Un caso de urgencia (18 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

BOOK: Un caso de urgencia
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—¿La estaba esperando usted?

—Nunca había deseado menos ver a una persona. Al fin había conseguido olvidarme de ella, cosa que me costó mucho. Y entonces aparecía otra vez, con mejor aspecto que nunca. Un poco más llenita, pero todavía encantadora. Mis compañeros de habitación se habían ido a comer; así, pues, estaba solo. Ella me pidió que la llevara a comer.

—¿Qué dijo usted?

—Dije que no.

—¿Por qué?

—Porque no quería verla. Era como una plaga; le contagiaba a uno. No quería tenerla cerca. Así que le rogué que se marchara, pero ella no quiso. Se sentó y se puso a fumar un cigarrillo; dijo que sabía y comprendía que todo había terminado entre nosotros, pero que necesitaba a alguien con quien hablar. Bien, yo ya había oído eso una vez y no tenía ganas de que se repitiera. Pero ella no quería marcharse. Estaba allí sentada en un diván, sin pensar en marcharse. Dijo que era la única persona con la que podía hablar.

»Al final me rendí. Me senté y dije: “Está bien, habla”. Y me pasé el rato repitiéndome que era un loco y que lo lamentaría, igual que había lamentado la última vez que estuve con ella. Hay personas con las que es mejor no verse nunca.

—¿De qué le habló ella?

—De ella. De lo que siempre hablaba; de ella, de sus padres, de su hermano.

—¿Se entendía bien con su hermano?

—En cierto modo, sí. Pero creo que es una especie de flecha dirigida. Como Foggy. Apuntaba hacia la meta médica. Así que Karen nunca le contaba demasiadas cosas. Como lo de las drogas y demás locuras. Sólo se lo insinuaba.

—Continúe.

—Así pues, me senté y la escuché. Habló durante un rato de la escuela, y después sobre no sé qué misterio que empezaba a conocer y que requería una meditación dos veces al día durante media hora. Supongo que era como hacerse un lavado de cerebro, o algo parecido. Ella lo había empezado recientemente, pero creía que era algo sensacional.

—¿Qué actitud tenía?

—Estaba nerviosa —dijo Zenner—. Fumó un paquete entero el rato que estuvo allí, y no paró de mover las manos. Llevaba un anillo de la Academia Concord. Se lo quitaba y ponía continuamente, y lo retorcía durante todo el rato.

—¿Dijo para qué había salido del Smith aquel fin de semana?

—Se lo pregunté, y me lo dijo.

—¿Qué le dijo?

—Que le iban a hacer un aborto.

Me recliné en el asiento y encendí un cigarrillo.

—¿Cuál fue su reacción?

El movió la cabeza:

—No la creí. —Me miró de reojo rápidamente; después bebió su cerveza—. No creía ya nada de lo que me decía. Éste era el problema. Estaba distraído, no le prestaba atención. La verdad es que no podía mantenerme sereno, porque todavía… me atraía.

—¿Se daba ella cuenta de eso?

—Ella se daba cuenta de todo —dijo—. No se perdía nada. Era como una gata; actuaba de forma instintiva y no se equivocaba nunca. No tenía más que entrar en una habitación, dar una ojeada a su alrededor, y ya lo sabía todo de todos. Sabía cómo provocar emociones.

—¿Le habló usted sobre el aborto?

—No. Porque no la creí. Simplemente hice como si no lo hubiera mencionado. Pero ella volvió a hablarme de eso al cabo de una hora. Dijo que estaba asustada; que quería que estuviera con ella. Decía continuamente que estaba asustada.

—¿Creyó usted eso?

—Yo no sabía qué creer. No. No, no la creí. —Terminó la cerveza de un trago y dejó el vaso sobre la mesa—. ¿Qué demonios tenía que hacer? Esa muchacha estaba tocada. Todo el mundo lo sabía y era cierto, y por eso se la sacaban de encima. Estaba loca.

—¿Cuánto rato estuvo hablando con ella?

—Una hora y media aproximadamente. Entonces le dije que tenía que ir a comer y después a estudiar; así que era mejor que se marchara. Y se marchó.

—¿Sabe usted a dónde fue?

—No. Se lo pregunté, y se echó a reír. Dijo que nunca sabía adónde iba.

Siete

Era ya muy tarde cuando dejé a Zenner, pero de todas maneras llamé a la oficina de Peter Randall. No estaba allí. Dije que era urgente, y su enfermera me sugirió que llamara a su laboratorio. A menudo se quedaba a trabajar allí hasta muy tarde los martes y los jueves.

No llamé, me dirigí allí directamente.

Peter era el único miembro de la familia Randall al que conocía con anterioridad. Había coincidido con él en una o dos fiestas de médicos. Era imposible que pasara desapercibido; en primer lugar porque tenía un aspecto físico llamativo, y, en segundo lugar, porque le gustaba asistir a las fiestas y acudía a todas las que había.

Era un hombre gordo y corpulento, alegre y jovial, con una risa franca y el rostro colorado. Fumaba de continuo, bebía exorbitantemente, hablaba con mucha gracia y, en general, era el tesoro de cualquier anfitrión. Por sí solo, Peter podía levantar una fiesta. Podía resucitar a uno en un instante. Betty Gayle, mujer del jefe de medicina de Lincoln, había dicho de él una vez: «¿No es un animal social maravilloso?». Ella decía siempre cosas semejantes, pero de vez en cuando acertaba. Peter Randall era un animal social… comunicativo, extrovertido, relajado, y siempre de buen humor. Su ingenio y su modo de ser le daban cierta libertad.

Por ejemplo, Peter podía contar con éxito el chiste más verde y asqueroso provocando carcajadas en sus oyentes. Por dentro uno se decía: «Vaya chiste más asqueroso», pero muy a su pesar se reía, y todas las esposas de los presentes se reían también. Podía también coquetear con la esposa de uno, derramar la bebida, insultar al anfitrión, quejarse o hacer cualquier cosa. A nadie le importaba; nadie fruncía el ceño.

Me pregunté qué me diría acerca de Karen.

Su laboratorio se encontraba en la quinta planta del edificio de bioquímica de la escuela de medicina. Pasé por el pasillo, oliendo el típico olor de los laboratorios: una combinación de acetona, mecheros, jabones para limpiar pipetas y reactivos. Un olor limpio e intenso. Su oficina era pequeña. Una muchacha detrás del mostrador, con una bata de laboratorio, escribía una carta a máquina. Era extremadamente atractiva, pero supongo que eso era previsible.

—¿Sí? ¿Puedo servirle en algo? —dijo, con un leve acento.

—Estoy buscando al doctor Randall.

—¿Le espera a usted?

—No estoy seguro —dije—. Llamé hace un rato, pero tal vez no le dieran el recado.

Me miró y me examinó detenidamente. Todos los investigadores tienen cierto recelo en la mirada cuando tratan con clínicos. Los clínicos no utilizan la cabeza. Se relacionan y se mezclan con cosas sucias y tan poco científicas como son los pacientes. En cambio, los investigadores habitan un mundo puro, y satisfactoriamente intelectual.

—Venga conmigo —dijo. Se levantó y se dirigió a la entrada. Llevaba zapatos de madera sin tacones; esto explicaba su acento. Siguiéndola, le miraba el trasero, y deseé que no llevara la bata de laboratorio.

—Está a punto de empezar una nueva incubación —dijo por encima del hombro—. Está muy ocupado.

—Puedo esperar.

Entramos en el laboratorio. Estaba desierto. Situado en un extremo del edificio, daba sobre el patio del aparcamiento. Como era muy tarde, la mayoría de los coches se habían marchado ya.

Randall estaba inclinado sobre una rata blanca. Al entrar la muchacha, dijo:

—Ah, Brigit. Llegas en el momento oportuno. —Entonces me vio—. Bien. ¿A quién tenemos ahí?

—Mi nombre es Berry, y…

—Claro, claro. Le recuerdo bien.

Dejó la rata y me estrechó la mano. La rata echó a correr por encima de la mesa, pero, al llegar al extremo, se paró, mirando hacia el suelo y chillando.

—John, ¿no? —dijo Randall—. Sí, creo que nos hemos visto algunas veces. —Volvió a coger la rata—. Precisamente no hace mucho me llamó mi hermano para hablarme de usted. Parece que ha sido usted bastante molesto… Que mete la nariz en todas partes; creo que eso fue lo que me dijo.

Pareció encontrar eso muy divertido. Rió de nuevo y dijo:

—Eso es lo que se merece usted por importunar a su muy amadísima esposa. Parece ser que usted la molestó.

—Lo siento.

—No lo sienta —dijo Peter alegremente.

Se volvió hacia Brigit y dijo:

—Llama a las demás, ¿quieres? Tenemos que continuar con esto.

Brigit arrugó la nariz, Peter le guiñó un ojo. Cuando se hubo marchado, dijo:

—Adorable criatura, Brigit. Ella me mantiene en forma.

—¿En forma?

—Cierto —dijo, dándose palmadas sobre el estómago—. Uno de los grandes fallos de la fácil vida moderna es la debilidad de los músculos oculares. La televisión tiene la culpa de eso: nos quedamos ahí sentados sin ejercitar nuestros ojos. El resultado son los ojos blanduchos, una tragedia terrible. Pero Brigit evita todo eso. La medicina preventiva es la mejor —dijo suspirando felizmente—. Pero dígame, ¿en qué puedo ayudarle? No puedo imaginarme para qué quiere usted verme.

—Usted era el médico de Karen —dije.

—Eso es, eso es.

Cogió la rata y la puso en una pequeña jaula. Entonces estuvo examinando una hilera de jaulas semejantes en busca de otra.

—Esas condenadas muchachas. No me cansaré de decirles que el tinte es barato, pero ellas nunca ponen bastante. ¡Ahí está! —Metió la mano y sacó una segunda rata—. Tomamos todas las que tienen una mancha en la cola —explicó; mantuvo la rata aprisionada y pude ver una mancha purpúrea—. Le fueron inyectadas hormonas paratiroideas ayer por la mañana. Ahora lamento tener que informarle de que van a encontrarse con su Hacedor. ¿Tiene usted experiencia en matar ratas?

—Un poco.

—¿Le importaría despacharla? Odio tener que sacrificarlas.

—No, gracias.

Suspiró:

—Me lo imaginé. Ahora, vamos a ver, sobre Karen: sí, yo era su médico. ¿Qué puedo decirle?

Aparentemente, se mostraba amistoso y abierto.

—¿La trató a medio verano de algún accidente?

—¿Un accidente? No.

Las muchachas entraron. Había tres, incluyendo a Brigit. Todas eran atractivas, y no sé si era casualidad o la elección había sido hecha adrede, pero una era rubia, la otra morena y la tercera pelirroja. Se quedaron una al lado de la otra ante él, y Peter sonrió bonachonamente a cada una de ellas, como si fuera a hacerles un regalo.

—Esta noche haremos seis —dijo—, y después podremos marcharnos a casa. ¿Está preparado el equipo de disección?

—Sí —dijo Brigit, señalando una mesa larga con tres sillas. Delante de cada silla había algunas pinzas, un par de fórceps, un escalpelo, una tabla de corcho, y un baño de hielo.

—¿Y el baño? ¿Está preparado?

—Sí —dijo otra muchacha.

—Bien —dijo Peter—. Vamos a empezar.

Las muchachas ocuparon sus puestos en la mesa. Randall me miró y dijo:

—Me temo que no tendré más remedio que hacerlo. Realmente, odio esto. Algún día estaré tan preocupado por las pobres bestezuelas, que me cortaré los dedos al mismo tiempo que su cabeza.

—¿Qué es lo que utiliza?

—Bueno, es una historia muy larga —dijo sonriendo—. Ante usted se encuentra el más meticuloso matador de ratas. Lo he probado todo, el cloroformo, retorcerles el pescuezo, y el despachurramiento. Incluso una pequeña guillotina, a la que los británicos son tan aficionados. Tengo un amigo en Londres que me mandó una, pero siempre quedaba atascada por el pelo. Así que volvimos a lo de siempre. Utilizo un cuchillo de carnicero —dijo, cogiendo una rata y examinándola detenidamente.

—Bromea.

—Oh, no; sé que suena mal. Y también que parece horrible, pero es la mejor forma de hacerlo. Compréndalo: tenemos que hacer la disección rápidamente; el experimento lo requiere así.

Puso la rata sobre el lavabo. Cerca del borde había un pesado tablón de carnicero. Dejó la rata sobre el tablón y puso una bolsa de cera en el lavabo. Del armario sacó un cuchillo, grande y pesado, con un sólido mango de madera.

—Estas cosas las venden en las casas de productos químicos. Pero son demasiado delicados y siempre los venden sin afilar mucho. Yo compré éste de segunda mano a un carnicero. Es soberbio.

Afiló el corte con una piedra durante unos momentos; después lo probó sobre un trozo de papel. Cortaba limpiamente.

En aquel momento sonó el teléfono, y Brigit se levantó de un salto para contestar.

Las otras muchachas se relajaron, obviamente aliviadas por la demora. Peter también pareció alegrarse.

Brigit habló durante un momento; después dijo:

—Es la agencia de alquiler. Van a traer el coche.

—Bien —dijo Peter—. Diles que lo dejen en el aparcamiento y que pongan las llaves en la visera.

Mientras Brigit daba las instrucciones, Peter me dijo:

—Para colmo de males, me han robado el coche.

—¿Robado?

—Sí. Es muy molesto. Fue ayer.

—¿Qué clase de coche era?

—Un pequeño sedán Mercedes. Estaba muy castigado, pero me gustaba. Si yo pudiera hacer justicia, haría arrestar a los ladrones por secuestro, no por robo de coches. Quería mucho a ese coche.

—¿Se lo ha dicho a la policía?

—Sí —dijo, encogiéndose de hombros—. Por si acaso.

Brigit colgó y volvió a su sitio. Peter suspiró y, tomando el cuchillo, dijo:

—Bien, lo mejor es que sigamos adelante.

Cogió a la rata por la cola. El animal intentó escurrirse, estirando su cuerpo por encima del tablón. En un rápido movimiento, Peter levantó el cuchillo por encima de su cabeza y lo dejó caer. Se oyó un golpe fuerte al chocar el cuchillo contra el tablón. Las muchachas desviaron la vista. Me volví y vi a Peter sosteniendo el cuerpo encogido y decapitado encima del lavabo. La sangre se escurrió durante unos momentos. Después lo llevó ante Brigit y lo colocó sobre el tablero de corcho.

—Número uno —dijo alegremente. Volvió al tablón, tiró la cabeza dentro de la bolsa de los desperdicios y escogió una segunda rata.

Observé cómo trabajaba Brigit. Con movimientos rápidos y prácticos, sujetó el cuerpo sobre el tablero de corcho con pinzas. Entonces hizo una incisión en las piernas, separando los músculos y la piel de los huesos. Después separó los huesos del cuerpo y los tiró dentro del baño de hielo.

—Es un pequeño triunfo —dijo Peter, preparando la siguiente rata sobre el tablón—. En este laboratorio hemos conseguido los primeros cultivos perfectos de huesos
in vitro
. Podemos mantener vivos los tejidos óseos aislados hasta tres días. El único problema está en sacar los huesos del animal y ponerlos en el baño antes de que las células mueran. Ahora hemos adquirido ya bastante práctica.

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