Un caso de urgencia (14 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

BOOK: Un caso de urgencia
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—¿Por qué?

—Porque, cuando hablé con el doctor Lee esta mañana, vi claro que estaba mintiendo. Creo que fue él quien lo hizo, doctor Berry; él fue quien la mató.

Catorce

Cuando volví a casa, me encontré con que Judith y los muchachos estaban todavía en casa de Betty. Me preparé otra bebida —esta vez fuerte— y me senté en la salita, mortalmente cansado pero incapaz de relajarme.

Tengo muy mal genio. Lo sé e intento controlarme, pero la verdad es que soy hosco y áspero con la gente. Creo que a la mayoría de las personas no les gusto; quizá por esto me dediqué a la patología. Pensando en lo ocurrido durante todo el día me di cuenta de que había perdido los estribos con demasiada frecuencia. Era estúpido; no ganaba nada con ello y perdía mucha fuerza.

Sonó el teléfono. Era Sanderson, el jefe de los laboratorios de patología del Lincoln.

Lo primero que dijo fue:

—Te llamo desde el teléfono del hospital.

—Está bien —dije.

El teléfono del hospital tiene por lo menos seis extensiones. Por la noche cualquiera podría escucharnos.

—¿Qué tal fue el día? —preguntó Sanderson.

—Interesante —dije—. ¿Y el tuyo?

—Tuvo momentos de todo —contestó Sanderson.

Podía imaginarlo. Todo el mundo que tuviera algo contra mí habría cargado contra Sanderson. Era lo más lógico, y podían hacerlo a sus anchas. Algunas bromas: «Dime, he oído decir que te faltan brazos últimamente». Algunas preguntas inquisitivas: «¿Es cierto que Berry se ha puesto enfermo? Oí decir que lo estaba. Pero no está internado, ¿verdad?». Después, algunas insinuaciones más sutiles de los jefes de los demás servicios: «Sanderson, ¿cómo demonios espera que mantenga a raya a mi personal si usted permite que los de patología se tomen todo el tiempo que quieren?». Y, finalmente, alguien de la administración: «Este hospital es como un barco; todo el mundo tiene su misión y debe cumplirla; no podemos llevar peso muerto a bordo».

La intención sería, simplemente, presionar para hacerme volver al hospital, o encontrar un nuevo patólogo.

—Diles que tengo sífilis terciana —dije—; eso a lo mejor los deja satisfechos.

Sanderson rio.

—No hay problema —dijo—. Pero he tenido que aguantar un buen chaparrón. No sé si podré aguantarlo por mucho tiempo. —Hizo una pausa y después dijo—: ¿Cuánto tiempo crees que te hará falta?

—No lo sé —contesté—, es complicado.

—Ven a verme mañana —dijo—; podemos hablar de ello.

—Está bien; quizá para entonces sepa algo más. En estos momentos está tan mal como el caso de Perú.

—Comprendo —dijo Sanderson—; te veré entonces mañana.

—Bien.

Colgué, con la certeza de que me había comprendido. Había querido decirle que había algo que no tenía sentido en el caso de Karen Randall, algo que no se comprendía. Era como un caso que tuvimos hace tres meses, un caso raro llamado
agranulocitosis
, la ausencia completa de células en la sangre. Es una grave situación, porque sin glóbulos no se puede combatir ninguna infección. La mayoría de las personas lleva siempre gérmenes de alguna enfermedad en la boca o en otras partes del cuerpo —estafilococos o estreptococos, o a veces difteria y neumococos—, y si el cuerpo no tiene defensas, la infección es segura.

El paciente era norteamericano, un médico que trabajaba en el Ministerio de Salud Pública de Perú. Tomaba una droga peruana para el asma, y un día empezó a encontrarse mal. Tenía escozor en la boca y fiebre, y se sentía cada vez peor. Fue a ver a un médico de Lima y le hizo un análisis de sangre. El cómputo de glóbulos blancos dio como resultado 600.
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Al día siguiente lo repitió y había bajado a 100; al otro día era de cero. Tomó un avión hasta Boston y se internó en nuestro hospital.

Hicieron una biopsia de médula ósea, por medio de una punción esternal.
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Miré la muestra por el microscopio y me quedé atónito. Tenía montones de células inmaduras de la serie de granulocitaria en la médula, y, aunque era anormal, no era muy grave. Pensé: «Diablos, aquí hay algo que no coincide». Y fui a ver a su médico.

Este médico había hecho examinar la droga peruana que el paciente estaba tomando. Resultó que contenía una sustancia que se había retirado del mercado norteamericano en 1942, porque suprimía la formación de los glóbulos blancos. El doctor se había imaginado que eso era lo que ocurría a su paciente; se había quedado sin glóbulos blancos, y la infección se había apoderado de él. El tratamiento era simple: suprimir la droga, no hacer nada, y esperar a que su médula se recobrara.

Le dije al doctor que la médula no tenía tan mal aspecto bajo el microscopio. Fuimos a ver al paciente y lo encontramos todavía enfermo. Tenía úlcera en la boca, y una infección estafilocócica en las piernas y en la espalda. Tenía mucha fiebre, estaba en estado letárgico y contestaba con lentitud cuando se le hacía alguna pregunta.

No podíamos comprender por qué su médula tenía un aspecto tan normal, básicamente hablando, cuando él estaba tan condenadamente enfermo; estuvimos pensando en ello y rompiéndonos la cabeza durante toda la tarde. Finalmente, a eso de las cuatro, le pregunté al doctor si se había presentado alguna infección en el lugar de la biopsia, allí donde habían hecho la punción para extraer la médula; el médico dijo que no lo sabía, no lo había comprobado. Fuimos a ver al paciente y le examinamos cuidadosamente el pecho.

Sorpresa: no había punción en ninguna parte. La biopsia de médula no había sido extraída a este paciente. Una de las enfermeras o quizá uno de los residentes había confundido las tarjetas, y le había adjudicado una muestra perteneciente a un hombre sospechoso de leucemia. Inmediatamente hicimos una punción a nuestro paciente y encontramos la médula con gran escasez de glóbulos blancos.

El paciente llegó a recobrarse posteriormente, pero nunca olvidaría la confusión que me causó este caso.

En estos momentos tenía la misma sensación: algo no coincidía, algo estaba fuera de lugar. No podía encontrar lo que era, pero sospechaba que la gente haría lo posible para confundirme; era casi como si estuviéramos hablando de cosas distintas. Mi posición era bien clara: Art era inocente a menos que se demostrara lo contrario, y esto todavía no se había demostrado.

Nadie parecía preocuparse de si Art era culpable o no. Lo que para mí era de crucial importancia, parecía ser insignificante para ellos.

Ahora bien, ¿por qué?

MARTES
11 DE OCTUBRE
Uno

Cuando desperté me pareció todo normal como un día cualquiera. Estaba exhausto, y fuera lloviznaba, y había una atmósfera fría y hostil. Me quité el pijama y tomé una ducha caliente. Mientras me afeitaba, Judith entró y me besó; después fue a la cocina a preparar el desayuno. Sonreí al espejo y me sorprendí al preguntarme qué horario quirúrgico habría ese día.

Entonces recordé: no iría al hospital ese día. Y se me volvió a presentar de lleno la situación.

No era un día normal.

Fui a la ventana y miré la lluvia que golpeaba los cristales. Por primera vez me pregunté si no debería dejarlo todo como estaba y volver a mi trabajo. La perspectiva de dirigirme al laboratorio, estacionar el coche en el patio, colgar el abrigo y ponerme la bata blanca y los guantes —todos los detalles rutinarios tan familiares—, me pareció de pronto muy atractiva, casi incitante. Era mi trabajo; me sentía a gusto con él. No había ni nervios ni tensiones; era para lo que me había preparado durante toda mi juventud. No era de mi incumbencia el jugar a detectives. Bajo la fría luz matinal esta idea me pareció horrible.

Entonces empecé a recordar los rostros que había visto. El rostro de Art, el de J.D. Randall, el falsamente seguro de Bradford. Y sabía que si no ayudaba yo a Art, nadie más lo haría.

En cierto sentido, éste era un pensamiento temible, casi aterrador.

Judith se sentó a almorzar conmigo. Los niños estaban todavía durmiendo; estábamos solos.

—¿Qué planes tienes para hoy? —dijo ella.

—No lo sé.

Yo mismo me había hecho esta pregunta varias veces. Tenía que averiguar más cosas, muchas más. Sobre Karen, y en particular sobre la señora Randall. Aún no sabía bastante sobre ninguna de ellas.

—Empezaré por la muchacha —dije.

—¿Por qué?

—Por lo que me han dicho de ella, era toda dulzura y luminosidad. Todo el mundo la quería; era una muchacha encantadora.

—Quizá lo fuera.

—Sí —dije—, pero no estaría mal si consiguiera la opinión de alguien más que su hermano y su padre.

—¿Cómo?

—Empezaré —dije— con la Escuela Smith.

Escuela Smith, Northampton, Massachusetts, dos mil doscientas muchachas que reciben una educación exclusiva en tierra de nadie. Necesité dos horas para llegar a Holyoke; otra media hora por carreteras estrechas hasta que pasé por debajo del ferrocarril y entré en la ciudad. Northampton nunca me ha gustado. Tiene un clima de represión impropio de una ciudad universitaria; casi puede olerse la irritación y la frustración en el aire; la frustración combinada de dos mil doscientas muchachas sin perspectiva alguna durante cuatro largos años, y la irritación de los nativos obligados a ponerse a su servicio durante este tiempo.

La escuela es bonita, particularmente en otoño, cuando caen las hojas. Incluso lloviendo es bella. Fui directamente a la oficina de información y busqué la dirección de Karen Randall en la administración destinada a los estudiantes y a la facultad. Me dieron un mapa del terreno y me dirigí a su residencia, Henley Hall. Resultó ser una casa de estructura blanca en la calle Wilbur. Allí vivían cuarenta muchachas. En la planta baja había una salita decorada con colores brillantes y un gusto bastante femenino y cursi.

Las muchachas se paseaban con pantalones y largos cabellos planchados. Había un timbre al lado de la puerta.

—Quisiera ver a Karen Randall —dije a la muchacha que acudió a abrir la puerta.

Me dirigió una mirada inquisitiva, como si pensara que podía ser un viejo verde o un raptor.

—Soy su tío —dije—. Doctor Berry.

—He estado fuera todo el fin de semana —dijo la muchacha—. No he visto a Karen desde que volví. Fue a Boston a pasar el fin de semana.

Estuve de suerte. Aparentemente, esta muchacha no sabía nada. Me pregunté si las demás lo sabrían; era imposible no saberlo. Lo más probable era que el ama de llaves lo supiera o se enterara pronto. Lo más prudente era evitarla.

—Oh —dijo la muchacha—. Aquí está Ginnie. Es su compañera de habitación.

Una muchacha morena se dirigía a la puerta. Llevaba unos pantalones muy ceñidos y un jersey masculino también muy ceñido. Había algo en su rostro que desentonaba con su cuerpo.

La muchacha que me había atendido hizo una señal a Ginnie con la mano y dijo:

—Éste es el doctor Berry. Viene a ver a Karen.

Ginnie me dirigió una mirada sorprendida. Lo sabía. Rápidamente la llevé a la salita y la hice sentarse.

—Pero Karen está…

—Lo sé —dije—. Pero quiero hablar con usted.

—Creo que sería mejor que llamara a la señorita Peters —dijo Ginnie. Empezó a levantarse. Yo volví a empujarla suavemente.

—Antes de que lo haga —dije—, es mejor que sepa que ayer asistí a la autopsia de Karen.

Ella se llevó una mano a los labios.

—Siento haber sido tan brusco, pero hay algunas cuestiones de extrema gravedad, a las que sólo usted puede contestar. Tanto usted como yo sabemos lo que la señorita Peters diría.

—Diría que no puedo hablar con usted —repuso Ginnie. Me miraba recelosa, pero advertí que estaba llena de curiosidad.

—Vayamos a algún lugar privado —dije.

—No sé…

—Sólo serán unos minutos.

Ella se levantó y se dirigió al vestíbulo.

—Normalmente no están permitidas las visitas masculinas a nuestras habitaciones —dijo—, pero usted es un pariente, ¿no?

—Sí —contesté.

Ginnie y Karen compartían una habitación en la planta baja, en la parte trasera del edificio. Era pequeña y estaba llena de objetos típicamente femeninos: fotografías de muchachos, cartas, postales de cumpleaños, programas de los partidos de fútbol americano de Ivy, trozos de cinta, programas de clase, frascos de perfume, y algunos muñecos de trapo; Ginnie se sentó en el borde de una cama y me señaló una silla.

—La señorita Peters me dijo anoche que Karen había… muerto en un accidente. Me pidió que no hablara a nadie de ello por el momento. Es curioso. Nunca conocí a nadie de mi edad que muriera de eso, y es curioso. Quiero decir extraño. No sentí nada. No puedo hacerme a la idea. Creo que en realidad aún no me lo creo.

—¿Conocía usted a Karen antes de compartir esta habitación?

—No. Fue la escuela quien nos puso juntas.

—¿Se entendían ustedes bien?

Ella se encogió de hombros. Había aprendido a balancear el cuerpo a cada movimiento que hacía. Pero era algo postizo, como si hubiera practicado los gestos delante del espejo muchas veces.

—Creo que nos entendíamos. Karen no era la típica novata. No estaba nada asustada, y siempre se marchaba durante los fines de semana, o en un día cualquiera. Prácticamente no acudía nunca a clase, y siempre estaba diciendo que odiaba todo esto. Eso es algo que siempre se dice, ya sabe, pero ella lo decía sinceramente. Realmente lo odiaba.

—¿Por qué lo cree usted así?

—Por la forma en que actuaba. No acudía a las clases, se marchaba siempre del colegio. Los fines de semana decía que iba a visitar a sus padres. Pero ella me explicaba que nunca iba. Decía que odiaba a sus padres.

Ginnie se levantó y abrió un armario. Dentro, clavada en la puerta, había una gran fotografía de J.D. Randall. La fotografía estaba llena de pequeños agujeros.

—¿Sabe para qué utilizaba esto? Para hacer puntería con los dardos. Éste es su padre; es un cirujano o algo parecido; le lanzaba los dardos todas las noches, antes de acostarse.

Ginnie cerró la puerta.

—¿Y su madre qué?

—Oh, ella adoraba a su madre. Su verdadera madre, la que murió. Ahora tiene una madrastra. A Karen nunca le gustó demasiado.

—¿De qué otras cosas hablaba Karen?

—De muchachos —dijo Ginnie, sentándose nuevamente en la cama—. Es de lo que todas hablamos. Muchachos. Karen había ido a una escuela privada cerca de aquí y conocía a montones de muchachos. Los Yalies siempre venían a verla.

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