió una puerta al otro lado de la calle y alguien salió a ver lo que pasaba. Una mujer en bata, con la cabeza llena de rulos de color rosa. Dos niños salieron de otra casa. Un chico de unos nueve años y una niña de unos seis, ambos descalzos y en pantalón corto. Entretanto, no podía ver a Willy, que seguía echado en el mismo sitio donde Míster Bones lo había dejado, oculto por la ancha y descomunal silueta del poli blanco. Pasaron unos minutos, luego otros más y después, debilitado por la distancia, se oyó el sonido de una sirena que se aproximaba. Cuando la ambulancia blanca torció por la calle Amity Norte y se detuvo ante la casa, ya se había congregado un grupo de una docena de personas que miraban con las manos en los bolsillos o de brazos cruzados. De la parte de atrás de la ambulancia bajaron dos enfermeros, llevaron una camilla con ruedas hacia la casa, y un momento después volvieron con Willy en ella. No se veía mucho, era difícil saber si su amo estaba vivo o no. Míster Bones pensó en volver a toda prisa para echar una última mirada, pero dudó en correr un riesgo así, y cuando al fin se decidió los enfermeros ya habían metido a Willy en la ambulancia y cerraban las puertas de golpe.
Hasta ahí, el sueño no había sido muy distinto de la realidad. Palabra por palabra, gesto a gesto, todo había sido la versión precisa y fiel de unos hechos tal como podían suceder en el mundo. Ahora, mientras la ambulancia se alejaba y la gente iba volviendo despacio a sus casas, Míster Bones se sintió dividido en dos partes. Una de ellas siguió en la esquina, un perro que contemplaba su sombrío e incierto futuro, y la otra se convirtió en mosca. Dada la naturaleza de los sueños, quizá no hubiera nada raro en ello. Todos nos transformamos en otras cosas cuando dormimos, y Míster Bones no era una excepción. En uno u otro momento había entrado en la piel de un caballo, de una vaca y de un cerdo, por no hablar de perros varios, pero hasta el sueño de aquel día nunca había sido dos cosas a la vez.
Había asuntos urgentes que atender, y eso sólo podía hacerlo su parte mosca. De manera que, mientras la parte perro esperaba en la esquina, la mosca se elevó en el aire y se remontó por la manzana, persiguiendo a la ambulancia con toda la rapidez que le permitían sus alas. Como se trataba de un sueño, y como aquella mosca era capaz de volar más deprisa que cualquier mosca viviente, no tardó mucho en alcanzar su objetivo. Cuando la ambulancia torció la esquina de la siguiente calle, ya se había agarrado a la manivela de la puerta trasera, y de esa forma viajó con Willy hasta el hospital, sus seis patas pegadas a la superficie ligeramente oxidada de la parte exterior de la manivela, rogando que no se la llevara el viento. Resultó una excursión accidentada, con las sacudidas de los baches, los virajes bruscos, los súbitos frenazos y aceleraciones y el aire que soplaba en todas direcciones, pero logró sujetarse, y cuando la ambulancia
se
detuvo frente a la entrada de urgencias del hospital ocho o nueve minutos después, no perdió la serenidad. Se despegó de la manivela justo cuando uno de los enfermeros iba a cogerla, y entonces, en el momento en que se abrieron las puertas y bajaron a Willy en la camilla, sobrevoló la escena a un metro de altura, observando el rostro de su amo desde su condición de manchita discreta. Al principio no supo si Willy estaba vivo o muerto, pero una vez que sacaron del todo la camilla y las ruedas tocaron el suelo, el hijo de la señora Gurevitch abrió los ojos. No mucho, quizá, sólo una rendija para dejar que entrara un poco de luz y ver lo que pasaba, pero aquel parpadeo fue suficiente para que a la mosca le diera un vuelco el corazón.
—Bea Swanson —balbuceó Willy—. Calvert trescientos dieciséis. Tengo que llamarla. Pronto.
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Tengo que darle la llave. Vida o muerte. Asunto de.
—No te preocupes —dijo uno de los enfermeros—. Nosotros nos encargaremos de eso. Pero no hables ahora. No gastes energías, Willy.
Willy. Eso significaba que les había dicho su nombre en la ambulancia, y si había hablado a lo mejor no estaba tan mal como parecía, lo que a su vez suponía que con las medicinas adecuadas y el tratamiento apropiado quizá acabara saliendo de aquélla. O eso pensaba la mosca en el sueño, es decir, el propio Míster Bones, y como era un testigo parcial de los acontecimientos no debe molestarnos que se consolara con ilusiones de última hora, aun cuando ya no hubiese la menor esperanza. Pero ¿qué saben las moscas? ¿Y qué saben los perros? Y ya que estamos, ¿qué saben las personas? Ahora todo estaba en manos de Dios, y lo cierto era que no había vuelta atrás.
Sin embargo, en las diecisiete horas que faltaban ocurrió toda una serie de hechos extraordinarios. La mosca los presenció uno a uno, observando desde el techo la cama 34 de la sala de indigentes del Hospital de la Virgen de los Dolores, y de no haber estado allí en aquel día de agosto de 1993 para verlo con sus propios ojos, quizá no hubiese creído que cosas así fuesen posibles. En primer lugar, encontraron a la señora Swanson. A las tres horas del ingreso de Willy en el hospital, su vieja profesora recorrió a grandes zancadas el pasillo del pabellón, se instaló en la silla ofrecida por la hermana Mary Theresa, la supervisora del turno de cuatro a doce, y desde entonces hasta el momento en que Willy dejó este mundo, ni una sola vez se apartó de la cabecera de su alumno. En segundo lugar, al cabo de varias horas de alimentación intravenosa y dosis masivas de antibióticos y adrenalina, a Willy pareció aclarársele un poco la cabeza y llegó a la última mañana de su vida en un estado de lucidez y serenidad como pocas veces Míster Bones le había visto. En tercer lugar, murió sin dolores. Ni espasmos, ni convulsiones, ni fuego arrasador en el pecho. Se fue apagando poco a poco, retirándose de este mundo de manera gradual, imperceptiblemente, como una gota de agua que sé evaporase al sol, haciéndose cada vez más pequeña hasta desaparecer del todo.