Un caso de urgencia (20 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

BOOK: Un caso de urgencia
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—¿Desagradables?

—Muy desagradables. Después intenté contestar al teléfono yo misma.

—Buena chica.

—Ella intenta ser valiente; hacer como si todo fuera normal. No sé si eso empeora o mejora las cosas. Porque en realidad no lo consigue. La situación no es normal, y todo se lo recuerda continuamente.

—¿Vas a ir mañana?

—Sí.

Aparqué en una manzana de casas residenciales de Cambridge, no lejos del Hospital Cambridge City. Era un lugar agradable, con casas de estructura antigua y arces a lo largo de la calle. Las aceras estaban pavimentadas con ladrillos. En ese momento llegó Hammond con su motocicleta.

Norton Francis Hammond III representa la esperanza de la profesión médica. Él no lo sabe, pero es mejor así; si lo supiera, sería insufrible. Hammond proviene de San Francisco, de lo que él llama «una gran familia de navegantes». Parece un anuncio andante de la vida californiana; alto, rubio, de piel morena y guapo. Es un médico excelente, residente en el Mem, donde se le considera tan bueno que el personal pasa por alto cosas como sus cabellos, que le llegan casi a los hombros, y su bigote, que es largo, rizado y flamante.

Lo que hace importante a Hammond, y a algunos otros médicos jóvenes como él, es que están desmoronando los patrones establecidos. Hammond no trata de escandalizar a nadie con su pelo, sus costumbres o su motocicleta; simplemente, le importa un comino lo que los otros médicos piensen de él. A causa de su actitud, los demás médicos no se atreven a decir nada; después de todo, conoce la medicina. Y aunque encuentran su apariencia irritante, no tienen motivo de queja contra él.

Así pues, Hammond sigue su camino sin que nadie le moleste. Y como es residente y algunas veces se ve obligado a hacer de maestro, influye en los hombres más jóvenes. Y ahí está la esperanza de la medicina del futuro.

Desde la Segunda Guerra Mundial, la medicina ha sufrido grandes cambios, en dos movimientos sucesivos. El primero constituyó un caudal de conocimiento, técnicas y métodos, iniciado inmediatamente después de la guerra. Comenzó con la introducción de antibióticos, y continuó con el conocimiento del equilibrio de los electrolitos, de las estructuras proteínicas, y de la función genética. En su mayor parte, estos avances eran científicos y técnicos, pero cambiaron el aspecto de la práctica de la medicina de una forma drástica. Hasta 1965, tres de los cuatro medicamentos más comúnmente prescritos —antibióticos, hormonas (principalmente la píldora) y tranquilizantes— eran innovaciones de la posguerra.
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El segundo movimiento era más reciente y se trataba de un cambio social en lugar de técnico. La medicina social y la medicina socializada se volvieron verdaderos problemas médicos, como el cáncer o las enfermedades del corazón. Algunos médicos ya mayores consideraban la medicina socializada como un cáncer de sus propios derechos, y otros más jóvenes estaban de acuerdo con ellos.

Pero se hizo patente que, lo quisieran o no, los médicos tenían que preocuparse de proporcionar mejor asistencia a un mayor número de gente.

Es natural esperar que los cambios los hagan los jóvenes, pero en medicina eso no ha sido fácil, porque los médicos viejos son los que enseñan a los jóvenes, y con demasiada frecuencia los estudiantes resultan una copia exacta de sus maestros. Además, parece haber una especie de antagonismo entre las generaciones de médicos, especialmente en nuestros días. Los hombres jóvenes están mejor preparados que los viejos; conocen más la ciencia, hacen preguntas más difíciles, exigen respuestas más complejas. Y, como los jóvenes de todas partes, sienten la necesidad de atropellar el trabajo de los más viejos.

Era por eso que Norton Hammond constituía un médico tan notable. Estaba llevando a cabo una revolución sin rebelión.

Detuvo su motocicleta con un suave frenazo, cerró el contacto y la acarició con cariño; se sacudió el polvo de su ropa blanca.
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Después nos vio.

—Hola, chicos.

Por lo que sabía de Hammond, éste llamaba «chicos» a todo el mundo.

—¿Qué tal estás, Norton?

—Luchando contra viento y marea —dijo sonriendo; se apoyó en mi hombro—. Oye, he oído decir que has ido a la guerra, John.

—No es eso exactamente.

—¿No tienes ninguna herida todavía?

—Algunas contusiones.

—Suerte; a ver si te cargas al viejo A. R.

—¿A.R.? —preguntó Judith.

—Retentivo Anal: así es como le llaman los muchachos de la tercera planta.

—¿A Randall?

—Ni más ni menos —dijo sonriendo a Judith—. El chico está hecho un zoquete.

—Lo sé.

—Dicen que A. R. ronda al acecho por la tercera planta como un buitre herido. No puede creer que haya alguien que se oponga a su mayestático ego.

—Me lo imagino —dije.

—Está de un humor terrible —dijo Hammond—. Incluso cargó contra Sam Carlson. ¿Conoces a Sam? Es residente allí, y trabaja para A. R. echando raíces en las bajas esferas de la política quirúrgica. Sam es el chico de oro de A. R. y A. R. lo adora, y nadie puede figurarse por qué. Algunos dicen que porque es estúpido. Sam es ciegamente estúpido. Terrible y sorprendentemente estúpido.

—¿De veras? —dije.

—Más allá de lo imaginable. Pero ayer Sam se las cargó. Estaba en el café, comiendo un bocadillo de pollo y ensalada (sin duda después de haber preguntado a las camareras lo que era un pollo), cuando Randall entró y dijo: «¿Qué diablos está usted haciendo ahí?». Y Sam le respondió con su acostumbrada ingenuidad: «Estoy comiendo un bocadillo de pollo y ensalada». Y A. R. dijo: «¿Y por qué diablos come usted un bocadillo de pollo y ensalada?».

—¿Y qué contestó Sam?

Hammond sonrió ampliamente.

—Sé de buena tinta que Sam dijo: «No lo sé, señor». Y dejó el bocadillo y se marchó del café.

—Estará fuera de sí —dije.

Hammond rio.

—Probablemente. Pero no se le puede echar toda la culpa a A.R. Ha vivido durante cien años en el Mem y no ha tenido nunca un solo problema. Ahora, primero el robo, y después su hija…

—¿El robo? —dijo Judith.

—Uy, uy, muchacha, me estás fallando. Las esposas son generalmente las primeras en enterarse. Al parecer, en la farmacia del Mem se ha desencadenado una tormenta.

—¿Han perdido algo?

—Acertaste.

—¿Qué?

—Un lote de ampollas de morfina. Hidrocloruro de hidromorfina. Lo que es tres veces más poderoso que el sulfato de morfina.

—¿Cuándo?

—La semana pasada. El farmacéutico está a punto de ser despedido; estaba fuera charlando con una enfermera cuando sucedió. A la hora de comer.

—¿No han encontrado lo robado?

—No. Han revuelto todo el hospital, pero nada.

—¿Había sucedido eso alguna vez?

—Parece ser que sí, hace algunos años. Pero fueron sólo un par de ampollas. Esta vez fueron más ambiciosos.

—¿Podría ser para fines médicos?

Hammond se encogió de hombros:

—Pudo haber sido cualquiera. Personalmente, creo que el móvil debe de haber sido comercial. Se llevaron demasiado. El riesgo era excesivo. ¿Puede usted imaginarse entrando en el Mem como paciente y saliendo con una caja de ampollas de morfina bajo el brazo?

—La verdad es que no.

—Pues por eso.

—Pero es mucho para una sola persona —dije.

—Desde luego. Es por eso que creo que fue con fines comerciales. Creo que fue un atraco planeado cuidadosamente.

—¿Por alguien de fuera?

—¡Ah! Ahí está la cuestión.

—¿Y bien?

—Se cree que alguien lo hizo desde dentro del hospital.

—¿Hay algún indicio?

—No. Ninguno.

Subimos las escaleras hacia la casa de madera.

—Eso es muy interesante, Norton —dije.

—Diablos que si lo es.

—¿Se sabe de alguien que sea adicto?

—¿Entre el personal? Lo cierto es que había una muchacha en la sección de cardiología que solía ponerse sus «rápidos»,
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pero lo dejó hace un año. De todas maneras la interrogaron enseguida y la desnudaron completamente en busca de señales de pinchazos. Pero estaba totalmente limpia.

—¿Y qué hay de…?

—¿De los médicos?

Asentí. Médicos y drogas es un tema tabú. Los médicos adictos son numerosos; eso no es un secreto, como tampoco lo es que entre los médicos hay un alto promedio de suicidios.
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Menos conocido es un clásico síndrome psiquiátrico que relaciona al médico y a su hijo, y en el cual el hijo se convierte en adicto y el médico le proporciona lo necesario para mutua satisfacción. Pero nadie habla de esas cosas.

—Los médicos están limpios; al menos, que yo sepa.

—¿Hay alguien que haya dejado su trabajo? ¿Alguna enfermera, secretaria, o cualquier otra persona?

Él sonrió.

—Veo que realmente este asunto te interesa, ¿eh?

Me encogí de hombros.

—¿Por qué? —insistió—. ¿Crees que puede tener alguna relación con la muchacha?

—No sé.

—No hay razón para relacionarlo —dijo Hammond—. Pero sería interesante.

—Sí.

—Puramente especulativo.

—Desde luego.

—Te llamaré si surge alguna novedad.

—Hazlo —dije.

Llegamos a la puerta. Dentro se podía oír el bullicio de la fiesta, el típico repicar de los vasos, las charlas y las risas.

—Buena suerte en la guerra —dijo Hammond—. Espero que ganes, diablos.

—Yo también.

—Seguro. Pero ten cuidado de no hacer prisioneros.

Sonreí.

—Esto va contra la convención de Ginebra.

—Ésta es una guerra muy privada —dijo Hammond.

George Morris, el organizador de la fiesta, era jefe de internos en el Lincoln. Morris estaba a punto de terminar su internado y empezar con la práctica privada; así que era una especie de fiesta de despedida que se daba a sí mismo.

La fiesta estaba muy bien organizada, con una abundancia que sin duda le habría costado mucho más de lo que podía pagar. Me hizo pensar en esas lujosas fiestas que a veces dan los fabricantes para promocionar un nuevo producto o un nuevo estilo. En cierto sentido, esa fiesta no era otra cosa.

George Morris, de veintiocho años, con esposa y dos hijos, se disponía a salir de la madriguera y, para hacerlo, necesitaba pacientes, referencias, consultas. Es decir, necesitaba de la buena voluntad y la ayuda de los médicos ya establecidos del lugar, y era por eso que invitaba a doscientos de ellos a su casa y los hartaba hasta el cogote con los mejores pasteles y bocadillos que pudo encontrar.

Como patólogo, me sentía halagado de haber sido invitado. Yo no podía hacer nada por Morris; los patólogos sólo tratan con cadáveres. Y los cadáveres no necesitan consultas. Morris nos había invitado a Judith y a mí porque éramos amigos suyos.

Creo que era el único amigo que había en la fiesta.

Di un vistazo por la sala: los jefes de servicio de la mayor parte de los grandes hospitales estaban allí, al igual que los internos y sus respectivas esposas. Las mujeres se habían reunido en un rincón, hablando de niños; los médicos estaban reunidos en pequeños grupos, por hospitales o por especialidades. Era una especie de división profesional muy chocante.

En un rincón, Emery estaba hablando de las ventajas de la terapéutica con dosis pequeñas de yodo radiactivo en el hipertiroidismo; en otro, Johnston comentaba las presiones hepáticas sobre las venas porta y cava; en otro, Lewiston hablaba, en su forma habitual, sobre lo inhumano de la terapéutica de los electrochoques para los depresivos. Del lugar donde estaban las esposas se oía de vez en cuando alguna palabra como «varicela».

Judith permanecía a mi lado, con un aspecto dulce y bastante joven en su vestido azul. Bebía rápido su whisky y, obviamente, se estaba preparando para sumergirse en el grupo de las esposas.

—A veces desearía —dijo ella— que hablaran de política o de cualquier otra cosa. Todo menos medicina.

Sonreí, recordando la opinión de Art de que los médicos son malos políticos. Se refería a que utilizaban los términos políticos como si fueran analfabetos. Art decía siempre que los médicos no sólo no tienen opiniones políticas, sino que son incapaces de tenerlas. «Es como los militares —dijo una vez—; las opiniones políticas se consideran poco profesionales». Como siempre, Art exageraba, pero había algo de todo eso.

Creo que a Art le gusta exagerar las cosas, sorprender e irritar a la gente normal. Es característico de él. Pero creo que también se siente fascinado por la débil línea que separa la verdad de la mentira, la exactitud de la exageración. Es típico de él lanzar constantemente sus comentarios y ver quién los pesca, y cómo reacciona; sobre todo cuando está bebido.

Art es el único médico que conozco que se emborracha. Los otros pueden tomar aparentemente grandes cantidades de alcohol sin que se les note; se vuelven comunicativos durante un rato, y después les vence el sueño. Art se emborracha, y cuando está borracho es extraordinariamente molesto e insultante.

Nunca he entendido esta faceta de su personalidad. Durante un tiempo pensé que podía ser un caso de intoxicación patológica,
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pero más tarde vi que se trataba de una especie de tolerancia consigo mismo, una complacencia en abandonarse cuando los demás se mantienen rígidamente bajo control. Quizá necesita de esta tolerancia; quizá no puede evitarla; quizá la busca activamente para soltar todo lo que lleva dentro.

Lo que ocurre es que siente una profunda amargura hacia su profesión. Muchos médicos son así por varias razones: Jones, porque se dedica a la investigación y no puede ganar tanto dinero como quisiera; Andrews porque la urología le costó perder a su esposa y una feliz vida de familia; Telser porque en dermatología está rodeado de pacientes a los que él considera neuróticos y no verdaderamente enfermos. Si uno habla con todos esos hombres, tarde o temprano le demostrarán ese resentimiento. Pero no son como Art. Este siente resentimiento hacia la profesión médica en sí.

Supongo que en cualquier profesión existen hombres que se desprecian a sí mismos y a sus colegas. Pero Art es un ejemplo extremo. Es casi como si estuviera dentro de la profesión médica, a su pesar para sentirse infeliz, descontento y triste.

En mis momentos de mayor pesimismo, creo que él provoca abortos sólo para irritar y llevar la contraria a sus colegas. Esto no está bien, me parece a mí, aunque nunca puedo estar totalmente seguro. Cuando está sobrio, habla de una forma intelectual y razonable sobre el aborto. Cuando está bebido, habla de emociones, actitudes, matices y satisfacciones.

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