Y, después, que aparentemente la señora Randall no sabía que el precio que Art cobraba por un aborto era de 25 dólares, justo para cubrir los gastos de laboratorio. Art nunca cobraba más. A su modo, era una forma de mantenerse honrado.
El cartel era viejo: «Fotos Curzin». Debajo, en letras amarillas y pequeñas, se leía: «Toda clase de fotografías. Pasaportes, publicidad, regalo. Servicio en una hora».
La tienda estaba en una esquina al norte y al final de la calle Washington, lejos de las luces de los cines y de los grandes almacenes. Entré y me encontré con un anciano bajito y una mujer, también de pequeña estatura y de avanzada edad, de pie el uno al lado del otro.
—Usted dirá —dijo el hombre. Era amable, casi tímido.
—Tengo un problema un poco difícil —dije.
—¿El pasaporte? Eso no es problema. Podemos hacerle fotografías en sólo una hora. En menos, si tiene usted prisa. Las hemos hecho a millares.
—Eso es —dijo la mujer, asintiendo—. Más que a millares.
—Mi problema es distinto —dije—. Verá, mi hija va a celebrar la fiesta de su decimosexto aniversario, y…
—No hacemos fotos a domicilio —dijo el hombre—. Lo siento.
—No, claro —dijo la mujer.
—No se trata de las fotos; se trata de la fiesta.
—No, no las hacemos —insistió el hombre—. No vale la pena discutir eso.
—Acostumbrábamos hacerlo —explicó la mujer—. Hace algunos años. Pero ahora es demasiado trabajo.
Aspiré profundamente.
—Lo que necesito —dije— es una información. Mi hija está loca por un conjunto moderno, al que ustedes fotografiaron. Como quiero que sea una sorpresa, pensé que quizá…
—¿Su hija tiene dieciséis años? —dijo recelosamente.
—Eso es; los cumple la semana próxima.
—¿Y nosotros tomamos fotografías del conjunto?
—Sí —dije. Y le tendí la foto.
Estuvo mirándola durante bastante rato.
—Esto no es un conjunto. Es un solo hombre —dijo por fin.
—Lo sé, pero forma parte del conjunto.
—Es sólo un hombre.
—Usted tomó la foto, así que pensé que quizá…
El hombre había dado la vuelta a la fotografía.
—Nosotros tomamos esta fotografía —me anunció—. Aquí puede ver usted nuestro sello. Fotos Curzin; somos nosotros. Estamos aquí desde mil novecientos treinta y uno. Mi padre estuvo en la tienda antes que yo, Dios lo tenga en su gloria.
—Sí —dijo la mujer.
—¿Dice usted que es un conjunto? —preguntó el hombre, zarandeando la fotografía ante mí.
—Un miembro del conjunto.
—Posiblemente —dijo; alargó la foto a la mujer—. ¿Hicimos fotos de algún conjunto así?
—Posiblemente —contestó ella—, no puedo recordarlo bien.
—Creo que es una foto publicitaria —sugerí.
—¿Cuál es el nombre del conjunto?
—No sé. Es por eso que vine aquí. La foto tenía su sello…
—Ya lo he visto. No estoy ciego —dijo el hombre secamente; se inclinó debajo del mostrador—. Tenemos que mirar el archivo —agregó—; nosotros lo archivamos todo.
Empezó a sacar fotografías. Quedé sorprendido: realmente había hecho fotografías a docenas de conjuntos.
Las pasó rápidamente.
—Mi esposa no puede recordar nunca nada, pero yo sí puedo. Si puedo verlos juntos, me acordaré. ¿Sabe? Éste es Jimmy y los Do-da. —Repasó los nombres con igual rapidez—: Los Warbles, los Coffins, los Cliques, los Skunks. Los nombres son pegadizos. Y curiosos. Los Lice. Los Switchblades. Willy y los Willies. Los Jaguars.
Intentaba mirar los rostros a medida que pasaba las fotografías, pero iba demasiado aprisa para que pudiera distinguir ninguno.
—Un momento —dije, señalando una foto—, creo que es ésa.
El hombre frunció el ceño:
—Los Zephyrs —dijo con tono de desaprobación—. Así se llaman: los Zephyrs.
Miré los cinco hombres, todos negros. Iban todos vestidos con los mismos trajes brillantes que había visto en la foto individual. Sonreían forzadamente, como si no les gustara que les estuvieran tomando la fotografía.
—¿Sabe usted los nombres? —dije.
Dio la vuelta a la foto. Los nombres estaban anotados allí.
—Zeke, Zach, Román, George y Happy. Esos son.
—Está bien —dije; saqué mi agenda y anoté los nombres—. ¿Sabe usted dónde puedo encontrarlos?
—Oiga, ¿está usted seguro de que quiere que vayan a la fiesta de su hija?
—Y ¿por qué no?
El hombre se encogió de hombros:
—Son algo viciosos.
—Creo que eso no creará ninguna dificultad en una sola noche.
—No sé —dijo pensativo—. Son bastante viciosos.
—¿Sabe dónde puedo encontrarlos?
—Claro —dijo el hombre; señaló con el pulgar el extremo de la calle—. Trabajan por las noches en el Electric Grape. Todos los negros van allí.
—Está bien —dije, y me dirigí a la puerta.
—Tenga cuidado —me advirtió la mujer.
—Así lo haré.
—Y que se diviertan —dijo el hombre.
Asentí con la cabeza y cerré tras de mí.
Alan Zenner era un muchacho grande como una montaña. Era todo un tipo y yo supuse que mediría uno ochenta y cinco y pesaría cien kilos.
Tomarlo o dejarlo. Lo encontré cuando salía de la Dillon Field House, al terminar su entrenamiento. Anochecía; el sol estaba bajo y brillaba con una luz dorada sobre el estadio de Soldier's Field, y Field House, el Hockey Rink y las pistas de tenis interiores se recortaban contra el cielo. En un campo lateral había un grupo de novatos que seguían entrenándose, levantando una nube de polvo amarillo contra la débil luz del atardecer.
Zenner acababa de ducharse; sus cabellos morenos y cortos estaban todavía empapados, y él se los frotaba, como si recordara el consejo del entrenador de no salir con el pelo mojado.
Dijo que tenía mucha prisa, para ir a comer y empezar a estudiar, así que hablamos mientras cruzábamos el puente de Lars Anderson hacia los edificios de Harvard. Durante un momento hablamos de cosas sin importancia. Era el segundo curso que pasaba allí y estaba terminando historia. No le gustaba el tema de su tesis. Le preocupaba ingresar en una escuela de leyes; en ellas no daban ninguna importancia al atletismo. No se preocupaban de otra cosa que de graduarse. Quizá fuera a Yale en lugar de quedarse allí. Creía que sería mucho más divertido.
Dimos la vuelta a Winthrop House, y nos dirigimos hacia el Club Varsity. Alan dijo que tomaba allí dos comidas diarias, una al mediodía y otra por la noche. La comida era muy buena. Un rancho mejor que en ninguna otra parte.
Finalmente dirigí la conversación hacia Karen.
—¿Cómo? ¿Usted también?
—No le comprendo.
—Es el segundo que viene a hablarme de ella hoy. Foggy fue el primero.
—¿Foggy?
—El viejo. Es así como ella acostumbraba llamarle.
—¿Por qué?
—No lo sé. Era el nombre que ella le daba. Siempre ponía motes a las personas.
—¿Habló usted con él?
—Él vino a verme —respondió Zenner prudentemente.
—¿Y bien?
Zenner se encogió de hombros.
—Le dije que se fuera.
—¿Por qué?
Llegamos a Massachusetts Avenue. La circulación era pesada.
—Porque no quiero verme envuelto en ese asunto.
—Pero usted está ya comprometido.
—Demonios si lo estoy. —Empezó a cruzar la calle, sin prestar atención a los coches, esquivándolos maquinalmente.
—¿Sabe usted lo que le ha sucedido?
—Escuche —dijo—. Sé más sobre todo eso que nadie. Incluso que sus padres.
—Pero no quiere verse comprometido.
—Eso es.
—Oiga, éste es un caso muy grave. Un hombre ha sido acusado de haberla asesinado. Tiene que decirme lo que sepa.
—Mire —dijo—, era una muchacha encantadora, pero tenía problemas. Los dos tuvimos problemas. Durante un tiempo todo fue bien, pero después los problemas se hicieron demasiado grandes y acabamos definitivamente. Eso es todo. Ahora déjeme en paz.
Me encogí de hombros.
—Durante el juicio —dije—, la defensa le llamará. Pueden hacerle declarar bajo juramento.
—No voy a declarar ante ningún tribunal.
—No podrá elegir —dije—. A menos que no haya juicio.
—¿Qué quiere usted decir?
—Quiero decir que es mejor que charlemos un rato.
Dos manzanas más abajo, en Massachusetts Avenue, hacia Central Square, había una sucia taberna con una televisión en color mal sintonizada sobre la barra. Pedimos dos cervezas y miramos la información meteorológica mientras esperábamos. El locutor era un individuo pequeño y alegre que sonreía mientras anunciaba lluvia para el día siguiente, y para el otro.
Zenner dijo:
—¿Qué interés tiene usted en todo esto?
—Creo que Lee es inocente.
Él rio:
—Es el único que lo cree.
Llegaron las cervezas. Pagué. Sorbió la suya y se quitó la espuma de los labios.
—Está bien —dijo, acomodándose en el taburete—. Le diré lo que pasó. La conocí en una fiesta la primavera pasada, allá por el mes de abril. Nos entendimos enseguida. Parecía un plan magnífico. No sabía nada de ella cuando la conocí; solamente que era una muchacha muy bonita. Sabía que era joven. No sabía exactamente lo joven que era hasta que, a la mañana siguiente, me lo dijo. Dios mío, dieciséis… Pero me gustaba. No era vulgar.
Se bebió la mitad del vaso de un solo trago.
—Así que empezamos a vernos —prosiguió—. Y, poco a poco, fui averiguando cosas sobre ella. Tenía una forma de explicar las cosas a medias, ahora un poco, después otro poco. Era muy misteriosa, como los antiguos episodios del cine: vuelva el próximo sábado y verá el siguiente capítulo; algo así. Sabía hacerlo.
—¿Cuándo dejó de verla?
—En junio, a principios de junio. Ella tenía que sacar el título en el Concord, y yo le dije que iría a ver la ceremonia. Ella no quería. Le pregunté por qué. Y entonces salió a relucir toda la verdad sobre sus padres, y que no podríamos continuar. Ya ve, antes, mi nombre era Zemmek, y me eduqué en Brooklyn. Es por eso. Ella me dio sus razones y yo le di un beso de despedida. Entonces me sentí muy mal, pero ahora ya no me importa.
—¿No volvió a verla nunca más?
—Una vez. Sería a finales de julio. Yo tenía un trabajo de construcción en Cape, un buen trabajo, y tenía a muchos de mis amigos allí. Oí cosas de ella, cosas que no había oído nunca mientras salía con ella. Me enteré de que era coleccionista de enredos, de los problemas que tenía con su familia, y de cuánto odiaba a su padre. Entonces las cosas empezaron a tener sentido, como no lo habían tenido anteriormente. Y oí decir que había tenido un aborto y que andaba diciendo que el crío era mío.
Terminó su cerveza e hizo una señal al barman. Yo también pedí otra.
—Un día —prosiguió—, me la encontré en Scusset. Estaba en una gasolinera llenando el depósito de su coche. Hablamos un rato. Le pregunté si era verdad lo del aborto, y dijo que sí. Le pregunté si el crío era mío, y dijo, con una voz muy firme, que no sabía quién era el padre. Así que le dije que se fuera al diablo y la dejé. Entonces ella vino corriendo tras de mí, diciéndome que lo sentía y me pidió que fuésemos amigos de nuevo y saliéramos como antes. Yo le dije que no. Ella empezó a llorar. Bueno, demonios, es una cosa horrible tener a una muchacha llorando en una estación de servicio. Así que le dije que la iría a buscar aquella noche.
—¿Lo hizo?
—Sí. Fue terrible: Alan, haz esto; Alan, haz aquello; más aprisa; Alan, ve más despacio. Alan, sudas mucho. Nunca callaba.
—¿Vivía en Cape el verano pasado?
—Me dijo que sí. Que trabajaba en una galería de arte o algo semejante. Pero oí decir que pasaba la mayor parte del tiempo en Beacon Hill. Tenía algunos amigos muy locos.
—¿Qué amigos?
—No sé. Amigos.
—¿Conoció a alguno de ellos?
—Sólo a una. En una fiesta en Cape. Alguien me presentó a una muchacha llamada Ángela, que se suponía que era amiga de Karen. Ángela Harley o Hardy, algo así. Una muchacha condenadamente hermosa, pero muy rara.
—¿Qué quiere decir?
—Pues eso, rara. Lejana. Cuando me la presentaron, creo que había tomado algo. Decía continuamente cosas como: «La nariz del Señor tiene el poder de agriar las cosas». No se podía hablar con ella, no estaba para nadie. Una pena, porque era condenadamente hermosa.
—¿Conoció alguna vez a los padres de Karen?
—Sí —dijo—. Una vez. Vaya pareja. No me extraña que los odiara.
—¿Cómo sabe usted que los odiaba?
—¿De qué cree usted que hablaba? De sus padres. Hora tras hora. Odiaba a Foggy. Tenía también motes para su madrastra, pero usted no los creería. Lo curioso es que, a pesar de todo eso, quería mucho a su madre. A su verdadera madre. Murió cuando ella tenía catorce o quince años. Creo que fue entonces cuando empezó todo.
—¿Qué empezó?
—Las locuras. Las drogas y toda la comedia. Quería que la gente la creyera una salvaje. Quería ser desconcertante. Y, para probarlo, siempre andaba contando historias sobre drogas, y tomándolas en público. Se decía que era adicta a las anfetaminas, pero yo no sé si era verdad. Había hecho daño a mucha gente, y se contaban historias muy feas de ella. Decían que Karen Randall era capaz de todo y que era una perdida.
Su rostro expresaba disgusto al decirlo.
—A usted le gustaba la chica —dije.
—Sí, la quise tanto como pude.
—¿Aquella vez, en Cape, fue la última ocasión en que la vio?
—Sí.
Llegó la siguiente cerveza. Miró el vaso y le dio vueltas en la mano durante un rato.
—No —dijo—, eso no es verdad.
—¿La vio usted otra vez?
Vaciló.
—Sí.
—¿Cuándo?
—El domingo —dijo—. El último domingo.
—Era casi la hora de comer —dijo Zenner—. Tenía resaca por una fiesta habida después del partido. Una resaca horrible, espantosa. Estaba preocupado por hacer un buen entrenamiento el lunes, porque había perdido alguna jugada el sábado. La misma jugada: el tiro final. No tiraba lo bastante fuerte, y siempre lo mismo. Así que estaba algo preocupado.
»Me encontraba en mi habitación vistiéndome para la comida. Haciéndome el lazo de la corbata. Tuve que hacerlo tres veces, porque me salía torcido. Estaba realmente preocupado. Y tenía un dolor de cabeza muy molesto, y entonces entró ella en la habitación, como si yo la estuviera esperando.