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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, #Thriller

Último intento (33 page)

BOOK: Último intento
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—¿Qué anda pasando estos días en Jamestown? —El aire está saturado de olor a humo de cigarros que despierta mi hambre frustrada de cigarrillos.

—Creo que la última vez que estuve aquí fue hace tres o cuatro años —Le digo.

—Cuando encontramos a RJ —recuerda ella.

—Sí.

—¿Hace tanto tiempo que no estás aquí?

—Sí, creo que fue en el 96.

—Bueno, entonces tienes que venir a ver lo que estamos haciendo. Es sorprendente cómo ha cambiado todo en el fuerte, y los objetos, cientos de miles, como probablemente ya sabrás por las noticias. Hemos estado haciendo estudios isotópicos sobre algunos de los huesos, algo que supongo te debe de resultar interesante, Kay. RJ sigue siendo nuestro mayor misterio. Su perfil isotópico no concordaba con una dieta de maíz ni de trigo, así que no supimos qué sacar en limpio, salvo que tal vez él no era inglés. De modo que enviamos uno de sus dientes a un laboratorio de Inglaterra para que hicieran un examen de ADN.

RJ son las letras que representan Redescubrimiento Jamestown. Es el prefijo que se le dio a cada rasgo descubierto en el lugar de las excavaciones pero, en este caso, Edith se refiere específicamente al rasgo número 102 desenterrado en la capa tercera o C de tierra. RJ102C es una tumba. Se ha transformado en la tumba más celebrada de la excavación porque se cree que el esqueleto que contiene es el de un hombre joven que llegó a Jamestown con John Smith en mayo de 1607 y fue muerto de un disparo ese otoño. Frente al primer indicio de violencia dentro de la arcilla que hacía las veces de ataúd, Edith y el arqueólogo en jefe me llamaron al lugar donde, juntos, con pinceles les quitamos la tierra a un proyectil de mosquete calibre 60 y un tiro calibre 21 que había fracturado la tibia y la había hecho rotar ciento ochenta grados, de modo que el pie apuntaba hacia atrás. La lesión debería haber roto o seccionado la arteria poplítea detrás de la rodilla, y R], como se lo llama cariñosamente, debería haber muerto desangrado rápidamente.

Desde luego, hubo un gran interés en lo que enseguida se apodó el primer asesinato en los Estados Unidos, una aseveración bastante pretenciosa puesto que no se puede decir con certeza que es un homicidio ni el primero y el Nuevo Mundo no era todavía los Estados Unidos. Con las pruebas forenses sí probamos que a R] le dispararon con un arma europea llamada mosquete de mecha y que, en base a la diseminación del proyectil, el arma fue disparada desde una distancia de aproximadamente cuatro metros y medio. Él no pudo haberse disparado accidentalmente. Se podría deducir que un compañero colono era el culpable, lo cual nos lleva a la noción no tan disparatada de que, por desgracia, el
karma
de los Estados Unidos parece ser que nos matemos unos a otros.

—Todo se ha trasladado al interior por el invierno. Edith se quita el saco y lo cuelga del respaldo del sillón. —Allí catalogamos los objetos, escribimos nuestros hallazgos, hacemos todas las cosas que no emprendemos cuando estamos trabajando en la excavación. Y, desde luego, conseguir financiación. Esa parte espantosa de la vida que en la actualidad tiende cada vez más a caer sobre mi falda. Esto me recuerda que recibí un llamado telefónico bastante inquietante de uno de nuestros legisladores, quien leyó todo lo referente a la muerte en el motel. Está muy alborotado, lo cual es lamentable, porque terminará haciendo precisamente lo que dice que no quiere hacer, que es atraer la atención sobre lo sucedido.

—¿Convulsionado por qué razón? —Frunzo el entrecejo. —Había muy poca información en el periódico.

Edith se tensa. Quienquiera sea ese legislador, es obvio que ella parece detestarlo.

—Es de la zona de Jamestown —me dice—. Él parece creer que podría tratarse de un crimen pasional, que la víctima era gay.

Suenan pasos en la escalera alfombrada y Aarón aparece con una bandeja, una botella y tres vasos en los que está grabado el sello del estado.

—No hace falta decir que una cosa así podría comprometer gravemente lo que estamos haciendo allá.—Elige con cuidado sus palabras mientras Aarón sirve Black Bush. Se abre una puerta y el gobernador emerge de su oficina privada en medio de humo de cigarro, sin el saco del esmoquin y sin la corbata.

—Kay, lamento haberte hecho esperar —me dice y me abraza—. Hemos tenido problemas. Supongo que Edith ya te ha dado una idea.

—En eso estaba —contesto.

Capítulo 18

El gobernador Mitchell está visiblemente perturbado. Su esposa se pone de pie para permitir que tengamos una conversación privada y los dos intercambian unas palabras acerca de un llamado que hace falta hacer a una de sus hijas. después de lo cual Edith me desea buenas noches y se va. El gobernador enciende otro cigarrillo. Es un hombre bien parecido y recio, con el cuerpo fuerte de un jugador de fútbol y pelo tan blanco como las arenas caribeñas.

—Iba a tratar de comunicarme contigo mañana, pero no sabía si no te habrías ido a alguna parte para las fiestas —dice—. Gracias por venir.

El whisky me caldea la garganta con cada trago mientras mantenemos una cortés conversación sobre los planes para Navidad y cómo van las cosas en el Instituto de Ciencia Forense y Medicina de Virginia. Con cada respiración pienso en el detective Stanfield. El muy imbécil. Es evidente que él divulgó información muy secreta sobre el caso y nada menos que a un político encumbrado, su cuñado el representante Dinwiddie. El gobernador es un hombre astuto. Más importante aún, empezó su carrera como fiscal. Sabe que yo estoy furiosa y también el porqué.—El diputado Dinwiddie tiene la costumbre de alborotar el avispero —dice el gobernador y confirma así que se trata de un alborotador. Dinwiddie es un camorrista militante, quien nunca deja que el mundo olvide que su linaje puede rastrearse, si bien de manera muy indirecta, hasta el jefe Powhatan, el padre de Pocahontas.

—El detective hizo mal en decirle algo a Dinwiddie —respondo—, y Dinwiddie estuvo mal en habértelo dicho a ti o a cualquier otra persona. Éste es un caso penal. No se trata del aniversario número cuatrocientos de Jamestown. No se trata de turismo ni de política. Se trata de un hombre al que casi con toda seguridad han torturado y dejado que se quemara en la habitación de un motel.

—De eso no cabe ninguna duda —responde Mitchell—. Pero hay ciertas realidades que tenemos que tomar en cuenta. Un crimen por odio que de alguna manera puede parecer relacionado con Jamestown sería una catástrofe.

—Yo no tengo conciencia de que exista ninguna conexión con Jamestown, más allá del hecho de que la víctima se haya registrado en un motel ubicado en los alrededores de Jamestown que ofrece una promoción especial para comerciantes llamada dieciséis-cero-siete. —Comienzo a sentirme exasperada.

—Con toda la publicidad que ya ha recibido Jamestown, esa sola información es suficiente para hacer que los medios levanten las antenas. —Hace girar el cigarro en las yemas de los dedos y lentamente se lo lleva a los labios. —Se piensa que la celebración del 2007 podría generar mil millones de dólares de ingresos para el estado. Es nuestra Feria Mundial, Kay. El año que viene Jamestown será conmemorada en una moneda de veinticinco centavos. El lugar de la excavación ha sido visitado por muchísimos equipos de noticias.

Se pone de pie, atiza el fuego y recuerdo los trajes arrugados que usaba tiempo antes y su aspecto atormentado, y su oficina repleta de carpetas y de libros en el Edificio de los Tribunales de Distrito. Hemos actuado juntos en muchas causas, algunas de ellas los hitos más dolorosos de mi historia, las de asesinatos crueles cuyas víctimas me siguen acosando: la de la repartidora de periódicos secuestrada en medio de su recorrido, violada y abandonada a una muerte lenta; la de la anciana muerta a tiros porque sí, mientras colgaba ropa a secar; la cantidad de personas ejecutadas por los hermanos Briley. Mitchell y yo sufrimos frente a muchos actos horrorosos de violencia, y yo lo extrañé cuando él fue designado para un cargo superior. El éxito separa a los amigos. La política, sobre todo, es muy perjudicial para las relaciones, porque la verdadera naturaleza de la política es recrear a la persona. El Mike Mitchell que yo conocía se ha visto reemplazado por un estadista que ha aprendido a procesar sus ardientes creencias a través de sub-rutinas seguras y meticulosamente calculadas. Él tiene un plan. Tiene uno para mí. —Odio tanto como tú que los medios se pongan frenéticos —Le digo. Él vuelve a poner el atizador en su soporte de bronce y fuma con su espalda hacia el fuego, su cara enrojecida por el calor. La leña crepita y silba. —¿Qué podemos hacer al respecto, Kay? —Decirle a Dinwiddie que mantenga la boca cerrada. —¿El Señor Titulares? —Su sonrisa es irónica—. ¿Que se ha ocupado de señalar en todos los tonos que hay quienes piensan que Jamestown fue el crimen detestable original… contra los aborígenes norteamericanos?

—Bueno, creo que también es bastante horroroso matar, quitar el cuero cabelludo y matar de hambre a la gente. Parecería que siempre ha habido bastante odio por aquí desde los comienzos de los tiempos. No seré yo la que emplee el término «crimen por odio», gobernador. No está en ningún formulario llenado por mí, ni en un casillero existente en un certificado de defunción. Como tú bien sabes, esa etiqueta depende del fiscal, de los investigadores y no del médico forense. —¿Cuál es tu opinión?

Le hablo del segundo cadáver encontrado en Richmond a última hora de esta tarde. Me preocupa la posibilidad de que las dos muertes estén relacionadas. —¿Basándote en qué? —Su cigarro humea en un cenicero. Él se frota la cara y se masajea las sienes como si tuviera dolor de cabeza. —Servidumbre —contesto—. Y quemaduras.

—¿Quemaduras? Pero el primer tipo estuvo en un incendio. ¿Por qué el segundo tiene quemaduras? —Sospecho torturas. —¿Gay?

—No hay ninguna prueba de ello en la segunda víctima. Pero no podemos descartarlo.

—¿Sabemos quién es o si es de por aquí?

—Hasta el momento, no. Ninguna de las víctimas tiene efectos personales.

—Lo cual sugeriría que alguien involucrado no quiere que sean identificados. O robo. O las dos cosas.

—Posiblemente.

—Háblame más de las quemaduras —dice el gobernador.

Se las describo. Menciono el caso que Berger tenía en Nueva York y la ansiedad del gobernador se vuelve más palpable. En su cara aparece una expresión de furia.

—Esta clase de especulaciones debe quedar en este cuarto —dice—. Lo último que necesitamos es otra conexión Nueva York, Santo Cielo.

—No existe ninguna prueba de una conexión, a menos que alguien haya tomado esa idea de los informativos —respondo—. No puedo decir de manera fehaciente que se haya usado una pistola de calor en estos casos.

—¿No te resulta un poco raro que los homicidios de Chandonne tengan una conexión neoyorquina? De modo que el juicio se realizará allá. ¿Y ahora, de pronto, tenemos dos asesinatos aquí que son similares a otro asesinato de Nueva York?

—Sí, es muy extraño. Gobernador, lo único que puedo decirte con total certeza es que no pienso convertir los informes de autopsia en un elemento clave para abastecer las agendas políticas de otras personas. Lo que sí haré, como siempre, es ceñirme a los hechos y evitar las especulaciones. Te sugiero que pensemos en términos de manejar las cosas en lugar de suprimirlas.

—Maldición. Se va a desatar un infierno —farfulla él en medio de una nube de humo.—¿Y tu caso? ¿El hombre lobo francés, como algunas personas lo llaman? —Mitchell finalmente llega a ese punto. —¿Qué va a hacerte a ti todo eso? —Vuelve a tomar asiento y me mira intencionadamente.

Yo bebo mi whisky y me pregunto cómo decírselo. En realidad, no hay ninguna manera agradable de hacerlo.

—¿Qué me hará a mí? —digo y sonrío con pesar.

—Tiene que ser algo espantoso. Me alegra que hayas apresado a ese hijo de puta. —Los ojos se me llenan de lágrimas y él enseguida aparta la vista. Mitchell es de nuevo el fiscal. Nos sentimos cómodos. Somos viejos colegas, viejos amigos. Estoy conmovida, muy conmovida y, al mismo tiempo, deprimida. El pasado es el pasado. Mitchell es el gobernador. Lo más probable es que muy pronto termine en Washington. Yo soy la jefa de médicos forenses de Virginia y él es mi jefe. Estoy a punto de decirle que tengo que renunciar a mi cargo de jefa.

—No creo que sea en mejor interés del estado el que yo continúe sirviendo en mi cargo. —Ya está. Lo dije.

Él se queda mirándome.

—Por supuesto, te presentaré esto de manera más formal, por escrito. Pero lo he decidido. Renuncio a partir del 1° de enero. Desde luego, me quedaré durante todo el tiempo que me necesitas mientras buscas a mi reemplazante. —Me pregunto si él esperaba esto. A lo mejor lo que siente es alivio. O quizás está enojado.

—No es propio de ti darte por vencida, Kay —dice él—. Eso es algo que nunca has sido. No permitas que esos imbéciles te corran, maldito seas.

—Yo no abandono mi profesión. Sólo cambio los límites. Nadie me corre.

—Sí, claro, los límites —Comenta el gobernador, se echa hacia atrás contra los almohadones y me observa. —Parecería que estás por convertirte en una mercenaria.

—Por favor. —Los dos compartimos el mismo desprecio por los expertos cuya elección acerca de a cuál parte representar se basa en el dinero, no en la justicia.

—Ya sabes lo que quiero decir. —Vuelve a encender su cigarro y pierde la vista en el vacío, pensando ya en un nuevo plan. Me parece ver cómo le funciona la mente.

—Me pondré a trabajar en forma privada —digo—. Pero nunca seré una mercenaria. De hecho, lo primero que tengo que hacer no me permitirá ganar ni un centavo, Mike. El caso. Nueva York. Tengo que dar una mano y eso tomará mucho de mi tiempo.

—Está bien. Entonces la cuestión es sencilla. Tú te pones a trabajar en forma privada y el estado será tu primer cliente. Te contrataremos como jefa interina hasta que haya una solución mejor para Virginia. Espero que tus honorarios sean razonables —Añade con tono de chanza.

Eso no es para nada lo que yo esperaba escuchar.

—Pareces sorprendida —Comenta.

—Lo estoy.

—¿Por qué?

—Quizá Buford Righter te lo podría explicar —Comienzo a decir y de nuevo siento que mi indignación crece—. Tenemos a dos mujeres horrendamente asesinadas en esta ciudad y, no importa qué, a mí no me parece bien que su homicida esté ahora en Nueva York. No puedo evitarlo, Mike. Tengo la sensación de que es mi culpa, de que he comprometido los casos de aquí porque Chandonne vino a atacarme. Creo que me he convertido en un estorbo.

BOOK: Último intento
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