»Fue una operación lenta y difícil, no lo que cabría esperar. La frase que tenía que escribir era: "Ollie es un buen perro. " En vez de dictarle las palabras, o deletrearlas y esperar a que pulsara la tecla correspondiente, ella repetía el
sonido
de cada letra, separando las palabras en sus fonemas constitutivos y pronunciándolos tan despacio, con inflexiones tan extrañas y tonos tan guturales, que parecía una muda intentando hablar. "Ooooo", empezó, "Ooooo", y cuando el perro pulsó con el hocico la tecla
O
, le premió con una galleta, unas palabras cariñosas y muchas palmaditas en la cabeza, pasando luego al sonido siguiente, "1-1-1-1", "1-1-1-1", diciéndolo tan despacio y tan meticulosamente como antes, y cuando el perro lo hizo bien, volvió a darle otra galleta y más palmaditas en la cabeza, y así siguieron letra por letra, insoportablemente, hasta que llegaron al final de la frase: "Ollie es un buen perro. "
»Mi amigo me contó esa historia hace veinticinco años, y sigo sin saber si demuestra algo. Pero de una cosa estoy seguro: he sido un necio. He desperdiciado demasiado el tiempo en disfrutar y retozar tontamente contigo, malgastando los años en bromas e insensateces, en fantasías, nimiedades y continuas grescas. Teníamos que haber sido más serios y haber estudiado, señor mío, aprendido el abecedario, aprovechado el corto tiempo que nos había caído en suerte. Todo por mi culpa. No sé lo que habría hecho el tal Ollie, pero tú habrías logrado cosas más grandes, Míster Bones. Tenías cabeza para ello, tenías voluntad y tenías agallas. Pero me pareció que tus ojos no estaban a la altura de la tarea, así que no me molesté. Pereza, eso es lo que ha sido. Vagancia mental. Tenía que haberlo intentado, no haberme arredrado ante las dificultades. Sólo de la constancia nacen las grandes cosas. ¿Qué hice en cambio? Te llevé a Coney Island, a la tienda de artículos de broma de tío Al, eso es lo que hice. Te metí en el metro fingiendo que era ciego, bajando los escalones a tientas con aquel bastón blanco, y tú ibas a mi lado, bien ceñido con el arnés, un lazarillo tan bueno como el mejor, en nada inferior a esos labradores y pastores que mandan a la escuela para enseñarles el trabajo. Eso te lo agradezco, amigo.
{9}
Gracias por seguirme la corriente con tanta nobleza, por consentir todos mis caprichos e improvisaciones. Pero debí portarme mejor contigo. Tenía que haberte dado la oportunidad de alcanzar las estrellas. Es posible, créetelo. Sólo que no fui fiel a mis convicciones. Porque lo cierto es, amigo mío, que los perros pueden leer. ¿Por qué pondrían si no esos letreros a la puerta de las oficinas de correos? NO SE ADMITEN PERROS SALVO LAZARILLOS. ¿Entiendes lo que quiero decir? El hombre que va con el perro no ve, así que ¿cómo lee el letrero? Y si él no puede leerlo, ¿quién queda? Eso es lo que hacen en las escuelas de perros lazarillos. Sólo que no lo dicen. Lo ocultan, y ahora es uno de los tres o cuatro secretos mejor guardados de Norteamérica. Y con razón, además. Si se corriera la voz, imagínate lo que pasaría. ¿Perros tan listos como los hombres? Una afirmación blasfema. Habría revueltas en las calles, quemarían la Casa Blanca, reinaría el caos. En tres meses, los perros reclamarían su independencia. Se convocarían delegaciones, se entablarían negociaciones y acabarían arreglando el asunto cediendo Nebraska, Dakota del Sur y la mitad de Kansas. Echarían a los habitantes del territorio y dejarían que lo poblaran los perros, y a partir de entonces el país estaría dividido en dos. Los Estados Unidos de la Gente y la República Independiente de los Perros. ¡Santo cielo, cómo me gustaría ver eso! Me mudaría allí y trabajaría para ti, Míster Bones. Te llevaría las zapatillas y te encendería la pipa. Haría que te eligieran primer ministro. Dime lo que quieres, jefe, que yo me encargo.
Con esa frase, la rapsodia de Willy se interrumpió bruscamente. Le había distraído un ruido, y cuando volvió la cabeza para ver a qué venía el alboroto, dejó escapar un leve gruñido. Un coche patrulla circulaba despacio por la calle, avanzando en dirección a la casa. Míster Bones no tenía que mirar para saber lo que era, pero miró de todas formas. El coche se había parado junto a la acera y los dos polis se estaban bajando, palmeándose la pistolera y ajustándose el cinturón, el negro y el blanco, los dos capullos de antes. Míster Bones se volvió entonces hacia Willy, justo cuando su amo giraba la cabeza hacia él, y con las palabras de los polis súbitamente flotando en la calle («No puedes estar ahí, tío. ¿Te vas a mover, o qué?»), Willy miró a su amigo a los ojos y dijo:
—Pírate, Bonesy. No les dejes cogerte.
Así que lamió la cara de su amo, se quedó inmóvil un momento mientras Willy le daba unas palmaditas en la cabeza y luego salió disparado, galopando por la calle como si le fuera la vida en ello.
Esta vez no se paró en la esquina, y tampoco se quedó a esperar que apareciese la ambulancia. ¿Qué sentido habría tenido? Estaba seguro de que vendría, y una vez que llegase, sabía adonde llevarían a su amo. Las enfermeras y los médicos harían lo que pudiesen, la señora Swanson le cogería la mano y se pasaría la noche charlando, y no mucho después de amanecer Willy estaría de camino a Tombuctú.
De modo que Míster Bones siguió corriendo, sin poner en duda que se cumplirían todos los vaticinios del sueño, y cuando dobló la esquina y se lanzó por la siguiente manzana, ya había caído en la cuenta de que no se iba a acabar el mundo. Y casi lo lamentó. Había dejado atrás a su amo y la tierra no se había abierto para tragárselo. La ciudad no había desaparecido. El cielo no se había incendiado. Todo seguía como antes, lo mismo que seguiría estando, y lo hecho, hecho estaba. Las casas continuaban en pie, el viento seguía soplando, y su amo iba a morir. El sueño le había dicho eso, y como el sueño no era tal sino una visión de lo que había de venir, no cabía el menor resquicio de duda. La suerte de Willy estaba echada. Mientras Míster Bones trotaba por la acera, escuchando cómo la sirena se acercaba cada vez más al sitio del que acababa de marcharse, comprendió que la última parte de la historia estaba a punto de empezar. Pero ya no era su historia, y lo que le sucediera a Willy desde aquel momento en adelante no tendría nada que ver con él. Estaba solo y, le gustara o no, debía seguir adelante, aunque no tuviera adonde ir.
Qué confusas habían sido las últimas horas, se dijo para sus adentros, qué batiburrillo de recuerdos y pensamientos embrollados..., pero Willy había dado en el clavo en una cosa, y aunque al final se había dejado llevar un poco, la idea principal no se podía discutir. Si Míster Bones hubiera sabido leer, no se habría encontrado en el lío en que ahora estaba. Incluso con el conocimiento más superficial y rudimentario del alfabeto habría podido encontrar el 316 de la calle Calvert y, una vez allí, habría esperado a la puerta hasta que apareciese la señora Swanson. Era la única persona que conocía en Baltimore, pero tras haber pasado todas aquellas horas junto a ella en el sueño, estaba convencido de que le habría abierto la puerta con mucho gusto..., y de que además habría cumplido estupendamente con la tarea de ocuparse de él. Eso se sabía sólo con mirarla, sólo con escucharla hablar. Pero ¿cómo encontrar una dirección si no se sabía leer los nombres de las calles? Si Willy creía que leer era tan importante, ¿por qué no había hecho algo? En vez de lamentarse y gruñir por sus fracasos y su ineptitud, podría haberse ahorrado las lágrimas y haberle dado unas cuantas lecciones rápidas. Míster Bones habría estado más que dispuesto a intentarlo. Eso no significaba que lo hubiesen conseguido, pero ¿cómo saberlo si no se intentaba?
Torció por otra calle y se detuvo a beber en un charco formado por la reciente lluvia. Cuando daba lametazos en el agua tibia y grisácea, súbitamente se le ocurrió otra idea.
Tras considerarla unos momentos, casi se puso enfermo de tristeza. Olvídate de leer, se dijo. Olvida los argumentos sobre la inteligencia de los perros. Todo el problema podría haberse resuelto con un toque sencillo y elegante: colgándole un letrero al cuello. Me llamo
Míster Bones
. Por favor, lléveme a casa de la señora Swanson, calle Calven 316. En el reverso, Willy podría haber escrito una nota a la señora Swanson, para explicarle lo que le había pasado y por qué tenía que buscarle casa a su perro. Una vez que Míster Bones se hubiera encontrado en la calle, habría habido excelentes oportunidades de que algún desconocido de buen corazón hubiese leído el letrero y cumplido la petición, y al cabo de unas horas Míster Bones habría estado tranquilamente acurrucado en la alfombra del cuarto de estar de su nuevo amo. Al retirarse del charco y proseguir la marcha, Míster Bones se preguntó cómo se le habría ocurrido aquella idea a él, un simple perro, y nunca se le hubiera pasado por la cabeza a Willy, que impresionaba con sus deslumbrantes volteretas y piruetas mentales. Porque Willy no tenía sentido práctico, por eso, y porque tenía la cabeza hecha un lío, y porque estaba enfermo y muriéndose y no se encontraba en condiciones de saber cuál era el derecho y el revés. Pero había hablado del tema con la señora Swanson; o lo iba a hacer, al menos, cuando la señora Swanson llegara al hospital. «Búsquelo por toda la ciudad», le diría, y después de darle una descripción completa del aspecto de Míster Bones, la cogería de la mano y le pediría que arreglara las cosas. «Necesita un hogar. Si usted no lo recoge, está apañado.» Pero Willy no se iba a morir hasta el día siguiente, y cuando la señora Swanson saliera del hospital y volviera a su casa, Míster Bones llevaría vagando por la calle todo el día, toda la noche y buena parte del día siguiente. Quizá no le apeteciese buscarlo hasta más tarde, hasta el otro día, tal vez, y Baltimore era un sitio enorme, una ciudad con diez mil callejas y avenidas, ¿y quién sabía dónde estaría él entonces? Para que llegaran a encontrarse el uno al otro, necesitarían suerte, suerte a paletadas, casi un milagro. Y Míster Bones, que ya no creía en milagros, se dijo que no debía contar con ello.
Había bastantes charcos para saciar la sed siempre que se le resecaba la garganta, pero la comida era otra cuestión, y después de no haber probado bocado en dos días, su estómago pedía a gritos que le echaran algo. Así fue como el cuerpo salió triunfante sobre el espíritu, y sus quejumbrosas cavilaciones sobre oportunidades perdidas dieron paso a una resuelta búsqueda de manduca. Ya era mediodía, quizá más tarde, y la gente estaba en pie, recobrada del torpor dominical, moviéndose por la cocina para preparar el desayuno o el almuerzo. Al pasar trotando ante las casas, muchas veces se veía asaltado por el olor a panceta que salía de la cocina, a huevos que se freían en la sartén, a rebanadas de pan caliente que saltaban del tostador. Era una mala pasada, pensó, una crueldad que cometían con él en su actual estado de angustia y casi inanición, pero resistió la tentación de mendigar unas migajas en las puertas y siguió adelante. Las lecciones de Willy habían calado bien. Un perro callejero no tiene amigos, y si empezaba a dar la lata a la persona menos indicada, acabarían llevándoselo a la perrera, el lugar de donde los perros no volvían jamás.
Si se hubiera acostumbrado a cazar y buscar comida por sí solo, ahora no se sentiría tan desamparado. Pero había pasado demasiados años con Willy, viajando por el mundo en su papel de confidente y
chien a toutfaire, y
los instintos de lobo que podía tener cuando nació se habían ido atrofiando con los años hasta desaparecer del todo. Se había convertido en un animal blando, civilizado, en un perro pensante en vez de en un perro atlético, y hasta donde podía recordar otros se habían ocupado de satisfacer sus necesidades físicas. Pero ése era el pacto, ¿no? El hombre ofrecía comida y sitio para dormir, y a cambio se le daba cariño y fidelidad eterna. Ahora que Willy no estaba, tendría que olvidar todo lo que sabía y empezar otra vez desde el principio. ¿Serían posibles cambios de tal magnitud? Míster Bones ya había conocido perros sin hogar, pero nunca había sentido nada por ellos salvo lástima..., compasión y un tanto de desdén. Observar su vida solitaria era algo muy crudo, y siempre había guardado una prudente distancia, receloso de las pulgas y garrapatas ocultas en su pelaje, reacio a acercarse a ellos por miedo a que le pegaran las enfermedades y la desesperación que llevaban encima. Tal vez se había convertido en un esnob, pero era capaz de reconocer a una de aquellas criaturas a cien metros de distancia. Se movían de manera distinta de los demás perros, deslizándose con aquel lúgubre paso largo de mendigo, el rabo a media asta, metido entre las patas, trotando por las avenidas como si llegaran tarde a alguna cita, cuando en realidad no iban a ninguna parte, sólo viajaban en círculos, perdidos en el limbo de la nada. Ahora, al torcer otra esquina y cruzar la calle, Míster Bones descubrió que él también se movía así. Hacía menos de media hora que
le
había dado un beso de adiós a su amo y ya era como ellos.
Al poco rato llegó a una glorieta con una zona ajardinada en medio. Allí se erguía una estatua, y mientras la estudiaba desde lejos, Míster Bones concluyó que debía de ser un soldado a caballo con la espada desenvainada, como a punto de lanzarse a la batalla. Lo más interesante era que una bandada de palomas se había posado en diversas partes del cuerpo del soldado, por no mencionar el enorme caballo de piedra, y corno al pie se agrupaban otras especies de pájaros —carrizos, gorriones, como se llamasen—, Míster Bones se preguntó si no sería buena ocasión para poner a prueba sus dotes de cazador. Si ya no podía recurrir a la gente para comer, ¿qué podía hacer sino buscarse alimento por sí mismo?
El tráfico se había hecho más denso, y Míster Bones tuvo que ejercitar un ágil juego de pies para cruzar al otro lado: esquivando coches, parándose, precipitándose hacia delante, esperando otra vez, midiendo los movimientos para que no lo atropellaran. En un momento dado, pasó una moto haciendo un ruido infernal, un relámpago de brillante metal negro que pareció surgir de la nada, y Míster Bones tuvo que saltar a un lado para evitarla, lo que le situó justo delante de un coche que venía en su dirección, un enorme vehículo amarillo con un radiador parecido a una plancha de hacer gofres, y si no hubiera dado un salto hacia atrás poniéndose donde se encontraba un segundo antes (volviendo al sitio por donde acababa de pasar la moto), allí habrían acabado sus días. Dos o tres automovilistas tocaron el claxon, un hombre sacó la cabeza por la ventanilla y gritó algo parecido a «tochojones» o «chucho-jones», y Míster Bones sintió el aguijón del insulto. Estaba avergonzado de sí mismo, humillado por su propio comportamiento. Ni siquiera lograba cruzar la calle sin meterse en líos, y si algo tan sencillo como aquello le iba a resultar un problema, ¿qué pasaría cuando se encontrara ante cosas realmente difíciles? Al final llegó a donde quería, pero cuando estuvo fuera de peligro y subió a la acera de la zona ajardinada, estaba tan nervioso y disgustado consigo mismo que deseó no haber intentado cruzar siquiera.