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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

Un caso de urgencia (12 page)

BOOK: Un caso de urgencia
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—¿Karen? No. Siempre había sido una muchacha muy delgada y, de pronto, había engordado; era como una oruga que se hubiera transformado en capullo.

—Así pues, ¿ésta era la primera vez que había estado algo gorda?

Se encogió de hombros.

—No sé. A decir verdad, nunca presté demasiada atención a eso.

—¿Notó alguna cosa más?

—No, nada más.

Eché una ojeada a la habitación. Sobre su mesa, al lado de dos ejemplares del libro
Anatomía patológica y quirúrgica
, de Robbins, había una fotografía de los dos. Ambos tenían un aspecto moreno y saludable.

Vio que miraba la fotografía y dijo:

—Es de la primavera pasada en las Bahamas. Fue la única vez que conseguimos tener una semana de vacaciones toda la familia. Lo pasamos muy bien.

Me levanté para mirarla de más cerca. Era una buena fotografía. Su piel, muy quemada por el sol, contrastaba agradablemente con sus ojos azules y sus cabellos rubios.

—Ya sé que es una pregunta muy rara —dije—, pero ¿su hermana siempre tuvo algo de vello moreno sobre sus labios y en los brazos?

—Es curioso —dijo lentamente—. Ahora que usted lo dice, el sábado lo comentamos un poco; Peter le dijo que haría mejor en depilarse o quitárselo con cera. Ella se enfureció durante un par de minutos, pero después se echó a reír.

—Así pues, ¿era algo nuevo?

—Eso creo. Quizá siempre lo había tenido, pero yo no me había dado cuenta hasta entonces.

—¿Por qué?

—No sé.

Se levantó y se acercó a la fotografía.

—Nadie hubiera pensado jamás que fuera del tipo de muchachas que abortan —dijo—. Era una chica estupenda, feliz, divertida y llena de energía. Tenía un corazón de oro. Sé que parecerá estúpido, pero era así. Era una especie de mascota para toda la familia, por ser la más joven. Todo el mundo la quería.

—¿Dónde estuvo ella el verano pasado? —dije.

—No lo sé.

—¿No lo sabe?

—Bien, no lo sé con exactitud. Teóricamente, Karen estuvo en Cape trabajando en una galería de arte en Provincetown. —Hizo una pausa—. Pero no creo que estuviera allí mucho tiempo. Creo que pasó la mayor parte del tiempo en Hill. Allí tenía algunos amigos muy curiosos; le gustaba coleccionar tipos raros.

—¿Tipos… femeninos o masculinos?

—Ambos sexos. —Se encogió de hombros—. Pero no sé nada seguro. Sólo me lo mencionó un par de veces, y de un modo casual. Siempre que intentaba hablarle de ello, se echaba a reír a carcajadas y cambiaba de tema. Era muy lista y sólo hablaba de una cosa cuando quería; de lo contrario, sabía esquivar muy bien el bulto.

—¿Mencionó algún nombre?

—Probablemente, pero no lo recuerdo. Generalmente le volvía a uno loco con los nombres, hablando de personas y más personas, como si diera por seguro que las conocía uno íntimamente. Decía sólo los nombres de pila. Y si se le recordaba que nunca había oído uno hablar de Herbie, o de Su-su o de Allie, todavía era peor. —Se rio—. Recuerdo una vez que hizo una imitación de una muchacha que cuando hablaba salpicaba a todos los que estaban alrededor.

—¿Pero no puede recordar ningún nombre?

Él meneó la cabeza:

—Lo siento.

Me levanté para marcharme.

—Bien —dije—, debe de estar muy cansado. ¿Dónde está usted ahora?

—En cirugía. Acabo de terminar las prácticas de obstetricia y ginecología.

—¿Le gusta?

—No está mal —dijo simplemente.

—¿Dónde hizo usted obstetricia? —pregunté cuando me marchaba.

—En el BLI. —Me miró durante un momento y frunció el ceño—. Y, para responder a su pregunta, le diré que asistí a varios, y sé cómo se hace. Pero el domingo por la noche estuve de guardia en el hospital. Toda la noche.

—Gracias por su atención —dije.

—No hay de qué —respondió.

Cuando abandonaba el dormitorio, vi a un hombre alto y esbelto, con la cabeza plateada, que caminaba en mi dirección. Desde luego lo reconocí, a pesar de la distancia.

Al menos, J.D. Randall tenía distinción.

Doce

El sol se estaba poniendo; y la luz tornábase dorada. Encendí un cigarrillo y me dirigí hacia Randall. Sus ojos se abrieron ligeramente al verme, y después sonrió:

—Doctor Berry.

Me tendió la mano muy amistosamente. La estreché: seca, limpia, recién restregada durante diez minutos desde cinco centímetros por encima del codo. Unas manos de cirujano.

—¿Qué tal, doctor Randall?

—¿Quería usted verme?

Fruncí el ceño.

—Mi secretaria me dijo que había pasado usted por mi oficina. Se trata de la ficha.

—Ah, sí —dije—, la ficha.

Sonrió bondadosamente. Me pasaba la mitad de la cabeza.

—Creo que sería mejor que dejáramos sentadas algunas cosas.

—Está bien.

—Venga conmigo.

No tenía intención de darme órdenes, pero lo pareció. Me acordé de que los cirujanos son los últimos autócratas que quedan en la sociedad, la última clase de hombres que tienen totalmente el control de una situación: los cirujanos asumen la responsabilidad del bienestar del paciente, del personal y de todo lo demás.

Volvimos al patio reservado para el aparcamiento. Tenía la sensación de que había venido especialmente para verme. No podía imaginarme cómo se había enterado de que estaba allí, y no obstante, estaba convencido de que mi sensación era cierta. Al andar balanceaba los brazos como si estuvieran muertos. No sé por qué me fijé en ellos; recordé la ley de los neurólogos sobre el balanceo de los brazos.
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Vi que sus manos eran grandes, desproporcionadas para el resto del cuerpo; manazas gruesas, velludas y enrojecidas. Las uñas cortadas a la medida de un milímetro para la práctica de la cirugía. Llevaba el pelo muy corto, y tenía los ojos grises, fríos y con expresión indiferente.

—En pocas horas, son muchas las personas que le han mencionado a usted en mi presencia —dijo.

—¿Ah, sí?

—Sí.

Nos metimos en el aparcamiento. Su coche era un Porsche plateado. Se detuvo a su lado y, de una manera descuidada, se reclinó contra el brillante guardabarros. Hubo algo en su gesto que era como una indicación de que no se me invitaba a hacer lo mismo. Me miró un momento en silencio, con los ojos semicerrados, y después dijo:

—Hablan muy bien de usted.

—Eso me alegra.

—Un hombre de juicio y de gran sentido común.

Me encogí de hombros. Me sonrió nuevamente y dijo:

—Un día muy atareado, ¿eh?

—Más que otros, sí.

—Está usted en el Lincoln, ¿no?

—Sí.

—Y le tienen en gran estima allí.

—Intento hacer bien mi trabajo.

—Me han dicho que su trabajo es excelente.

—Gracias. —Sus palabras me desconcertaron; no veía a dónde quería ir a parar. No tuve que esperar mucho para saberlo.

—¿Ha pensado usted alguna vez en cambiar de hospital?

—¿Qué quiere decir?

—Puede haber otras… posibilidades. Oportunidades.

—¿Ah, sí?

—Ciertamente.

—Estoy bastante satisfecho donde estoy.

—Por el momento —dijo.

—Sí, por el momento.

—¿Conoce usted a William Sewall?

William Sewall era el jefe de patología del Mem. Tenía sesenta y un años y se retiraría pronto. Me sentí decepcionado. Lo último que hubiera esperado de J.D. Randall, lo tenía ante mis narices.

—Sí, conozco a Sewall —dije—. Pero muy poco.

—Se retirará pronto…

—Timothy Stone es el segundo hombre del equipo, y es excelente.

—Quizá —dijo Randall; miró con insistencia hacia el cielo—. Quizá, pero a muchos no nos gusta su trabajo.

—No me lo imaginaba.

—Todo el mundo lo sabe —dijo, sonriendo levemente.

—¿Y esos muchos estarían contentos conmigo?

—Muchos de nosotros —dijo Randall cuidadosamente— estamos buscando a otro hombre. Quizá alguien de fuera, para aportar nuevos puntos de vista al hospital. Que cambie algo las cosas; que las remueva.

—¿Ah, sí?

—Ése es nuestro deseo —dijo Randall.

—Timothy Stone es un buen amigo —repuse.

—No veo que eso tenga ninguna importancia.

—Lo importante —dije— es que no quiero hacerle ninguna mala pasada.

—Nunca he dicho que se fuera a hacer.

—¿De veras?

—No.

—Entonces quizá no le he entendido bien —dije.

—Quizá —dijo, prodigándome su agradable sonrisa.

—¿Por qué no se explica usted?

Se rascó la nuca pensativamente. Me di cuenta de que estaba a punto de cambiar de táctica, de intentar otro acercamiento. Frunció el ceño.

—Yo no soy patólogo, doctor Berry —dijo—, pero tengo algunos amigos que lo son.

—Apuesto a que Tim Stone no se cuenta entre ellos.

—A veces creo que los patólogos trabajan mucho más duro que los cirujanos; más que nadie. Ser patólogo parece exigir todos los momentos del día.

—A veces es así —dije.

—Estoy asombrado de que tenga tanto tiempo libre —dijo.

—Bueno, ya sabe lo que ocurre a veces —repuse. Estaba empezando a sentirme molesto. Primero el soborno, después la amenaza. O comprarme o asustarme. Pero al mismo tiempo que mi enojo, crecía mi curiosidad: Randall no era un necio, y sabía que no me hablaría de este modo a no ser que tuviera miedo de algo. Incluso llegué a preguntarme por un momento si habría hecho el aborto él mismo. Después, él preguntó:

—¿Tiene usted familia?

—Sí.

—¿Siempre ha estado en Boston?

—Puedo marcharme siempre que quiera —dije—, si encuentro las pruebas patológicas demasiado desagradables.

Lo encajó muy bien. No se movió, no cambió su postura en el guardabarros del coche. Solamente me miró con sus grandes ojos grises y dijo:

—Ya comprendo.

—Quizá sería mejor que fuera al grano y me dijera usted lo que tiene en la cabeza.

—Es bastante sencillo. Me hago cargo de sus motivos. Puedo comprender los lazos de la amistad, e incluso comprendo cómo puede cegarle el afecto personal. Admiro su lealtad hacia el doctor Lee, aunque la admiraría más si escogiera usted unas razones menos reprensibles. Sin embargo, sus actos parecen ir más lejos de la simple lealtad. ¿Cuáles son sus motivos, doctor Berry?

—Curiosidad, doctor Randall. Pura curiosidad. Quiero saber por qué todo el mundo intenta cargarse a un tío inocente. Quiero saber por qué una profesión dedicada al examen objetivo de los hechos ha sido elegida para ser desviada según los propios intereses.

Metió la mano en el bolsillo y sacó una pitillera. La abrió y sacó de ella un delgado cigarro, pellizcó el extremo y lo encendió.

—Vamos a asegurarnos —dijo— de que sabemos de qué hablamos. El doctor Lee es un abortista. ¿Correcto?

—Usted habla —dije—. Yo escucho.

—El aborto es ilegal. Además, como todos los procedimientos quirúrgicos, entraña un gran riesgo para el paciente… aun cuando sea practicado por una persona competente, y no por un borracho…

—¿Extranjero? —sugerí. Sonrió.

—El doctor Lee —dijo— es un abortista, que opera ilegalmente, y de hábitos muy dudosos. Como médico, su ética es muy discutible. Como ciudadano del estado, sus actos son condenables por cualquier tribunal. Esto es lo que tengo en la mollera, doctor Berry. Quiero saber por qué está usted husmeando en todas partes, molestando a miembros de mi familia…

—No creo que ésa sea la palabra adecuada.

—… convirtiéndose en un estorbo a causa de todo eso, cuando tiene mejores cosas que hacer, cosas por las que el Hospital Lincoln le paga un sueldo. Como cualquier otro médico, usted tiene sus deberes y sus responsabilidades. Usted no está cumpliendo con esos deberes. En lugar de ello se está metiendo en un asunto familiar, causando problemas, e intentando echar una cortina de humo sobre un individuo reprensible, un hombre que ha violado todos los códigos de la medicina, un hombre que ha elegido el vivir más allá de los límites de la ley, burlándose de las estructuras de la sociedad en la cual vive…

—Doctor —dije—, mirándolo como un asunto puramente familiar: ¿qué habría hecho si su hija hubiera acudido a usted diciéndole que estaba embarazada? ¿Qué habría ocurrido si hubiera ido a consultar con usted en lugar de dirigirse directamente a un abortista? ¿Qué hubiera hecho usted?

—No tiene sentido hacer inútiles conjeturas —dijo.

—Seguro que tiene una respuesta para eso.

Su rostro se iba volviendo escarlata. Las venas del cuello se le hincharon por encima del cuello almidonado. Apretó los labios y dijo:

—¿Es ésta su intención? ¿Atacar a mi familia con la insensata esperanza de ayudar a su amigo?

Me encogí de hombros.

—Eso me parece una cuestión legítima —dije—, y hay muchas posibilidades —adelanté una mano contando con los dedos—: Tokio, Suiza, Los Ángeles, San Juan. O quizá tenga usted un buen amigo en Nueva York o Washington. Eso sería mucho más conveniente. Y más barato.

Giró sobre los talones y abrió la puerta de su coche.

—Piense usted en ello —dije—. Piense lo que ha hecho usted por el buen nombre de su familia.

Puso el motor en marcha y me miró fijamente.

—Mientras pueda —dije—, piense usted en por qué ella no acudió a usted en busca de ayuda.

—Mi hija —dijo con la voz temblorosa de ira—, mi hija era una muchacha maravillosa. Dulce y hermosa. No abrigaba en su cabeza ni un pensamiento sucio o malicioso. ¿Cómo se atreve usted a…?

—Si era tan dulce y tan pura —dije—, ¿cómo quedó embarazada?

Cerró de un golpe la puerta del coche, lo puso en marcha y salió de estampida sin poder contener su enojo.

Trece

Cuando volví a casa, la encontré oscura y vacía. Una nota que había en la cocina me indicó que Judith estaba todavía en casa de los Lee con los niños. Di un vistazo a la cocina y miré en la nevera; tenía hambre, pero estaba inquieto, y no me apetecía sentarme a tomar un bocadillo. Finalmente opté por un vaso de leche y unos restos de comida, pero el silencio de la casa me deprimía. Terminé y me dirigí a casa de los Lee; viven sólo a una manzana de distancia.

Desde fuera, la casa de los Lee es de ladrillo, pesada, al estilo de Nueva Inglaterra, y vieja, como todas las demás casas de la calle. No tiene nada que la distinga de las demás. Siempre me extrañó que Art tuviera aquella casa; parecía no cuadrar con su personalidad.

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