—A mí me gustaría que ante el juez compareciera el culpable, nadie más.
—Usted sabe quién es el culpable; lo sabe perfectamente bien.
Dejé a Wilson y me dirigí a casa, donde me serví un vodka bien cargado. La casa estaba en silencio; era ya más de medianoche.
Bebí el vodka pensando en lo que había visto. Como Wilson decía, todo apuntaba a Peter Randall. Había sangre en su coche, y él había destruido el coche. No dudaba de que un bidón de gasolina en el asiento delantero habría destruido toda prueba. Ahora estaba limpio, o lo estaría si nosotros no le hubiéramos visto quemando el coche.
Entonces, como decía Wilson, todo tenía sentido. Ángela y Bubbles no mentían al decir que no habían visto a Karen; ella había ido a ver a Peter aquel domingo por la noche. Y Peter había cometido un error; Karen se marchó a su casa y empezó a sangrar. Ella se lo dijo a la señora Randall, quien la llevó en su propio coche al hospital. Al llegar al hospital, ella no sabía que el diagnóstico del servicio de urgencia llamaría a la policía, y para evitar un escándalo familiar echó la culpa del aborto al otro médico que sabía que solía practicarlos: Art Lee. Había apretado el gatillo y había hecho estallar la bomba.
Todo tenía sentido.
Excepto, pensé, por los antecedentes del caso. Peter Randall había sido el médico de Karen durante años. Él sabía que era una muchacha histérica. Por lo tanto, él se habría asegurado de su embarazo con la prueba del conejo. También sabía que anteriormente había tenido problemas visuales, lo que sugería un tumor pituitario que podía dar los síntomas de un embarazo. Así pues, lo cierto es que antes hubiera hecho una prueba.
Entonces, aparentemente, él la había enviado a Art Lee. ¿Por qué? Si él hubiera estado dispuesto a permitir el aborto, lo habría practicado él mismo.
Y aún había algo más: él la había hecho abortar dos veces sin complicaciones. ¿Por qué cometió un error —un grave e importante error— la tercera vez?
«No —pensé—, no tenía sentido».
Y entonces recordé algo que Peterson había dicho: «Ustedes los médicos siempre se apoyan». Me di cuenta de que él y Wilson tenían razón. Quería creer que Peter era inocente. En parte, porque era un médico, en parte porque me resultaba simpático. Incluso ante una gran evidencia de lo contrario, quería creer que era inocente.
Suspiré y bebí. El hecho era que había visto algo muy grave aquella noche, algo clandestino que no podía olvidar. No podía considerarlo ni un accidente ni una coincidencia. Tenía que encontrar una explicación.
Y la explicación más lógica era que Peter Randall era el culpable.
Me desperté sintiéndome desgraciado. Como un animal enjaulado, atrapado, encerrado. No me gustaba lo que estaba sucediendo y no veía la forma de evitarlo. Lo peor de todo es que no veía la forma de combatir a Wilson. Si la inocencia de Art Lee era difícil de probar, la de Peter Randall era imposible.
Judith me miró y dijo:
—Mal humor.
Me levanté y me duché.
—¿Averiguaste algo? —preguntó Judith.
—Sí. Wilson quiere cargar el muerto a Peter Randall.
—¿Al viejo Peter? —dijo riendo.
—Al viejo Peter —confirmé.
—¿Tiene el caso ganado?
—Sí.
—Eso está bien —dijo.
—No, no lo está.
Cerré la ducha y salí, cogiendo una toalla.
—No puedo creer que Peter lo hiciera —dije.
—Eres muy caritativo.
Meneé la cabeza:
—No, atrapar a otro hombre inocente no soluciona absolutamente nada.
—Les está bien merecido.
—¿A quién?
—A los Randall.
—No es justo.
—Para ti es fácil decirlo. Puedes evadirte del problema con teorías y formulismos. Yo he estado con Betty Lee durante tres días.
—Sé que ha sido duro para ti…
—No estoy hablando de mí —dijo—. Estoy hablando de ella. ¿O has olvidado lo que sucedió anoche?
—No —dije, pensando que esa noche había empezado todo el jaleo y había decidido llamar a Wilson.
—Betty ha pasado por un infierno. No hay excusas para ello, y los Randall son culpables. Por lo tanto, deja que se mojen también un poco en la salsa. Que se den cuenta de lo que eso significa.
—Pero Judith, si Peter es inocente…
—Peter es muy simpático. Pero eso no quiere decir que sea inocente.
—Pero tampoco lo hace culpable.
—Ya no me importa quién sea el culpable. Lo único que quiero es que todo termine y Art salga de la cárcel.
—Sí, comprendo lo que sientes —dije.
Mientras me afeitaba, me miré en el espejo. Un rostro bastante común; las mandíbulas demasiado pesadas, los ojos excesivamente pequeños, el pelo muy fino. Pero, en conjunto, nada que llamara la atención. Me dio una extraña sensación pensar que había sido el centro de una crisis que afectaba a media docena de personas durante tres días. No era yo la persona adecuada para estas cosas.
Mientras me vestía, me pregunté qué haría aquella mañana, así como si había llegado a estar alguna vez en el centro del problema. Era un pensamiento raro. ¿Y si solamente había estado dando vueltas por la periferia, distraído por hechos sin importancia? ¿Y si el verdadero filón estuviera aún por explotar?
Ahora también trataba de salvar a Peter.
Diablos, ¿y por qué no? Merecía tanto ser salvado como cualquier otra persona.
Se me ocurrió entonces que Peter Randall era tan digno de ser salvado como el mismo Art. Ambos eran hombres, ambos médicos establecidos, los dos resultaban interesantes y eran poco conformistas. Examinando los hechos, no había nada en realidad que hiciera posible la elección entre uno u otro. Peter era chistoso, Art sarcástico. Peter era gordo, Art flaco.
Pero en esencia lo mismo.
Me puse la chaqueta e intenté olvidarlo todo. Yo no era el juez, a Dios gracias. Y no tenía por qué juzgar los hechos antes del juicio.
Sonó el teléfono. No contesté. Un momento después, Judith me llamó:
—Es para ti.
Cogí el receptor.
—¿Sí?
Una voz familiar se oyó al otro lado:
—John, soy Peter. Quisiera que nos viéramos a la hora de comer.
—¿Por qué?
—Quiero hablar contigo, ¿te parece bien a las doce y media?
—Está bien, hasta entonces.
Peter Randall vivía en el oeste de Newton, en una casa moderna. Era pequeña pero estaba muy bien amueblada: sillas de estilo Breuer, un diván Jacobsen, una mesita de café Rachamann. El estilo era muy moderno. Me vino a saludar en la misma puerta, con un vaso en la mano.
—Entra, John. —Me llevó a la salita—. ¿Qué quieres beber?
—Nada, gracias.
—Creo que sería mejor que lo hicieras. ¿Whisky?
—Con hielo.
—Toma asiento —dijo. Se fue a la cocina; oí caer los cubitos de hielo en un vaso—. ¿Qué has hecho esta mañana?
—Nada —contesté—. Sentarme y pensar.
—¿Sobre qué?
—Sobre todo.
—No tienes que decírmelo si no quieres —dijo, volviendo con un vaso de whisky.
—¿Sabías que Wilson tomó fotografías?
—Lo sospeché. Ese muchacho es ambicioso.
—Sí —dije.
—Y estoy en una situación difícil, ¿no?
—Eso parece.
Se quedó mirándome un momento y después preguntó:
—¿Qué es lo que piensas?
—Ya no sé qué pensar.
—¿Sabes, por ejemplo, que yo provoco abortos?
—Sí.
—¿Y a Karen?
—Dos veces —le dije.
Se sentó en una silla; su protuberante estómago contrastaba con la severidad y la angulosidad de la silla:
—Tres veces —dijo—, para ser exacto.
—Entonces, tú…
—No, no —repuso—, la última vez fue en junio.
—¿Y la primera?
—Tenía quince años —suspiró—. Ya ves, he cometido algunos errores. Uno de ellos fue cuidar de Karen. Su padre no le hacía el menor caso y yo… Ella me gustaba. Era una muchacha muy dulce. Perdida y confusa, pero dulce. Así pues, le provoqué el primer aborto, igual que he hecho abortar a muchas otras pacientes de vez en cuando. ¿Te sorprende?
—No.
—Bien; pero el problema fue que Karen quedaba en estado continuamente. Tres veces en tres años; para una muchacha de su edad, eso no era prudente. Era patológico. Así pues, decidí que tendría que llevar a término su cuarto embarazo.
—¿Por qué?
—Porque era obvio que ella quería quedarse embarazada. Lo hacía a propósito. Obviamente, necesitaba la vergüenza y el trastorno que significa tener un hijo ilegítimo. Así pues, rehusé hacérselo la cuarta vez.
—¿Estás seguro de que estaba embarazada?
—No —dijo—. Y tú sabes por qué tenía mis dudas. Aquellos trastornos visuales. Pensé que podían ser trastornos primarios de la pituitaria. Quise hacer análisis, pero Karen no me dejó. Ella sólo tenía interés en abortar, y cuando le dije que no se lo haría se enfadó.
—Así pues, la enviaste al doctor Lee.
—Sí.
—¿Y él lo hizo?
Peter meneó la cabeza.
—Art es demasiado listo para eso. Él habría insistido en las pruebas. Además, ella estaba embarazada de cuatro meses, o al menos eso era lo que decía. Él no lo habría hecho.
—Y tú tampoco lo hiciste.
—No. ¿Lo crees?
—Me gustaría.
—¿Pero no estás completamente convencido?
Me encogí de hombros.
—Quemaste el coche. Estaba lleno de sangre.
—Sí —dijo—. La sangre de Karen.
—¿Qué sucedió?
—Presté mi coche a Karen para el fin de semana. No sabía entonces que ella había planeado el aborto.
—¿Quieres decir que ella te pidió el coche para el aborto, y luego volvió a casa con él, sangrando? ¿Y después pasó al Porsche amarillo?
—No exactamente —dijo Peter—. Pero será mejor que te lo explique otra persona. —Llamó—: Cariño, ven acá. He aquí mi coartada —dijo sonriendo.
La señora Randall entró en la habitación, con aspecto duro y sensual. Se sentó en una silla al lado de Peter.
—Ya ves —dijo Peter— en qué lío estoy metido.
—¿El domingo por la noche? —pregunté.
—Eso es.
—Es algo embarazoso —dije—. Pero conveniente.
—En cierto sentido, quizá —concedió Randall; le dio a Evelyn un golpecito en la mano y se levantó pesadamente de la silla—. Yo no lo llamo ni embarazoso ni conveniente.
—¿Estuviste con ella toda la noche del domingo?
Él se sirvió otro whisky.
—Sí.
—¿Haciendo qué?
—Haciendo algo que no me gustaría explicar bajo juramento.
—¿Con la mujer de tu hermano? —pregunté. Él guiñó el ojo a la señora Randall.
—¿Eres la esposa de mi hermano?
—He oído algún rumor, pero no lo creo —dijo ella.
—Ya ves que permito que metas la nariz en un asunto de familia bastante íntimo —dijo Peter.
—Menudos asuntos de familia.
—¿Estás indignado?
—No —dije—. Fascinado.
—Joshua —dijo Peter— es un necio. Tú ya lo sabes, desde luego. Y también Wilson. Es por eso que siente tanta confianza en sí mismo. Pero, desgraciadamente, Joshua se casó con Evelyn.
—Desgraciadamente —dijo Evelyn.
—Ahora estamos en un lío —dijo Peter—. Ella no puede divorciarse de mi hermano para casarse conmigo. Eso sería imposible. Así pues, nos hemos resignado a esta vida.
—Difícil, me imagino.
—En realidad, no —dijo Peter, sentándose de nuevo con otra bebida—. Joshua está muy atareado. Muchas veces se pasa la noche trabajando. Y Evelyn está ocupada en muchas obras de caridad y pertenece a muchos clubs.
—Él lo averiguará, tarde o temprano.
—Ya lo sabe —dijo Peter.
Debí mostrar alguna reacción en mi rostro, porque dijo rápidamente:
—No conscientemente, desde luego. J.D. no sabe nada conscientemente. Pero en el fondo de su mente se da cuenta de que tiene una joven esposa a la que olvida con frecuencia y que busca satisfacción en cualquier otra parte.
Yo me volví a la señora Randall.
—¿Juraría usted que Peter la acompañaba el domingo por la noche?
—Si me viera obligada a ello, sí —dijo.
—Wilson la obligará. Quiere un juicio.
—Lo sé —dijo ella.
—¿Por qué acusó a Art Lee?
Ella apartó sus ojos de mí y los fijó en Peter.
—Intentaba protegerme —dijo Peter.
—¿Art era el único médico que practicara abortos que conocía además de ti?
—Sí —dijo Evelyn.
—¿La hizo abortar a usted?
—Sí. Fue en diciembre pasado.
—¿Fue una buena operación?
Ella se removió en la silla.
—Fue efectiva, si a eso se refiere.
—Eso es —dije—. ¿Sabe usted que Art nunca la hubiera comprometido?
Ella vaciló y después dijo:
—Estaba confusa. Tenía miedo. No sabía lo que hacía.
—Estaba destruyendo a Art.
—Sí —dijo ella—, así resultó ser después.
—Bien —dije—, ahora puede librarle de todo eso.
—¿Cómo?
—Retirando la acusación.
—No es tan fácil —dijo Peter.
—¿Por qué no?
—Ya lo viste anoche. J.D. una vez ha echado el guante quiere el duelo. En cuanto al bien y al mal tiene un punto de vista de cirujano. Sólo ve lo blanco y lo negro, el día y la noche. Para él no existe el gris. Ni el crepúsculo.
—No quiere estorbos.
Peter rio.
—Quizá es un poco parecido a ti.
Evelyn se levantó.
—La comida estará lista dentro de cinco minutos. ¿Otro trago?
—Sí —dije mirando a Peter—, será mejor.
Cuando Evelyn se hubo marchado, Peter dijo:
—Me tienes por una bestia sin corazón. Pero en realidad no soy así. Ha habido una larga cadena de errores, una larga lista de malentendidos. Me gustaría que todo se aclarara…
—Sin que nadie saliera perjudicado.
—Más o menos. Desgraciadamente, mi hermano no nos sirve de nada. Una vez su esposa hubo acusado al doctor Lee, él lo tomó como la verdad del evangelio. Se volcó sobre eso como si fuera la misma verdad, igual que se hubiera lanzado sobre un salvavidas. Nunca lo soltará.
—Continúa —dije.
—Pero el problema persiste. Insisto, lo creas o no, en que yo no lo hice. Tú estás igualmente seguro de que el doctor Lee tampoco lo hizo. ¿Quién nos queda?
—No lo sé —contesté.
—¿Puedes averiguarlo?
—¿Me estás pidiendo ayuda?