Un caso de urgencia (32 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

BOOK: Un caso de urgencia
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Los tiempos cambian.

Al fin los Zephyrs terminaron. Pusieron un disco, y los amplificadores esparcieron su sonido por toda la sala. Los músicos bajaron del estrado y se dirigieron al bar. Cuando Román se acercaba, me dirigí a él y le toqué el brazo.

—¿Puedo invitarle a un trago?

Él me miró sorprendido:

—¿Por qué?

—Soy un admirador de Little Richard.

Sus ojos me examinaron de arriba abajo.

—Déjeme en paz —dijo.

—Lo digo en serio.

—Vodka —dijo, sentándose a mi lado.

Pedí un vodka. Lo trajeron y se lo bebió de un trago.

—Tomaremos otro —propuso—, y entonces podremos hablar de Little Richard. ¿De acuerdo?

—Está bien —dije.

Le sirvieron otro vodka y lo llevó a una mesa, al otro lado de la sala. Lo seguí. Su traje plateado brillaba en la oscuridad. Nos sentamos, él miró la bebida y dijo:

—Veamos esa placa.

—¿Qué?

Él me dirigió una mirada dolida:

—La insignia, muñeco. La medalla. Yo no hago nada si no trae la placa.

Debí parecer confundido.

—Madre mía —dijo—, a ver cuándo nos traerán algún poli listo.

—Yo no soy poli —repliqué.

—Claro que sí. —Cogió el vaso y se levantó.

—Espere un momento. Tengo algo que enseñarle. Saqué mi cartera y le mostré mi tarjeta de médico.

Estaba oscuro y tuvo que inclinarse para mirarla.

—Nada de bromas —dijo; su voz expresaba sarcasmo, pero se sentó de nuevo.

—Es la verdad. Soy médico.

—Está bien —dijo—. Es médico, pero huele a poli, aunque sea médico. Así que pongamos nuestras cartas sobre la mesa. ¿Ve usted a esos cuatro tipos de allá? —preguntó, señalando al grupo—. Si algo sucede, todos serán testigos de que me enseñó usted una tarjeta de médico y no una placa. Eso es engaño, muchacho. No vale ante un tribunal. ¿Verdad?

—Sólo quiero charlar.

—Nada de bromas —dijo, y bebió del vaso; sonrió ligeramente—. Las cosas se saben enseguida.

—¿De veras?

—Sí. —Me miró—. ¿Quién se lo dijo a usted?

—Tengo enlaces.

—¿Qué enlaces?

Me encogí de hombros.

—Pues eso… enlaces.

—¿Quién quiere la cosa?

—Yo.

Se echó a reír.

—¿Usted? Vamos, hombre, usted no quiere nada.

—Está bien —dije. Me levanté, dispuesto a marcharme—. Quizá me he equivocado de hombre.

—Un minuto, muchacho.

Me detuve. Estaba sentado en la mesa, mirando su bebida, dando vueltas al vaso entre las manos.

—Siéntese —ordenó.

Me senté. Él continuó mirando el vaso.

—Es un buen material —dijo—. No lo damos por nada. Es de la mejor calidad, y el precio es alto, ¿entendido?

—Está bien —dije.

Se rascó el brazo y la mano en un movimiento nervioso.

—¿Cuántas cajas?

—Diez, quince, las que tenga.

—Tantas como quiera.

—Entonces, quince —dije—. Pero quiero verlas primero.

—Sí, hombre, sí. Enseguida. Las verá usted primero; está bien.

Continuó rascándose el brazo por encima del traje plateado, después sonrió.

—Pero primero dígame una cosa.

—¿Qué?

—¿Quién se lo dijo?

Vacilé.

—Ángela Harding.

Pareció confundido. No sabía si había hecho mal en decir ese nombre. Cambió de posición en la silla, como si de pronto tomara una decisión; después dijo:

—¿Es amiga suya?

—Más o menos.

—¿Cuándo la vio usted por última vez?

—Ayer.

Movió la cabeza lentamente:

—Allí está la puerta —dijo—. Le doy treinta segundos para salir antes de hacerle pedazos. ¿Me ha oído, poli? Treinta segundos.

—Está bien, no fue Ángela. Fue una amiga suya.

—¿Quién?

—Karen Randall.

—No he oído nunca ese nombre.

—Yo creía que la conocía usted muy bien.

Negó con la cabeza:

—No.

—Eso es lo que me dijeron.

—Le engañaron, muchacho. Está usted completamente equivocado.

Saqué la fotografía del bolsillo y se la enseñé:

—Esto estaba en su habitación de la escuela.

Antes de que pudiera darme cuenta de lo que había sucedido, la fotografía estaba hecha pedazos.

—¿Qué fotografía? —dijo con voz cortante—. No sé nada de ninguna fotografía. No he visto nunca a la muchacha.

Me recliné en la silla. Él me miró con ojos llenos de ira:

—Fuera —dijo.

—Vine aquí para comprar algo, y no quiero marcharme sin ello.

—Usted se marchará ahora mismo, si no quiere acabar mal.

Se rascó el brazo de nuevo. Lo miré y me di cuenta de que no podría sacarle nada más. No hablaría, ni yo tenía forma de obligarlo a hacerlo.

—Está bien —dije. Me levanté, dejando mis gafas sobre la mesa—. Por cierto, ¿sabe usted dónde puedo adquirir un poco de tiopental?

Durante un momento, pareció que sus ojos se ensanchaban. Después preguntó:

—¿Un poco de qué?

—Tiopental.

—Nunca he oído ese nombre. Ahora, fuera; márchese antes de que estos muchachos tan simpáticos busquen pelea y le dejen algo atontado.

Salí. Fuera hacía frío: empezaba a caer de nuevo una lluvia fina. Miré hacia Washington Street y a las brillantes luces de otros locales en donde se bailaba rock; cabarets, garitos. Esperé treinta segundos y después volví a entrar.

Mis gafas estaban todavía sobre la mesa. Las recogí y me volví para salir de nuevo. Mis ojos barrieron la sala.

Román estaba en un rincón, hablando por teléfono.

Eso era todo lo que quería saber.

Cuatro

A la vuelta de la esquina había un bar de autoservicio, oscuro y sucio. Las hamburguesas costaban veinte centavos. Tenía un gran aparador de cristal. Dentro vi a algunas muchachas riéndose mientras comían, y a un par de vagabundos que llevaban unos abrigos raídos y viejos que les llegaban casi hasta los pies. A un lado había tres marineros que reían y se daban palmadas en la espalda el uno al otro, comentando alguna conquista o planeando alguna juerguecita. En la parte posterior había un teléfono.

Llamé al Mem y pregunté por el doctor Hammond. Me dijeron que estaba de guardia aquella noche; la central me puso con el servicio de urgencias.

—Norton, soy John Berry.

—¿Qué hay?

—Necesito una información de los archivos.

—Eres afortunado. Aquí está hoy muy tranquilo todo. Un par de contusiones y una pelea de borrachos. Nada más. ¿Qué necesitas?

—Anota esto: Román Jones, de unos veinticuatro o veinticinco años. Quiero saber si ha estado en el hospital o si ha sido visitado ahí alguna vez. Y quiero las fechas.

—Está bien —dijo Hammond—. Román Jones. Ingresos y visitas en el dispensario. Te lo buscaré enseguida.

—Gracias —dije.

—¿Volverás a llamar?

—No. Me pasaré por el servicio de urgencias dentro de un rato.

Ese constituiría, como descubriría más adelante, el hallazgo del año.

Cuando terminé de hablar por teléfono, me sentí hambriento y pedí un bocadillo de salchichas caliente y un café. Nunca una hamburguesa en un lugar como ése. Por un motivo: a menudo utilizan carne de caballo o de conejo, o entrañas, o cualquier otra cosa que tengan a mano. Y también por otro motivo: generalmente contienen suficientes gérmenes patógenos como para infectar un ejército entero. Por ejemplo, triquinosis; Boston tiene un promedio de esta infección seis veces mayor que el de todo el país. Uno no es nunca bastante prudente.

Tengo un amigo que es bacteriólogo. Pasa la mayor parte del tiempo en el laboratorio de un hospital donde aíslan los gérmenes que causan las infecciones de sus pacientes. Su aprensión ha llegado a tal punto que nunca va a comer fuera de casa, ni siquiera a Joseph's ni a Locke-Ober. Nunca come un bistec a menos que esté muy bien cocido. Lo cierto es que el asunto le preocupa. Yo he comido con él y es algo terrible; se pasa toda la comida sudando. Lo ves imaginándose el plato lleno de colonias de gérmenes por todas partes. A cada mordisco, se imagina que se traga una colonia. Estafilococos, estreptococos, bacilos gramnegativos. Su vida es un desastre.

De todas maneras, los bocadillos de salchichas son más seguros —no mucho, pero algo—; así pues, me tomé uno y me acerqué al aparador con el café. Comí mientras miraba por el gran cristal a la multitud que pasaba.

Román me vino al pensamiento. No me gustaba lo que me había dicho. Estaba claro que vendía drogas, probablemente alguna droga fuerte. La marihuana era demasiado fácil de obtener. El LSD ya no lo fabricaba la Sandoz, pero el ácido lisérgico, su precursor, sí se fabrica en Italia, y cualquier universitario lo puede modificar robando algunos reactivos de su laboratorio químico. La psilocibina y el DMT nunca son fáciles de hacer.

Probablemente Román trataba con opio, morfina o heroína. Eso complicaba mucho el asunto, particularmente en vista de su reacción cuando mencioné a Ángela Harding y Karen Randall. No tenía idea de cuál podía ser la relación, pero estaba seguro de que pronto lo averiguaría.

Terminé el bocadillo y bebí el café. Mientras miraba por la ventana vi salir apresuradamente a Román. Él no me vio. Miraba hacia adelante con el ceño fruncido y una expresión preocupada. Me tragué el resto del café y lo seguí.

Cinco

Dejé que me adelantara media manzana. Caminaba deprisa entre la multitud, abriéndose paso con los codos. Mientras caminaba hacia Stuart Street no lo perdí de vista ni un momento. Una vez allí, giró a la izquierda. Le seguí; ese extremo de Stuart Street estaba desierto; aumenté la distancia que me separaba de él y encendí un cigarrillo. Me abroché el impermeable y deseé llevar un sombrero. Si él se detenía y me veía, me reconocería.

Román caminó una manzana y volvió a girar a su izquierda. Estaba volviendo sobre sus pasos. No lo entendí, pero me moví con más cautela. Caminaba deprisa, con movimientos bruscos, como los de un hombre asustado.

Llegamos a Harvey Street. Había allí un par de restaurantes chinos. Me paré para mirar una de las minutas expuestas al lado de la puerta. Román no miraba hacia atrás. Caminó otra manzana, después giró a la derecha.

Lo seguí.

Al sur del Boston Commons, la ciudad cambia bruscamente. A lo largo del Commons, en Tremon Street, hay tiendas elegantes y teatros de lujo. Washington Street está una manzana más lejos y es un poco más modesta; está llena de bares y cines donde proyectan películas pornográficas. Una manzana más lejos las casas se vuelven aún más bajas. Después viene otra manzana de restaurantes chinos, y termina la calle. A partir de allá, todo son tiendas, en su mayoría de ropa.

En ese momento nos encontrábamos en ese punto.

Los almacenes estaban oscuros; grandes retales de telas se veían en los escaparates. Había enormes cortinas metálicas cerradas, por la parte donde cargaban y descargaban los camiones de mercancías. Había también algunas tintorerías; una tienda donde alquilaban disfraces para el teatro, con el escaparate lleno de vestidos, maniquíes con trajes de corista, viejos uniformes militares y algunas bailarinas; una bolera en un sótano, de donde llegaba el tintineo de los bolos.

Las calles estaban húmedas y oscuras. Estábamos casi solos. Román avanzó rápidamente hacia la otra manzana y se detuvo.

Me metí en un portal y esperé. El miró hacia atrás durante un momento y después continuó avanzando.

Lo seguí. Varias veces volvió la cabeza, o tomó direcciones contrarias. Pasó un coche siseando sobre el pavimento húmedo. Román se ocultó en la sombra, y volvió a caminar cuando el coche hubo desaparecido.

Estaba claro que se sentía nervioso.

Lo seguí durante unos quince minutos. No estaba seguro de si intentaba matar el tiempo, o simplemente actuaba de ese modo por precaución. Se paró varias veces a mirar algo que tenía en la mano; quizá fuera un reloj, o quizá alguna otra cosa. No podía estar seguro.

Luego se encaminó en dirección norte, pasando por algunas calles anchas, rodeando el Commons y el Ayuntamiento. Tardé un rato en darme cuenta de que se dirigía a Beacon Hill.

Pasaron diez minutos más, y debí de descuidarme, porque lo perdí de vista. Román dio la vuelta a la esquina, y cuando giré yo, ya no estaba: la calle estaba desierta. Me paré por si oía ruido de pasos, pero no oí nada. Empecé a preocuparme y me apresuré a seguir adelante.

Entonces fue cuando sucedió.

Algo pesado y frío me golpeó en la cabeza; después sentí un dolor frío y profundo en la frente, y después un fuerte puñetazo en el estómago. Caí en el pavimento y el mundo empezó a dar vueltas a mi alrededor. Oí un grito, unos pasos y después nada.

Seis

Fue como una de esas curiosas visiones que se tiene en los sueños, en las pesadillas, donde todo aparece deformado. Los edificios eran negros y muy altos; se alzaban ante mí y amenazaban con derrumbarse sobre mi cabeza. Parecían erguirse infinitamente. Me sentí frío y empapado, y la lluvia me mojaba el rostro. Levanté la cabeza del pavimento y lo vi todo rojo.

Me apoyé en un codo. La sangre goteaba de mi impermeable. Miré aturdido al pavimento rojo. Un montón de sangre. ¿Mía?

Tenía el estómago revuelto y vomité allí mismo. Me sentía mareado y todo el mundo me parecía verde.

Finalmente me obligué a ponerme de rodillas.

A lo lejos oí una sirena. Estaba lejos, pero se acercaba. Me levanté temblando y me apoyé en un coche aparcado en la esquina. No sabía dónde me encontraba; la calle estaba oscura y silenciosa. Miré el pavimento lleno de sangre y me pregunté qué podía hacer.

Las sirenas se acercaban.

Tambaleando, di la vuelta a la esquina; después me paré para recobrar el aliento. Las sirenas estaban más cerca; una luz azul brillaba ahora en la calle que acababa de abandonar.

Llovía otra vez. No sé cuánto trecho recorrí. No sé dónde estaba.

Estuve andando hasta que vi un taxi detenido con el motor en marcha.

—Lléveme al hospital más próximo —dije.

El chófer me miró el rostro.

—Ni lo piense —dijo—. Olvídelo.

Y me dejó plantado ahí mismo, cuando estaba a punto de meterme dentro.

Volví a oír las sirenas a lo lejos.

Me dio de nuevo un mareo. Me incliné un poco y esperé que pasara. Vomité otra vez. La sangre goteaba de alguna parte de mi rostro. Había gotitas rojas en el vómito.

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