—No —contesté.
Yo también miré, pero no me dijo gran cosa. Las radiografías de cráneos son difíciles de interpretar. El cráneo es una pieza ósea compleja que produce una intersección muy confusa de luces y sombras. Hughes la examinó durante unos momentos, trazando de vez en cuando unas líneas imaginarias con el tapón de su pluma estilográfica.
—Parece normal —dijo al fin—. Ninguna fractura, ninguna calcificación anormal; no hay evidencia de aire ni de hematoma. Desde luego, convendría tener un arteriograma o un PEG.
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»Vamos a ver los demás enfoques —dijo; sacó el enfoque lateral y puso el frontal AP—. Ésta también parece normal. Me pregunto para qué se las tomarían.
—¿Sufrió algún accidente de automóvil?
—No, que yo sepa.
Buscó en el sobre.
—No —dijo—. Es obvio que sólo tomaron radiografías craneanas. No hay radios de la cara.
Las radiografías faciales se toman desde ángulos distintos, para comprobar si hay fractura de los huesos faciales.
Hughes continuó examinando las radiografías AP. Después volvió a poner la lateral. Pero no pudo descubrir nada anormal.
—Diablos —dijo, dando un golpecito al cristal—, aquí no hay nada. Ni un maldito detalle que pueda llamar la atención.
—Está bien —dije levantándome—. Gracias por tu ayuda.
Al marcharme, me pregunté si las radiografías me habían ayudado a aclarar las cosas o a hacerlas aún más confusas.
Entré en una cabina de teléfono cerca del vestíbulo del hospital. Saqué la agenda del bolsillo y busqué el número de la farmacia y el de la receta. Encontré también la píldora que había tomado de la habitación de Karen.
Partí una punta con la uña del pulgar y la puse en la palma de la mano. Fácilmente se deshizo en polvo. Creía estar bastante seguro de lo que era, pero no del todo; para confirmarlo toqué el polvo con la punta de la lengua.
El gusto no podía engañarme. La aspirina tomada sin agua tiene un sabor horrible.
Marqué el número de la farmacia.
—Farmacia Beacon.
—Aquí el doctor Berry, del Lincoln. Quiero los datos de un medicamento; las referencias son…
—Un momento; voy a buscar un lápiz.
Hubo una breve pausa.
—Adelante, doctor.
—El nombre es Karen Randall. El número es uno-cuatro-siete-seis-seis-siete-tres. Prescrita por el doctor Peter Randall.
—Voy a mirarlo.
Dejó el auricular. Oí silbar y volver páginas:
—Sí, aquí está. Darvón, veinte cápsulas, setenta y cinco miligramos. Dosis: una cada cuatro horas si el dolor las hace necesarias. Fue rellenado dos veces. ¿Quiere usted las fichas?
—No —dije—. Está bien.
—¿Algo más?
—No, gracias. Nos ha sido usted muy útil.
—A su disposición.
Colgué el receptor lentamente. Las cosas se ponían cada vez más complicadas. ¿Qué clase de muchacha sería la que fingía tomar píldoras anticonceptivas, cuando en realidad tomaba aspirinas, que guardaba en un frasco que había contenido pastillas para aliviar los dolores menstruales?
La muerte por aborto es un hecho relativamente raro. Este hecho es a veces tergiversado por las estadísticas, las cuales suelen ser poco precisas y sentimentales. Los criterios varían ampliamente, pero la mayoría de la gente está de acuerdo en que se llevan a cabo un millón de abortos ilegales al año, y cerca de unas cinco mil mujeres mueren a causa de ello. Esto significa que es una operación con una mortalidad de quinientos por cien mil.
Ésta es una cifra muy elevada, sobre todo si se compara con la mortalidad de los abortos practicados en los hospitales En estos casos el porcentaje es del dieciocho por cien mil lo que hace el aborto tan peligroso como una operación del apéndice (diecisiete por cien mil).
Ello significa que los abortos ilegales son unas veinticinco veces más mortales de lo que podrían ser. La mayoría de la gente se aterroriza por eso. Pero Art, que pensaba serenamente en estas cosas, no se impresionaba ante las estadísticas. Y decía algo muy interesante: una de las razones por las que el aborto continuaba siendo ilegal era por ser tan seguro.
—Hay que mirar el asunto desde un punto de vista global —dijo una vez—. Un millón de mujeres es una cifra sin significado alguno. Lo único que significa es que se efectúa un aborto ilegal cada treinta segundos, día tras día, año tras año. Esto lo convierte en una operación muy común y, por suerte o por desgracia, absolutamente segura.
A su modo cínico, hablaba del Portal de la Muerte.
Definía el Portal de la Muerte como el número de personas que morían anualmente sin necesidad, por causas accidentales, sin que nadie les prestase atención. En términos numéricos, el Portal de la Muerte se tragaba treinta mil personas anualmente: el número de norteamericanos que mueren en accidentes de automóvil.
—He aquí —decía Art— cómo mueren las personas a un promedio de casi ochenta cada día. Todo el mundo lo acepta como un hecho consumado. Así pues, ¿quién va a preocuparse de las catorce mujeres que mueren diariamente a causa de un aborto?
Decía que para obligar a los médicos y abogados a entrar en acción, las cifras mortales del aborto tenían que acercarse a cincuenta mil al año, o quizá más. Y eso significa diez millones de abortos al año.
—En cierto modo, ya ves —decía—, le estoy haciendo un mal servicio a la sociedad. Yo no he perdido a ninguna paciente por aborto; así pues, estoy colaborando para mantener las cifras de mortalidad bajas. Eso es bueno para mis pacientes, claro, pero malo para la sociedad en general. La sociedad actuará únicamente cuando pueda sentir temor ante una gran culpa. Estamos acostumbrados a las cifras astronómicas; las estadísticas modestas ya no nos impresionan. ¿A quién le hubiera importado un comino la matanza de judíos, si Hitler hubiera sacrificado sólo diez mil?
Continuaba diciendo que, al practicar abortos absolutamente seguros a sus pacientes, estaba preservando el
statu quo
y evitando que los legisladores se sintieran obligados a cambiar las leyes. Y aún añadía algo más:
—El problema de este país es que las mujeres no tienen valor. Prefieren sufrir una operación hecha de forma ilegal y peligrosa antes que cambiar las leyes. Los legisladores son hombres, y los hombres no traen hijos al mundo; no pueden correr el riesgo de ser moralistas. Tampoco los sacerdotes; si tuvieran sacerdotisas, verías qué cambios habría en la religión. Pero la política y la religión están dominadas por hombres, y las mujeres no están dispuestas a empujar demasiado fuerte. Lo cual está muy mal, porque el aborto es asunto suyo; se trata de sus hijos, de su cuerpo; son ellas quienes se arriesgan. Si un millón de mujeres escribiera anualmente a sus representantes en el Congreso, comenzaría a verse algo de acción. Quizá no, pero lo más probable es que así fuera. Sólo que las mujeres no lo harán.
Creo que este pensamiento le deprimía más que cualquier otra cosa. Me vino a la cabeza cuando me dirigía a ver a una mujer, quien, a juzgar por los hechos, tenía mucho valor: la señora Randall.
El norte de Cohasset, a media hora del centro de Boston, es una comunidad exclusivamente residencial, construida a lo largo de una costa rocosa. Recuerda bastante a Newport: casas de arquitectura antigua, con elegante y cuidado césped, que dan al mar.
La residencia de los Randall era enorme; una casa blanca con elementos góticos, de cuatro pisos y recargados balcones y terrazas. El césped bajaba hasta el agua; y probablemente dos hectáreas de terreno rodeaban la casa. Entré por el camino de grava y aparqué cerca de dos Porsches, uno negro y otro amarillo. Aparentemente toda la familia tenía algún Porsche. En la parte trasera de la casa, y a su izquierda, había un sedán Mercedes gris, probablemente para la servidumbre.
Salí del coche y me estaba preguntando cómo me las arreglaría en esta ocasión, cuando una mujer salió por la puerta principal y bajó las escalinatas. Mientras andaba se ponía los guantes, y parecía tener mucha prisa. Se detuvo al verme.
—¿La señora Randall?
—Sí —dijo.
No sé lo que esperaba encontrarme pero seguro que no era a nadie como ella. Era alta, y llevaba un traje de Chanel color beige. Tenía el pelo brillante y muy negro, las piernas largas, los ojos muy grandes y oscuros. No parecía tener más de treinta años. Y con toda seguridad sus pómulos habrían servido para desmenuzar el hielo, a juzgar por su expresión de dureza.
Me quedé mirándola en silencio durante unos instantes sintiéndome como un necio, pero incapaz de reaccionar. Ella frunció el ceño con impaciencia:
—¿Qué quiere? ¡No puedo pasarme aquí el día entero!
Su voz era áspera y sus labios, sensuales. Tenía también el acento adecuado: una suave entonación británica.
—Vamos, vamos —dijo—. Hable de una vez.
—Quisiera hablarle de su hija.
—Mi hijastra —precisó rápidamente. Se acercó al Porsche negro, cruzándose conmigo.
—Sí, su hijastra.
—Ya lo he dicho todo a la policía —dijo—. Y resulta que se me está haciendo tarde para una cita; así que, si me permite… —Abrió la portezuela del coche.
—Mi nombre es…
—Sé quién es usted —replicó—. Joshua estuvo hablando de usted anoche. Dijo que era probable que intentara verme.
—¿Y?
—Y me dijo que le sugiriera a usted, doctor Berry, que se fuera al infierno.
Estaba haciendo todo lo posible para aparentar enojo, pero me di cuenta de que no lo sentía. Había algo más en la expresión de su rostro; algo que bien podría haber sido curiosidad, o miedo. Eso me dejó atónito.
Puso el motor en marcha.
—Buenos días, doctor.
Me incliné hacia ella.
—¿Sigue usted las instrucciones de su marido?
—Generalmente sí.
—Pero no siempre.
Estaba a punto de poner la marcha, pero no lo hizo; dejó la mano descansando sobre la palanca.
—¿Qué ha dicho?
—Quiero decir que su marido parece no entender muy bien todo lo que pasa —expliqué.
—Yo creo que sí.
—Usted sabe que no, señora Randall.
Ella apagó el motor y me miró.
—Le doy treinta segundos para abandonar esta propiedad; de lo contrario, llamaré a la policía. —Su voz temblaba y su rostro estaba pálido.
—¿Llamar a la policía? No creo que fuera muy prudente.
Ella vacilaba; su aire de seguridad se estaba desvaneciendo.
—¿Por qué ha venido?
—Quiero que me hable de la noche que llevó a Karen al hospital. El domingo por la noche.
—Si quiere usted saber algo sobre esa noche, eche una ojeada al coche —dijo señalando el Porsche amarillo.
Me incliné y miré el interior.
Era como un mal sueño.
La tapicería, marrón en su origen, era ahora roja. Todo era rojo. El asiento del conductor era rojo. El asiento del pasajero era rojo intenso. El tablero era rojo. El volante también tenía manchas. Las alfombrillas estaban costrosas y rojas. En aquel coche se habían perdido litros de sangre.
—Abra la puerta —dijo la señora Randall—, y toque el asiento.
Lo hice; estaba empapado.
—Han pasado tres días y todavía no se ha secado. Así es como Karen perdió tanta sangre. Eso es lo que él le hizo.
Cerré la portezuela.
—¿Es éste su coche?
—No. Karen no tenía coche. Joshua no quería comprarle ninguno hasta que cumpliera veintiún años.
—Entonces ¿de quién es?
—Es mío —dijo la señora Randall.
Señalé con la cabeza el coche negro en el que ella estaba sentada:
—¿Y ése?
—Es nuevo. Lo compramos ayer.
—¿Lo compramos?
—Lo compré yo. Joshua me dio su consentimiento.
—¿Y el coche amarillo?
—La policía nos aconsejó que lo conserváramos, para el caso de que sea necesario presentarlo como prueba. Pero tan pronto como nos sea posible…
—¿Qué ocurrió exactamente el domingo por la noche? —pregunté.
—No tengo por qué decirle nada —dijo, apretando los labios.
—Claro que no —dije sonriendo cortésmente. Sabía que la tenía atrapada; el temor asomaba todavía a sus ojos.
Apartó su mirada, fijándola delante de mí a través del cristal del parabrisas.
—Estaba sola en casa —dijo—; Joshua había ido al hospital a atender una urgencia. William estaba en la escuela de medicina. Eran cerca de las tres y media de la madrugada, y Karen había salido. Oí el claxon del coche. Sonaba sin parar. Salté de la cama, me puse una bata y bajé. Mi coche estaba ahí, el motor en marcha y las luces encendidas. El claxon sonaba todavía, salí… y la vi. Se había desmayado y había caído hacia adelante, sobre el botón del claxon. Había sangre por todas partes.
Ella aspiró profundamente y abrió su bolso, en busca de un cigarrillo. Sacó un paquete francés. Le encendí uno.
—Prosiga.
—No hay nada más que decir. La puse en el asiento de al lado y la llevé al hospital. —Continuó fumando el cigarrillo con movimientos rápidos y nerviosos—. Por el camino intenté averiguar lo que le había sucedido. Me di cuenta por dónde sangraba, porque tenía la falda empapada, y, en cambio, el resto de sus ropas estaban secas. Y dijo: «Lee lo hizo». Lo dijo tres veces. Nunca lo olvidaré. Aquella voz débil, patética…
—¿Estaba consciente? ¿Podía hablarle?
—Sí —dijo la señora Randall—. Perdió el conocimiento al llegar al hospital.
—¿Cómo sabe usted que fue un aborto provocado? ¿Cómo está tan segura de que no fue un aborto espontáneo?
—Se lo diré: porque cuando miré el bolso de Karen, encontré su talonario de cheques. El último cheque que había firmado era al portador. Y era de trescientos dólares. Fechado en domingo. Así es como supe que era un aborto provocado.
—¿Ha sido cobrado el cheque? ¿Lo ha averiguado?
—Claro que no ha sido cobrado —dijo— ; el hombre que tiene ese cheque está ahora en la cárcel.
—Comprendo —dije pensativamente.
—Ya está bien. Ahora, excúseme.
Salió del coche y subió apresuradamente la escalinata.
—Creí que tenía que acudir a una cita urgente —dije.
Ella se detuvo un momento y se volvió para mirarme:
—Váyase al infierno —dijo, y entró, dando un portazo tras ella.
En vista de su actuación volví al coche. Era muy convincente. Había sólo dos detalles que no cuadraban. Uno era la cantidad de sangre que había en el coche amarillo. Me preocupaba el hecho de que había más sangre en el asiento del conductor.