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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

Un caso de urgencia (19 page)

BOOK: Un caso de urgencia
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—¿Cuál es exactamente su trabajo?

—El metabolismo cálcico, particularmente en lo que se refiere a la hormona paratiroidea y a la tirocalcitonina. Quiero saber cómo influyen esas dos hormonas en la liberación del calcio de los huesos.

La hormona paratiroidea es una sustancia muy poco estudiada, segregada por cuatro pequeñas glándulas unidas a la tiroides. Nadie sabe mucho de ella, excepto que parece controlar los niveles de calcio en la sangre, y que estos niveles son estrictamente controlados, mucho más que la cantidad de azúcar o de grasa en la sangre. El calcio en la sangre es necesario para la transmisión nerviosa normal, y para la construcción muscular normal, y existe la teoría de que el calcio es depositado o extraído de los huesos según las exigencias. Si hay demasiado calcio en la sangre, es depositado en los huesos. Si hay demasiado poco, la sangre toma calcio de los huesos. Pero nadie sabe cómo sucede esto con exactitud.

—El tiempo es algo crucial —continuó Peter—. Una vez hice un interesante experimento: tomé un perro y le puse un doble paso arterial. Podía sacarle toda la sangre, tratarla químicamente para quitarle todo el calcio, y ponérsela de nuevo. Lo hice durante cuatro horas seguidas, tomando montones de calcio. Aun así, el nivel de esta sustancia en la sangre continuó siendo la misma, reajustándose instantáneamente. El perro extraía grandes cantidades de calcio de sus huesos y lo depositaba en la sangre a una velocidad extraordinaria.

El cuchillo cayó otra vez con un pesado golpe. La rata se encogió y después quedó inmóvil. Peter se la entregó a la segunda muchacha.

—Me interesa esta cuestión —dijo Peter—. Todo lo que se refiere al almacenamiento de calcio y a su liberación. Es muy fácil decir que uno puede poner o quitar el calcio de los huesos; pero el hueso es como un cristal; es duro y rígido. Aparentemente nosotros podemos construirlo o destruirlo en fracciones de segundo. Quiero saber cómo.

Se acercó a otra jaula y sacó otra rata con la cola purpúrea.

—Así pues, decidí instalar el sistema
in vitro
para estudiar los huesos. Nadie creyó que pudiera hacerlo. El metabolismo de los huesos es demasiado lento, decían. Imposible de medir. Pero me salí con la mía, después de echar a perder centenares de ratas. Si algún día las ratas tomaran las riendas del mundo, me juzgarían por mis crímenes de guerra.

Colocó la rata sobre el tablón.

—¿Sabe una cosa? Siempre he deseado encontrar una muchacha que hiciera este trabajo. He estado buscando desesperadamente a alguna alemana de sangre fría, o una sádica o algo semejante. No he encontrado nunca ninguna. Todas éstas —dijo señalando a las tres muchachas de la mesa— vinieron a trabajar sólo después de que yo accediera a la condición de que no tendrían que matar nunca animales.

—¿Cuánto tiempo hace que realiza usted este trabajo?

—Ahora hace siete años. Empecé muy despacio, dedicándole sólo medio día a la semana. Después fueron todos los martes; poco después todos los martes y jueves. Después fue también el fin de semana. He reducido la práctica de la medicina tanto como me ha sido posible. Este trabajo se hace interesantísimo y me atrae.

—¿De veras le gusta?

—Lo adoro. Es un juego, un enorme y maravilloso juego. Un rompecabezas, del que nadie sabe la solución. Sin embargo, si no se tiene cuidado, uno puede llegar a obsesionarse con las soluciones. Algunas personas en el departamento de bioquímica trabajan muchas más horas que cualquier médico general. No se controlan. Pero no dejaré que eso me suceda a mí.

—¿Cómo puede estar seguro?

—Porque, cuando siento que me empiezan los síntomas (la urgencia de trabajar con los minutos contados, de trabajar hasta la media noche, o de comenzar a las cinco de la mañana), me digo a mí mismo: no es más que un juego. Me lo repito una y otra vez. Y da resultado: me tranquilizo enseguida.

El cuchillo terminó con la tercera rata.

—Ah —dijo Peter—, aún estoy a medio camino en la resolución del problema, pero para mí es suficiente. ¿Y usted qué me dice?

—A mí sólo me interesa Karen.

—Mmm. ¿Y quiere saber algo sobre un accidente? No hubo ninguno, que yo recuerde.

—¿Por qué le tomó entonces aquellas radiografías craneanas el verano pasado?

—Oh, aquello —derribó la cuarta víctima, y la puso sobre el tablero—. Aquello fue algo típico de Karen.

—¿Qué quiere usted decir?

—Acudió a mi consulta y dijo: «Me estoy quedando ciega»; estaba muy impresionada; a su manera, claro. Ya sabe cómo son las muchachas de dieciséis años; perdía la visión y repercutía en su habilidad en el tenis. Quería que yo hiciese alguna cosa. Así pues, le hice algún análisis de sangre. El sacarles sangre es algo que siempre las impresiona. Y le miré la presión sanguínea; la escuché, y procuré darle la impresión de que me interesaba mucho su situación.

—Y ordenó las radiografías craneanas.

—Sí, eso formaba parte de la cura.

—No le comprendo bien.

—Los problemas de Karen eran puramente psicosomáticos. Era como el noventa por ciento de las mujeres que veo. Si algunas cosas sin importancia les van mal, como por ejemplo el tenis, sin duda es un problema médico. Van a ver al doctor. Éste no puede encontrar ninguna dolencia física. ¿Pero eso les satisface? No; van a ver a otro médico, y otro, y otro, hasta que finalmente encuentran a uno que las toma de la mano y les dice: «Sí, es usted una mujer muy delicada». —Rio.

—Así pues, ¿usted ordenó todas esas pruebas como una diversión?

—Principalmente, sí, pero no del todo. Creo que vale la pena ser cauteloso, y cuando uno oye hablar de una grave pérdida de la visión, debe investigar. Comprobé los campos visuales: normales. Pero ella decía que la vista le iba y le volvía. Así que le hice sacar una muestra de sangre y le hice pruebas de la función tiroidea y del nivel hormonal: normal. Y las radiografías del cráneo: también eran normales. ¿O las ha visto usted ya?

—Las vi —dije; encendí un cigarrillo mientras moría la siguiente rata—. Pero, aun así, no estoy seguro del porqué…

—Bien, examínelo globalmente. Era joven, pero incluso así, era posible… Pérdida de la visión, dolores de cabeza, ligero aumento de peso, estado letárgico. Podía ser hipopituitarismo con lesión del nervio óptico.

—¿Quiere decir un tumor pituitario?

—Era posible; sólo posible. Pensé que los análisis y demás pruebas lo demostrarían. Las radiografías demostrarían algo si ella estaba realmente mal. Pero todo resultó negativo. Todo era imaginación suya.

—¿Está usted seguro?

—Sí.

—Los laboratorios pudieron haber cometido un error.

—Eso es cierto. Habría tenido que hacer una segunda prueba para asegurarme.

—¿Por qué no la hizo?

—Porque no volvió —dijo Peter—. Ésa es la respuesta a todo. Un día venía casi histérica porque iba a quedarse ciega. Le dije que volviera a la semana siguiente, y mis enfermeras anotaron la fecha de la siguiente visita. Una semana después, ni rastro. Se había ido a jugar al tenis, y lo pasó muy bien. Todo había sido culpa de su imaginación.

—¿Menstruaba normalmente cuando la vio usted?

—Dijo que sus períodos eran normales. Desde luego, si tenía un embarazo de cuatro meses cuando murió, cuando la vi ya tenía que haber concebido.

—¿Pero no volvió a verla nunca más?

—No. En realidad era muy ligera de cascos.

Mató la última rata. Todas las chicas trabajaban febrilmente ahora.

Peter recogió los desperdicios y los tiró en la bolsa de papel; después echó la bolsa en el cubo de la basura.

—Ah, al fin —dijo. Y se lavó las manos cuidadosamente.

—Bien —dije—, gracias por su atención.

—De nada. —Se secó las manos en una toalla de papel—. Supongo que tendría que hacer alguna declaración oficial tratándose de mí, que soy su tío, etc…

Esperé.

—J.D. nunca volvería a hablarme si supiera que he tenido esta conversación con usted. Intente recordarlo, si es que habla de eso con alguien más.

—Está bien —dije.

—No sé lo que está usted haciendo —dijo Peter—, ni quiero saberlo. Siempre me ha parecido que es usted un hombre sensato e inteligente; así que supongo que sabe lo que hace y que no pierde el tiempo.

Yo no sabía qué decir. No tenía idea de a dónde quería ir a parar con eso, pero me daba cuenta de que se proponía algo.

—En estos momentos mi hermano no actúa de forma sensata ni inteligente. Es un paranoico; no se puede sacar de él nada en claro. Sin embargo, creo que usted estuvo presente en la autopsia.

—Eso es.

—¿Cuál es el diagnóstico?

—Es dudoso, si sólo se basa uno en el examen macroscópico —dije—. Nada claro.

—¿Y el microscópico?

—No lo he visto.

—¿Cuál fue su impresión en la autopsia?

Vacilé; finalmente me decidí. Él había sido sincero conmigo. Yo lo sería con él.

—No había embarazo.

Se rascó el estómago y después me tendió la mano.

—Eso es muy interesante —dijo.

Nos estrechamos la mano.

Ocho

Cuando llegué a casa, un gran coche de la policía, con su foco encendido, estaba esperando en la esquina. El capitán Peterson, con su aspecto de hombre duro, estaba reclinado contra el guardabarros, y me miró fijamente mientras yo aparcaba el coche enfrente de mi casa.

Bajé del coche y miré hacia las casas vecinas. La gente había visto el foco y se había asomado a las ventanas a mirar.

—Espero que no le habré hecho esperar mucho.

—No —dijo Peterson con una sonrisa—. Acabamos de llegar. Llamé a la puerta de su casa y su esposa me dijo que no había llegado todavía; así que le esperé aquí fuera.

Podía ver su expresión reservada y fría bajo la luz roja e intermitente del foco. Sabía que la había dejado encendida para irritarme.

—¿Tiene usted algo que decirme?

Cambió de posición.

—Sí, ciertamente. Tenemos alguna queja contra usted, doctor Berry.

—¿Ah, sí?

—Sí.

—¿De quién?

—Del doctor Randall.

Dije con inocencia:

—¿Qué clase de queja?

—Parece ser que ha estado usted acosando a los miembros de la familia. A su hijo, su esposa, e incluso las amigas de la escuela de su hija.

—¿Acosando?

—Eso dijo —respondió Peterson con cautela.

—¿Y qué dijo usted?

—Dije que vería si podía hacer alguna cosa.

—Y por eso ha venido.

Él asintió, sonriendo lentamente.

El foco estaba empezando a crisparme los nervios. Al final de la manzana había dos niños de pie en la calle, mirando en silencio.

—¿He faltado a alguna ley? —dije.

—Eso no ha sido determinado todavía.

—Si he transgredido alguna ley, el doctor Randall puede demandarme ante un tribunal. O puede llamarme ante un juez si cree que puede demostrar el daño material que le he causado con mis acciones alevosas. Él ya lo sabe, y usted también —sonreí como devolviéndole su propia expresión—. Y yo también.

—Quizá sería mejor que nos acercáramos a la comisaría y charláramos un rato.

Moví la cabeza:

—No tengo tiempo.

—Puedo exigirle que venga para un interrogatorio, ya sabe.

—Sí, pero no sería prudente por su parte.

—Quizá sí lo fuera.

—Lo dudo —dije—. Soy un ciudadano que actúo dentro de mis derechos cívicos. No he forzado a nadie ni he amenazado a nadie. Y si alguien no ha querido hablar conmigo, no lo ha hecho.

—Usted transgredió la propiedad privada. La casa del doctor Randall.

—Fue sin querer. Me había perdido y quería pedir orientación. Pasé por un gran edificio, tan grande que nunca se me ocurrió que pudiera ser privado. Pensé que era algo así como una institución.

—¿Institución?

—Sí. Una especie de orfelinato. O una guardería. Por eso entré en el recinto, para que me orientaran. Imagine qué sorpresa la mía cuando descubrí que, por pura casualidad…

—¿Casualidad?

—¿Acaso pueden probar lo contrario?

Peterson hizo una imitación bastante buena de una carcajada humorística.

—Está usted volviéndose muy listo.

—No mucho —dije—. Y ahora, ¿por qué no apaga este foco y deja de llamar la atención? De lo contrario, me quejaré de las molestias que me ha ocasionado la policía. Y mandaré mis quejas al jefe superior de policía, al comisario del distrito y al alcalde.

Indolentemente, alargó la mano por la ventanilla y tocó un botón. La luz se apagó.

—Algún día, es posible que todo esto se vuelva contra usted.

—Sí, contra mí o contra cualquier otra persona.

Se rascó el dorso de la mano, igual que había hecho en su oficina:

—Hay momentos en que no sé si pensar que es usted un hombre honrado o un loco de remate.

—Quizá sea ambas cosas.

Él asintió lentamente:

—Quizá sea ambas cosas.

Abrió la portezuela del coche y se sentó al volante.

Me dirigí hacia la puerta de mi casa y entré. Al cerrarla, oí cómo daba marcha atrás para abandonar la esquina.

Nueve

Yo no me sentía con ánimos para asistir a ninguna fiesta, pero Judith insistió. Mientras nos dirigíamos a Cambridge, preguntó:

—¿Qué ha ocurrido?

—¿Qué?

—Con la policía.

—Era un intento de sacarme de en medio.

—¿En qué se basaba?

—Randall presentó una queja. ¡Por acoso!

—¿Justificado?

—Eso creo.

Le hablé rápidamente de la gente que había visto aquel día. Cuando terminé, ella dijo:

—Todo suena muy complicado.

—Estoy seguro de que no he hecho más que rascar la superficie.

—¿Crees que la señora Randall mentía cuando habló del cheque de trescientos dólares?

—Es posible —admití.

Su pregunta me dejó perplejo. Me di cuenta de que las cosas habían sucedido con tanta rapidez que no había tenido tiempo de reflexionar sobre lo que había ido sabiendo; de analizarlo y de hacerlo coordinar. Sabía que había inconsistencias y detalles confusos, pero no había trabajado en ello buscando una explicación lógica.

—¿Qué tal está Betty?

—Nada bien. Había un artículo en el periódico de hoy…

—¿Sí? No lo vi.

—Era sólo una pequeña nota. Detención de un médico por aborto. Ningún detalle, excepto su nombre. Unos fanáticos le han hecho un par de llamadas.

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