Tumbuctú (7 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

BOOK: Tumbuctú
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»Pero ya es suficiente. Ya está bien de este tedio. Basta de este Te Deum. El acondicionador capilar es sólo la punta del iceberg, y si continúo con esas chorradas de la infancia nos podemos pasar dieciséis horas aquí. Y no tenemos tiempo para eso, ¿eh? Ni para el aceite de ricino, ni para el requesón, ni para las gachas apelmazadas, ni para el chicle Blackjack. Todos hemos crecido con esas tonterías, pero es agua pasada, ¿no?, y de todas formas qué más da. Papel pintado, eso era. Música de fondo. Polvo del espíritu de la época sobre el mobiliario mental. Recuerdo cincuenta y un mil detalles, pero ¿y qué? Ni a ti ni a mí nos servirá de nada. Entender. Eso es lo que busco, colega. La clave del rompecabezas, la fórmula secreta al cabo de cuatro décadas largas de andar a tientas en la oscuridad. Y esas cosas todavía siguen atravesándose en mi camino. Se me atragantan hasta en el momento de exhalar mi último aliento. Retazos inútiles de información, recuerdos superfluos, pelusa de molinillos. Todo es viento y humo, muchacho, un vientre lleno de gases. La vida y época de R. Mutt. Eleanor Rigby. Rumpelstiltskin. ¿Quién coño quiere saber quiénes son ésos? Los Pep Boys, los Ritz Brothers, Rory Calhoun. El Capitán Vídeo y los Four Tops. Las Andrews Sisters,
Life
y
Look,
los Bobbsey Twins. Una lista interminable, ¿no? Henry James y Jesse James, Frank James y William James. James Joyce. Joyce Gary. Gary Grant. Pon cucharillas de cóctel y seda dental, chicle Dentyne y donuts de miel. Quita Dana Andrews y Dixie Dugan, añade luego Damon Runyon y el demonio del ron por si fuera poco. Deja los Pall Mall y los centros comerciales,
{6}
Milton Berle y Burl Ives, el jabón Ivory y el preparado de Tía Jemima para hacer tortitas. No me hacen falta, ¿verdad? A donde voy, no, y sin embargo ahí están, desfilando por mi cerebro como hermanos no vistos en mucho tiempo. Ahí tienes la técnica norteamericana. No para de salir a tu encuentro, y a cada momento aparecen nuevas cosas inútiles que ocupan el lugar de las viejas. Crees que ya no nos la dan, que nos hemos enterado de los trucos que emplean con nosotros, pero la gente no se cansa. Lanzan vítores, agitan banderas, contratan bandas de música. Sí, sí, cosas maravillosas, verdaderos milagros, máquinas que dejan pasmada la imaginación, pero no debemos olvidar, no, no olvidemos que no somos los únicos en el mundo. La técnica no conoce fronteras, y cuando piensas en cómo entra a raudales de allende los mares, se te bajan los humos y te vuelves más respetuoso. Y no me refiero sólo a cosas evidentes como el café turco de Turquía o los chiles de Chile. También me refiero a lencería de Francia. Y a pana de España y a piedad de Italia y a cheques de Checoslovaquia y a especias de Grecia. El patriotismo tiene su función, pero a la larga es un sentimiento que conviene disimular. Sí, nosotros, los yanquis, hemos dado al mundo el cierre de cremallera y el Zippo, por no mencionar el wamba buluba balam bambú y a Zeppo Marx, pero también somos responsables de la bomba H y del hula hoop. Al final una cosa compensa la otra, ¿no? Justo cuando crees que te va de miedo, te das el batacazo y acabas como un perro. Y no me refiero a ti, Míster Bones. Lo de perro es una metáfora, ya me entiendes, perro como emblema de los oprimidos, y tú no eres una figura retórica, muchacho, eres tan real como la vida misma.» Pero no me entiendas mal. Hay demasiadas cosas como para no sentirse tentado. La atracción de lo particular, quiero decir, la seducción de la cosa en sí. Tienes que estar ciego para no caer alguna que otra vez. Da igual lo que sea. Piensa en una cosa, cualquiera, y seguro que encuentras argumentos en su favor. El esplendor de las ruedas de bicicleta, por ejemplo. Su ligereza, su fina elegancia, las relucientes llantas y los delicados radios. O el ruido que hace la tapa de una alcantarilla cuando un camión le pasa por encima a las tres de la mañana. Por no hablar de esa fibra de poliuretano, que probablemente ha hecho más por engalanar el paisaje que ningún invento desde el cable subterráneo del teléfono. Me refiero a esos pantaloncitos de ciclista pegados al trasero de una titi cuando te adelanta por la acera. ¿Hace falta decir más? Tienes que estar muerto para no entusiasmarte al verlo. Se abalanza sobre ti, te asalta, te da vueltas en la cabeza hasta que se funde en una pasta densa
y
mantecosa. Vasco de Gama con sus pantalones abombados. La boquilla de Franklin Delano Roosevelt. La empolvada peluca de Voltaire. ¡Cunegunda! ¡Cunegunda! Fíjate en lo que pasa al pronunciarlo. Fíjate en lo que dices cuando lo piensas. Cartografía. Pornografía. Taquigrafía. Estentóreos balbuceos, fulanas episcopales, chupachups y copos de avena escarchados. Reconozco que he sucumbido a los encantos de esas cosas tan fácilmente como cualquiera, no soy en modo alguno superior a la chusma con la que me he codeado durante tantos años. Soy humano, ¿no? Y si eso me convierte en un hipócrita, tanto mejor.

»A veces, te quedas tan pasmado que no tienes más remedio que agachar la cabeza. Aparece una persona con una idea que a nadie se le había ocurrido antes, una idea tan simple y perfecta que te sorprende que el mundo haya logrado sobrevivir sin ella. La maleta con ruedas, por ejemplo. ¿Cómo hemos tardado tanto? Durante treinta mil años hemos llevado a cuestas nuestra carga, esforzándonos y sudando mientras nos trasladábamos de un sitio a otro, y lo único que sacábamos era dolor de espalda, trastornos musculares y agotamiento. Y es que teniendo la rueda no era tan difícil, ¿verdad? Eso es lo que me asombra. ¿Por qué hemos tenido que esperar a fines del siglo veinte para que ese chisme apareciera? Aunque sólo fuera por eso, fijándose en los patines y sumando dos y dos alguien debería haber establecido la relación. Pero no. Pasan cincuenta, setenta y cinco años, y la gente sigue cargando con las maletas por aeropuertos y estaciones de tren cada vez que sale de casa para ir a Poughkeepsie a visitar a tía Rita. Te lo aseguro, amigo mío, las cosas no son tan simples como parecen. La inteligencia humana es un instrumento apático, y muchas veces no sabemos cuidar de nuestros asuntos mejor de lo que lo hace el más insignificante gusano bajo la tierra.

»Haya hecho lo que haya hecho, yo nunca me he conformado con ser un gusano. Me he lanzado, me he desmandado, me he remontado a las alturas, y por muchas veces que me haya estrellado contra el suelo, siempre me he puesto en pie para volverlo a intentar. Incluso ahora, cuando empieza a envolverme la oscuridad, mi mente aguanta y no tira la toalla. El tostador transparente, camarada. Se me apareció hace dos o tres noches en una visión, y desde entonces no se me quita la idea de la cabeza. ¿Por qué no poner el mecanismo al descubierto, me dije, para ver cómo el pan blanco se vuelve dorado, para observar la metamorfosis sin impedimentos? ¿De qué sirve meter ahí el pan y ocultarlo a la vista con ese feo acero inoxidable? Lo imagino de cristal transparente, con las resistencias anaranjadas brillando en su interior. Sería un objeto bonito, una obra de arte en la cocina, una escultura luminosa para contemplar incluso cuando nos dedicamos a la humilde tarea de preparar el desayuno y coger fuerzas para el día que nos espera. Cristal diáfano, resistente al calor. Podemos teñirlo de azul, de verde, del color que queramos, y entonces, con el naranja irradiando desde el interior, imagínate la combinación, fíjate en las maravillas visuales que serían posibles. Hacer tostadas se convertiría en un acto religioso, en una emanación de lo inmaterial, una forma de oración. Santo Dios. Ojalá tuviera fuerzas para trabajar en ello, para sentarme a dibujar unos planos, para perfeccionar el invento y ver hasta dónde llegábamos con él. Eso es lo que siempre he soñado, Míster Bones. Mejorar el mundo. Llevar un poco de belleza a los grises y monótonos rincones del alma. Se puede hacer con un tostador, con un poema, y se puede hacer tendiendo la mano a un desconocido. Da igual cómo se haga. Dejar el mundo un poco mejor de como lo has encontrado. Eso es lo máximo a que puede aspirar un hombre.

»Vale, ríete si quieres. Si digo chorradas, pues las digo
y
ya está. No viene mal ponerse grandilocuente de vez en cuando. ¿Que parezco un idiota? Puede que sí. Pero mejor eso que la amargura, digo yo, mejor seguir el ejemplo de Santa Claus que pasarte la vida presa del engaño. Ya, sé lo que estás pensando. No tienes que decirlo. Oigo las palabras en tu cabeza,
mein herr, y
no te lo voy a discutir. ¿A qué viene todo ese desconcierto?, te preguntas. ¿Por qué esos bandazos de un lado a otro, esos revolcones en el polvo, ese arrastrarse durante toda la vida hacia la aniquilación? Haces bien en preguntarte todo eso. Yo también me he hecho muchas veces esas preguntas, y la única respuesta que he encontrado es justo la que no resuelve nada. Porque lo he querido así. Porque no he tenido elección. Porque no existen respuestas para preguntas como ésas.

»Nada de disculpas, entonces. Siempre he sido una criatura imperfecta, Míster Bones, un hombre lleno de contradicciones e incoherencias, arrastrado por demasiados impulsos. Por un lado, pureza de corazón, bondad, leal ayudante de Santa. Por otro lado, un bocazas con manías, un nihilista, un payaso borracho. ¿Y el poeta? Pues aparecía en medio de todo eso, supongo, en el hueco entre lo mejor y lo peor de mí. Ni el santo ni el borracho gracioso. El hombre que oía voces en la cabeza, el que alguna vez lograba escuchar las conversaciones de piedras y árboles, el que de cuando en cuando era capaz de convertir en palabras la música de las nubes. Que se apiaden de mí por no haber sido él más tiempo. Pero nunca he estado en Italia, desgraciadamente, el país donde se produce la piedad, y si uno no puede pagar los billetes no tiene más remedio que quedarse en casa.

»Aunque tú nunca me has visto en mi mejor momento, Sir Osso, y lo siento. Lamento que sólo me hayas conocido en mi decadencia. Era muy distinto en los viejos tiempos, antes de que mi entusiasmo se fuese apagando y me ocurriera esta..., esta avería en el motor. Nunca quise ser un vagabundo. No era eso lo que tenía pensado hacer, no era eso lo que soñaba para el futuro. Afanar botellas vacías en contenedores de reciclado no entraba en mis planes. Echar un chorro de agua en los parabrisas no entraba en mis planes. Plantarme de rodillas delante de las iglesias y cerrar los ojos como si fuera un mártir de los primitivos cristianos para que algún transeúnte sintiera lástima de mí y me soltara unas monedas en la mano, no, signor Puccini, no, no, no, no me pusieron en este mundo para eso. Pero no sólo de palabras vive el hombre. Necesita pan, y no sólo una hogaza, sino dos. Una para el bolsillo y otra para la boca. Pasta para pan, ya me entiendes, y si te falta lo primero, ten por seguro que te quedarás sin lo otro.

»Fue un duro golpe cuando
Mamá-san
nos dejó. No voy a negarlo, perrito, y tampoco voy a negar que empeoré las cosas regalando todo aquel dinero. He dicho que nada de disculpas, pero ahora quiero disculparme contigo. En un arrebato cometí una estupidez y los dos pagamos las consecuencias. Al fin y al cabo, diez mil dólares no son cereales para el desayuno. Dejé que me resbalaran entre los dedos y contemplé cómo el fajo se desperdigaba en el viento, y lo curioso es que no me importó. Me gustó portarme como un pez gordo, alardeando de mi fortuna como un bobo derrochador. Don Altruismo. Soy el señor Al Truism, el único y verdadero Alberto Verissimo, el hombre que cogió el seguro de vida de su madre y se deshizo hasta del último céntimo. Cien dólares a Benny Shapiro. Ochocientos a Daisy Bracket. Cuatro mil a la Fundación Aire Puro. Dos mil al Patronato de Beneficencia de Henry Street. Mil quinientos dólares al Programa Poetas en las Aulas. Se fue rápido, ¿verdad? Una semana, diez días, y cuando volví a echar un vistazo, me había despojado de toda la herencia. Bueno, vaya. Como vino se fue, según suele decirse, ¿y quién soy yo para pensar que podría haber obrado de otra manera? Llevo la temeridad en la sangre, el impulso de hacer lo que nadie haría. Resistirme a la pasta irresistible, eso es lo que hice. Era mi única oportunidad de presentar batalla o cerrar el pico, de demostrarme a mí mismo que me creía lo que había estado diciendo durante todos aquellos años, así que cuando llegó la pasta no lo dudé. Me resistí al dinero. Quizá saliera jodido del asunto, pero eso no significa que fuese en vano. El orgullo cuenta para algo, al fin y al cabo, y si me apuras me alegro de no haberme echado atrás. Crucé la plancha. La recorrí hasta el final. Salté. No me importaron los monstruos marinos que esperaban abajo. Sé quién soy, como Popeye el marino nunca dijo, y por una vez en la vida supe exactamente lo que estaba haciendo.

»Lástima que tuvieras que sufrir tú, desde luego. Una pena que acabáramos tocando fondo. Lástima que perdiéramos nuestro refugio de invierno y tuviéramos que arreglárnoslas solos en situaciones a las que no estábamos acostumbrados. Sufrimos las consecuencias, ¿verdad? La mala comida, la ausencia de techo, la vida dura. Yo caí enfermo y tú estás a punto de quedarte huérfano. Lo siento, Míster Bones. He hecho lo que he podido, pero eso a veces no es suficiente. Si pudiera volver a ponerme en pie unos minutos más, a lo mejor se me ocurría algo. Colocarte en algún sitio, hacer algo práctico. Pero estoy en las últimas. Siento que me abandonan las fuerzas, y las cosas se desvanecen una por una. Aguanta conmigo, perro. Todavía puedo recuperarme. Cuando se me pase el acoquinamiento, intentaré otra vez lo de la profesora. Si es que se me pasa. Y si no, seré yo quien pase,
n' est-ce pas?
Sólo necesito un poco más de tiempo. Unos minutos para recobrar el aliento. Luego ya veremos. O no veremos. Y si no vemos, es que sólo habrá oscuridad. Oscuridad por todas partes, hasta donde alcanza la vista. Hasta el fondo del mar, hasta las salobres profundidades de la nada, donde no hay cosas ni nunca las habrá. Menos yo. Menos no yo. Menos la eternidad.

Willy dejó de hablar en aquel momento, y la mano que estuvo acariciando la cabeza de Míster Bones durante los últimos veinticinco minutos fue deteniéndose poco a poco hasta inmovilizarse del todo. Míster Bones dio por sentado que había llegado el fin. ¿Cómo no suponerlo después de las tajantes palabras que acababan de pronunciarse? ¿Cómo no pensar que su amo había muerto si la mano que le acariciaba el cráneo resbaló súbitamente y cayó sin vida al suelo? Míster Bones no se atrevió a levantar los ojos. Permaneció con la cabeza plantada sobre el muslo derecho de Willy y aguardó, aferrándose a la esperanza de que estuviese equivocado. Porque lo cierto era que el aire no estaba tan inerte como cabía suponer. Había ruidos que venían de alguna parte, y cuando logró superar el miasma de su creciente dolor y escuchar con más atención, comprendió que los hacía su amo. ¿Sería posible? Sin querer dar crédito a sus oídos, el perro volvió a comprobarlo, preparándose para la decepción aunque difícilmente cabía duda. Sí, Willy respiraba. Seguía entrando y saliendo aire de sus pulmones, abriéndose paso por su boca, llevando el viejo compás de inspiraciones y espiraciones, y aunque su respiración era menos profunda que unos días atrás, ya nada más que un leve jadeo, un hálito sibilante localizado en la garganta y la parte superior de los pulmones, no dejaba de ser respiración, y donde había respiración había vida. Su amo no estaba muerto. Se había dormido.

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