—Hemos dado con un filón, compañero —aseguró Willy, escupiendo los últimos restos de mucosidad y tejido pulmonar—. No es la casa de Bea, desde luego, pero si me apuras no hay otro lugar en el mundo donde preferiría estar. Ese tal Poe era mi abuelo, el gran antepasado, el padre de todos nosotros, los escribidores yanquis. Sin él, yo no habría existido, ni ellos ni nadie. Hemos acabado en Poelonia, país que si se pronuncia deprisa es el mismo donde nació mi madre, que en gloria esté. Un ángel nos ha traído aquí, y voy a sentarme un poco a presentar mis respetos. Teniendo en cuenta que no puedo dar un paso más, te estaría muy agradecido si hicieras lo mismo, Míster Bones. Eso es, siéntate a mi lado mientras descanso las patas. No hagas caso de la lluvia. No son más que unas gotas,
y
no trae malas intenciones.
Willy dejó escapar un largo y laborioso gemido y luego se sentó con cuidado. A Míster Bones le resultó penoso observar la operación —todo aquel esfuerzo para moverse unos cuantos centímetros—, y el corazón del perro se llenó de lástima al ver a su amo en un estado tan lamentable. Nunca sabría exactamente cómo lo había adivinado, pero mientras veía la forma en que Willy se agachaba sobre la acera apoyando la espalda en la pared, tuvo el convencimiento de que no volvería a levantarse más. Era el fin de su vida en común. Se acercaban los últimos momentos, y ya no había nada que hacer sino esperar a que la luz se apagara en los ojos de Willy.
Sin embargo, el viaje no había salido tan mal. Habían ido allí en busca de algo que no habían encontrado, y en cambio habían hallado otra cosa que, en el fondo, complacía más a Míster Bones. No estaban en Baltimore, sino en Polonia. Por algún milagro de la suerte, del destino o de la justicia divina, Willy había logrado volver a casa. Había regresado al lugar de sus antepasados, y ahora podía morir en paz.
Míster Bones levantó la pata trasera izquierda y empezó a rascarse detrás de la oreja. A lo lejos vio a un hombre y una niña pequeña que caminaban despacio por la otra dirección, pero no se preocupó por ellos. Se acercarían, pasarían y daría lo mismo quiénes fueran. La lluvia caía ahora con más fuerza, y una ligera brisa empezaba a agitar por la calle envoltorios de golosinas y bolsas de papel. Olfateó el aire una vez, dos veces, y luego bostezó sin motivo aparente. Al cabo de un momento, se hizo un ovillo en el suelo al lado de Willy, exhaló un hondo suspiro y se puso a esperar los acontecimientos.
No ocurrió nada. Durante mucho tiempo fue como si el barrio entero hubiese dejado de respirar. No pasó un transeúnte, no circularon coches, ni una sola persona entró ni salió de ninguna casa. La lluvia cayó con fuerza, tal como Míster Bones había anticipado, pero luego cedió, poco a poco se convirtió en llovizna otra vez y acabó desapareciendo tranquilamente de escena. Willy no movió un solo músculo durante aquellas agitaciones celestes. Seguía con las piernas abiertas y la espalda apoyada en la fachada de ladrillo, los ojos cerrados y la boca entreabierta, y de no haber sido por el herrumbroso y chirriante sonido que salía intermitentemente de sus pulmones, Míster Bones bien podría haber supuesto que su amo ya estaba en el otro mundo.
Allí era a donde iba la gente al morir. Una vez que el alma se separaba del cuerpo, lo enterraban a uno y su alma se largaba al otro mundo. Willy había insistido sobre eso durante las últimas semanas, y en la mente del perro ya no cabía duda de que el otro mundo era un sitio que existía de verdad. Se llamaba Tombuctú, y por lo que Míster Bones podía colegir, se encontraba en medio de algún desierto, lejos de Nueva York y de Baltimore, lejos de Polonia y de cualquier otra ciudad que hubiesen visitado a lo largo de sus viajes. En un momento dado, Willy lo describió como un «oasis de espíritus». En otro momento dijo:
—Donde termina el mapa del mundo, es donde empieza Tombuctú.
Por lo visto, para llegar allí había que atravesar a pie un inmenso reino de arena y calor, un territorio de eterna nada. Míster Bones tenía la impresión de que sería un viaje muy penoso y difícil, pero Willy le aseguró que no era así, que no se tardaba más que un abrir y cerrar de ojos en hacer todo el trayecto. Y cuando se llegaba, decía, una vez que se cruzaban las fronteras de aquel refugio, ya no había que preocuparse de comer, ni de dormir por la noche ni de vaciar la vejiga. Se estaba en armonía con el universo, se era una partícula de antimateria alojada en el cerebro de Dios. Míster Bones no llegaba a imaginarse lo que sería la vida en un sitio así, pero Willy hablaba de ello con tan vivo deseo, con tan dulce emoción resonando en su voz, que el perro acabó por abandonar sus dudas.
Tom-buc-tú.
Y ahora hasta el sonido de aquella palabra era suficiente para hacerle feliz. La directa combinación de vocales y consonantes rara vez dejaba de conmoverle en lo más profundo del alma, y siempre que aquellas tres sílabas fluían musicalmente de labios de su amo, sentía en todo su ser una oleada de gozoso bienestar, como si la palabra sola fuese una promesa, la garantía de un futuro mejor.
Daba igual que hiciese mucho calor. No importaba que no hubiese nada que comer, ni que beber ni que oler. Si allí era adonde iba Willy, allí era adonde él quería ir. Cuando le llegara el momento de despedirse de este mundo, lo justo sería que en el más allá le permitiesen vivir con la misma persona que en el más acá. Las fieras salvajes sin duda tendrían su propio Tombuctú, selvas gigantescas en las que podrían vagabundear libremente sin la amenaza de cazadores y tramperos bípedos, pero los leones y los tigres eran diferentes de los perros, y no tenía sentido juntar en la otra vida a los mansos y las fieras. El fuerte devoraría al débil, y en un momento no quedaría vivo ni un solo perro por allí, todos habrían pasado otra vez a mejor vida, a un más allá más allá del más allá, ¿y qué sentido tendría organizar así las cosas? Si había alguna justicia en el mundo, si el dios perro tenía alguna influencia sobre lo que ocurría a sus criaturas, entonces el mejor amigo del hombre se quedaría junto al hombre después de que ese hombre y ese mejor amigo hubieran estirado los dos la pata. Y más aún, en Tombuctú los perros serían capaces de hablar el lenguaje del hombre y conversar con él en pie de igualdad. Eso era lo que dictaba la lógica, pero ¿quién sabía si la justicia o la lógica harían más mella en el otro mundo que la que hacían en éste? En cierto modo, a Willy se le había olvidado mencionar la cuestión, y como el nombre de Míster Bones no había salido a relucir una sola vez,
ni una sola,
en todas sus conversaciones sobre Tombuctú, el perro seguía a oscuras sobre el destino que le esperaba después de su propio fallecimiento. ¿Y si Tombuctú resultaba ser uno de esos sitios con lujosas alfombras y elegantes antigüedades? ¿Y si no admitían animales? Parecía imposible, pero Míster Bones había vivido lo suficiente para saber que todo era posible, que continuamente ocurrían cosas imposibles. Quizá ésa fuese una, y en ese
quizá
planeaba una multitud de terrores y sufrimientos, un increíble horror que le atenazaba cada vez que pensaba en ello.
Entonces, contra toda previsión, justo cuando empezaba a cagarse de miedo otra vez, el cielo empezó a aclararse. No sólo había dejado de llover, sino que las masas de nubes se estaban disgregando poco a poco, y mientras una hora antes el cielo era sombrío y gris, ahora se teñía de colores, con una mezcla variopinta de franjas rosadas y amarillas que venían del oeste y avanzaban sin parar a todo lo ancho de la ciudad.
Míster Bones alzó la cabeza. Un momento después, como si las dos acciones estuviesen íntimamente relacionadas, un rayo de sol rasgó las nubes. Dio en la acera, a unos centímetros de la pata izquierda del perro, y luego, casi inmediatamente, otro se posó un poco a su derecha. Un entramado de luces y sombras empezó a formarse delante de él en el pavimento, y era algo hermoso de contemplar, pensó, un pequeño e inesperado regalo después de tanta tristeza y dolor. Se volvió entonces a mirar a Willy, y justo en el momento en que torcía la cabeza, un gran chorro de luz cayó sobre el rostro del poeta, bañando los párpados del hombre dormido con tal intensidad que le hizo abrir involuntariamente los ojos; y allí estaba Willy, casi difunto hacía un momento, de vuelta en el mundo de los vivos, sacudiéndose las telarañas y tratando de despertarse.
Tosió una vez, luego otra y después una tercera antes de tener un ataque prolongado. Míster Bones se quedó mirando sin poder hacer nada mientras las flemas salían despedidas de la boca de su amo. Algunas aterrizaban en la camiseta de Willy, otras en la acera. Y otras, las más flojas y resbaladizas, le chorreaban despacio por la barbilla. Allí se quedaban, atrapadas como fideos en la barba, y mientras proseguía el acceso, marcado por violentas sacudidas, espasmos y contracciones, se balanceaban de un lado a otro en una danza frenética y sincopada. Míster Bones se quedó pasmado ante la ferocidad del ataque. Seguro que era el último, se dijo para sus adentros, sin duda era más de lo que nadie podía soportar. Pero a Willy aún le quedaban fuerzas, y cuando se limpió la cara con la manga de la chaqueta y logró recobrar el aliento, sorprendió a Míster Bones con una amplia sonrisa, casi beatífica. Con mucha dificultad, cambió de postura para estar más cómodo, recostándose contra la fachada de la casa y estirando las piernas. Cuando su amo quedó inmóvil de nuevo, Míster Bones apoyó el morro en su muslo derecho. Willy alargó el brazo y le empezó a acariciar la cabeza, y entonces el corazón destrozado del perro recobró un poco la calma. Sólo era un alivio pasajero, desde luego, nada más que una ilusión, pero eso no significaba que no fuese buen remedio.
—Presta atención, Ciudadano Chucho —dijo Willy—. Esto ya ha empezado. Todo se desmorona. Las cosas se desvanecen una a una y sólo quedan extraños detalles, elementos sin importancia de hechos ocurridos hace bastante tiempo, ni mucho menos lo que yo esperaba. Pero no puedo decir que esté asustado. Un poco triste, quizá, algo molesto de tener que hacer mutis tan pronto, pero sin cagarme en los pantalones como me imaginaba. Haz las maletas,
amigo.
{5}
Vamos camino de la Ciudad del Adiós, y no podemos volver atrás. ¿Me sigues, Míster Bones? ¿Estás conmigo?
Míster Bones le seguía, y Míster Bones estaba con él.
—Ojalá pudiera resumírtelo en unas pocas palabras escogidas —prosiguió el moribundo—, pero no puedo. Epigramas con garra, sucintas perlas de sabiduría, Polonio pronunciando sus palabras de despedida. No soy capaz de eso. Ni prestes ni pidas prestado; una puntada a tiempo ahorra ciento. Hay mucho barullo en el caletre, amigo Bones, y debes ser paciente con mis divagaciones y digresiones. Parece que la confusión es mi estado natural. Incluso ahora, cuando entro en el valle de las sombras de la muerte, mis pensamientos se empantanan en la porquería de antaño. Ésa es la cuestión,
signore
.
Todo ese revoltijo en mi cabeza, el polvo y los cachivaches, los inútiles trastos que caen de los estantes abarrotados. En efecto, señor, la triste verdad es que soy un patoso con muy poco cerebro.
»Como prueba te ofrezco el retorno del acondicionador capilar O'Dell. Esa historia terminó hace cuarenta años, y ahora, en el último día de mi vida, me vuelve a la cabeza. Ansío ideas profundas y lo único que consigo es esa información de tres al cuarto, ese microparpadeo en la pantalla de la memoria. Mi madre me lo daba en el pelo cuando yo era pequeño, una simple criaturita. Lo vendían en las peluquerías del barrio en un frasco de cristal transparente así de grande. Tenía el pitorro negro, me parece, y en la etiqueta había una foto de un niño que sonreía como un idiota. La imagen idealizada de un verdadero cretino con el pelo perfectamente acicalado. Ni un remolino en aquel cabezón, ningún titubeo en la raya de aquel tío tan guapo. Yo tenía cinco o seis años, y mi madre me lo aplicaba todas las mañanas con la esperanza de que llegara a parecerme a su hermano gemelo. Aún puedo oír el gluglú del pringue al salir del frasco. Era un líquido blancuzco, translúcido, pegajoso al tacto. Una especie de esperma aguado, supongo, pero ¿quién sabía esas cosas entonces? Probablemente lo fabricaban con adolescentes contratados para que se hicieran pajas en unas cubas. Así se hacen las fortunas en nuestro gran país. A un centavo la producción, a un dólar la venta, calcula lo demás. Así que mi madre polaca me frotaba el cuero cabelludo con el acondicionador O'Dell, me peinaba los bucles rebeldes y luego me mandaba al colegio con la cara de memo del niño del frasco. Tenía que ser norteamericano, caramba, y aquel pelo quería decir que estaba en mi ambiente, que mis padres sabían de qué coño iba el rollo.
»Antes de que pierdas el control y te eches a llorar, amigo mío, déjame añadir que el acondicionador O'Dell era un potingue artificioso, un engaño. No acondicionaba el pelo, sino que lo sometía a base de fijador. Durante la primera hora parecía surtir efecto, pero luego, a medida que avanzaba la mañana, el fijador se endurecía y poco a poco mi pelo se iba convirtiendo en un rígido amasijo de alambres resinosos, como si me hubieran encasquetado un gorro de muelles en la cabeza. Resultaba tan extraño al tacto, que no podía dejarlo en paz. Incluso cuando cogía el lápiz con la mano derecha para hacer las sumas y las restas, levantaba una y otra vez la izquierda para hurgarme en la cabeza y tirarme de aquellas extrañas superficies. A media tarde el O'Dell estaba tan seco, tan absolutamente falto de humedad, que cada hebra de pelo se convertía en un filamento quebradizo. Ése era el momento que esperaba, la señal de que el último acto de la farsa estaba a punto de comenzar. Deslizaba los dedos hasta la raíz de los cabellos y, uno por uno, los cogía entre el dedo pulgar y el corazón y tiraba hacia arriba. Con suavidad. Muy despacio, pasando las uñas por toda la longitud del pelo. Ah. Qué satisfacción tan enorme, tan inmensa. ¡Todo aquel polvo cayendo a mi alrededor! ¡Tormentas, tempestades, remolinos de blancura! No era tarea fácil, te lo aseguro, pero poco a poco se esfumaba hasta la última huella de O'Dell. Desaparecía la incomodidad, y cuando sonaba el último timbrazo y el profesor nos mandaba a casa, el cuero cabelludo me hormigueaba de felicidad. Era tan bueno como follar,
mon vieux,
tan bueno como todas las drogas y el alcohol que me he metido en el cuerpo. Con cinco años, y a diario una orgía de reacondicionamiento. No me extraña que no prestara atención en clase. No hacía más que hurgarme, sólo me dedicaba a quitarme el O'Dell.