—Se afeitó ella misma —dijo Hendricks.
—Probablemente —dijo Weston—. Desde luego, esto no indica operación alguna, pero debe tenerse en cuenta.
Procedió a la autopsia, trabajando delicadamente y con rapidez. Midió a la muchacha, que tenía un metro sesenta de estatura; y la pesó. Considerando el fluido que había perdido, pesaba bastante. Weston lo escribió todo en la pizarra e hizo la primera incisión.
La incisión de costumbre en la autopsia es el doble corte en forma de Y que parte de los dos hombros y se junta en la línea media del cuerpo y en los bordes de las costillas, a partir de donde continúa en un único corte hasta el hueso púbico. La piel y los músculos son separados entonces en tres colgajos; las costillas se cortan y se abren, dejando expuestos los pulmones y el corazón; la incisión del abdomen se ensancha. Entonces las arterias carótidas se ligan y se cortan, el colon se liga y se corta, la tráquea y la faringe se ligan y se cortan, y todas las vísceras: corazón, pulmones, estómago, hígado, bazo, riñones e intestinos son extirpados a la vez.
Después de esto, el cuerpo sin vísceras se cierra con una sutura. Los órganos sueltos pueden ser examinados con toda tranquilidad, y seleccionarse algunas muestras para el examen microscópico. Mientras el patólogo hace esto, el
deaner
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abre el cuero cabelludo y el cráneo, y retira el cerebro en caso de que se haya obtenido el permiso pertinente.
Entonces me di cuenta: allí no había
deaner
. Se lo dije a Weston.
—Está bien —dijo—, vamos a hacerlo todo nosotros. Completamente.
Miré cómo Weston hacía la incisión. Sus manos temblaban ligeramente, pero el pulso era todavía seguro y certero. Al abrir el abdomen, empezó a salir sangre.
—Rápido —dijo—, el aspirador.
Hendricks trajo una botella con un sistema de aspirador. El fluido abdominal —rojo-negruzco, en su mayor parte sangre—, fue aspirado y medido en la botella. Había cerca de tres litros.
—Ojalá tuviéramos su historia —dijo Weston—. Me gustaría saber cuántas unidades de sangre le dieron en el servicio de urgencia.
Asentí. El volumen normal de sangre en las personas es de unos seis litros. Si tenía tanta en el abdomen era evidente que existía alguna perforación.
Cuando se hubo aspirado todo el fluido, Weston continuó la disección, sacando los órganos y colocándolos en un recipiente de acero inoxidable. Los llevó hasta el lavabo y los lavó, examinándolos después uno por uno, empezando en primer lugar con la tiroides.
—Curioso —dijo, sopesándola—. Parece como de unos quince gramos.
La tiroides normal pesa entre veinte y treinta gramos.
—Pero probablemente sea una variación dentro de lo normal —agregó Weston.
Cortó y examinó la superficie de la incisión. No vio nada extraño. Entonces cortó la tráquea hasta su bifurcación al entrar en los pulmones, que estaban hinchados y de un color pálido, en lugar de tener el color rosado-púrpura normal.
—Anafilaxis —dijo Weston—. Sistemática. ¿Tienes idea de a qué era hipersensible?
—No —dije.
Hendricks iba tomando notas. Weston siguió los bronquios hasta los pulmones y después abrió las arterias y las venas pulmonares.
Luego se dirigió al corazón, que abrió con dos incisiones hacia el lado izquierdo y el derecho, dejando expuestos los ventrículos.
—Perfectamente normal —dijo.
Después abrió las arterias coronarias. También eran normales, con una ligera arteriosclerosis visible.
Todo lo demás era normal hasta llegar al útero. Era purpúreo, cubierto con sangre hemorrágica, y no muy grande, del tamaño y la forma de una bombilla y los ovarios y las trompas de Falopio que llegaban hasta él. Cuando Weston le dio la vuelta con las manos, pudimos ver el corte a través del endometrio y el músculo. Esto explicaba la sangre de la cavidad peritoneal.
Pero me sorprendió el tamaño. No me pareció el útero de una embarazada, particularmente si la muchacha estaba ya en el cuarto mes. A los cuatro meses, el feto tiene unos quince centímetros de largo, un corazón que late, el rostro y los ojos formados, y también los huesos. El útero debería haber sido bastante más grande.
Weston creía lo mismo.
—Desde luego —dijo—; probablemente le dieron oxitocina
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en el servicio de urgencias, pero aun así no deja de ser algo raro.
Cortó a través de la pared del útero y lo abrió. El interior había sido rascado bastante bien y cuidadosamente; era evidente que la perforación había ocurrido al final de la operación. Ahora, dentro del útero había muchos coágulos amarillentos y estaba todo lleno de sangre.
—Coágulos de grasa de gallina
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—dijo Weston.
Limpió el órgano de sangre y de los coágulos, y examinó la superficie raspada del endometrio cuidadosamente.
—Esto no fue hecho por un aficionado —dijo Weston—, sino por alguien que como mínimo sabía los principios básicos de la operación.
—A excepción de la perforación.
—Sí —dijo—. A excepción de esto.
—Bien —dije—, al menos ya sabemos una cosa. No se lo hizo ella misma.
Esto era un punto importante. Una gran proporción de hemorragias vaginales agudas son resultado de los intentos de aborto que las mismas mujeres se practican con drogas, sales, jabones o agujas de calceta y otras cosas. Pero Karen no pudo haberse hecho aquel raspado. Requería anestesia general.
—¿Le parece a usted que tiene el aspecto de un útero de embarazada?
—Discutible —dijo Weston—. Muy discutible. Vamos a ver los ovarios.
Weston hizo una incisión en los ovarios, buscando el cuerpo lúteo, el cuerpo amarillo que persiste después de que ha sido soltado el óvulo. No lo encontró. De hecho, eso no demostraba nada; el cuerpo lúteo empieza a degenerar después de los tres meses, y se suponía que esta muchacha estaba en su cuarto mes.
Entró el
deaner
y preguntó a Weston:
—¿Lo cierro?
—Sí —dijo Weston—. Puede hacerlo.
El
deaner
empezó a hacer la sutura de la incisión y envolvió el cuerpo en una sábana limpia. Me volví hacia Weston:
—¿No va a examinar el cerebro?
—No hay permiso —dijo Weston.
El encargado del examen médico, aunque pida una autopsia, generalmente no insiste en estudiar el cerebro a menos que la situación sugiera alguna neuropatía.
—Pero yo creía que una familia como los Randall, con orientación médica…
—Oh, no se trata de J.D. Es la señora Randall. Se niega a que sea extirpado el cerebro; no lo ha permitido. ¿La conoces?
Negué con la cabeza.
—Es toda una mujer —dijo Weston secamente.
Se volvió hacia los órganos y se puso a analizar el tracto gastrointestinal desde el esófago hasta el ano. Era completamente normal. Me marché antes de que él hubiera terminado; había visto lo que quería y sabía que el informe final sería de falso embarazo. Al menos en lo que a los órganos importantes se refería, no podían afirmar que Karen Randall estuviera embarazada.
Era un caso curioso.
Siempre he tenido dificultades para hacerme un seguro de vida. Es lo que les pasa a la mayoría de los patólogos: las compañías te echan una mirada de reojo y se estremecen. La constante exposición a la tuberculosis, dolencias, enfermedades e infecciones letales le convierten a uno en alguien por el que no vale la pena arriesgarse. La persona que conozco que ha tenido más dificultades para conseguirlo es un bioquímico llamado Jim Murphy.
Cuando era más joven, Murphy jugaba en la línea media del Yale y siempre formaba parte de la selección del equipo del Este. Esto ya es de por sí digno de elogio, pero es del todo sorprendente cuando uno conoce a Murphy y ve sus ojos. Murphy es prácticamente ciego. Lleva unas gafas que tienen dos centímetros de grosor, y anda con la cabeza caída, como si le doblegara el peso de los cristales. En la mayoría de las circunstancias, tiene la vista casi inútil, pero cuando está excitado o nervioso tropieza con todo.
A simple vista parecía imposible que Murphy pudiera jugar y más que entrara en el Yale. Para saber su secreto había que verle cuando se movía. Murphy era rápido. Y además tiene un equilibrio como ninguna otra persona que haya conocido. Cuando jugaba al fútbol americano, sus compañeros de equipo hacían una serie de jugadas para poner a Murphy en la dirección adecuada. Esto generalmente daba buen resultado, aunque en algunas ocasiones Murphy hizo unos brillantes
sprints
en direcciones erróneas, y por dos veces cargó sobre la línea de gol para mayor seguridad.
Siempre se había sentido atraído por los deportes más inverosímiles. A los treinta años decidió empezar con la escalada. Lo encontraba muy agradable, pero no pudo conseguir que le hicieran un seguro. Así pues, decidió dedicarse a las carreras de automóviles, y corría muy bien, hasta que un día, conduciendo un Lotus, salió de la pista, dio la vuelta de campana cuatro veces y se rompió ambas clavículas por varios puntos. Después de esto decidió que valía más estar asegurado que activo y lo abandonó todo.
Murphy es una persona tan rápida que incluso hablando utiliza una especie de lenguaje abreviado, como si no pudiera perder tiempo preocupándose en poner todos los artículos y pronombres necesarios en una frase. Hace volver locos a su secretaria y a sus técnicos; no sólo a causa de su manera de hablar sino también por sus ventanas. Murphy las tiene siempre completamente abiertas, incluso en invierno, y es un enemigo irreconciliable de lo que él llama «aire viciado».
Cuando entré en su laboratorio, que está en un ala del BLI,
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lo encontré lleno de manzanas. Había manzanas en las neveras, en los bancos, en las mesas y en las estanterías. Sus dos técnicos llevaban gruesos jerséis debajo de sus chaquetas de laboratorio, y ambos estaban comiendo manzanas.
—Mi esposa —dijo Murphy, estrechándome la mano— hace de ellas una especialidad. ¿Quieres una? Hoy tengo Delicious y Cortland.
—No, gracias —dije.
Dio un mordisco a una después de sacarle brillo con la manga.
—Buena de verdad.
—No tengo tiempo —dije.
—Siempre con prisas —dijo Murphy—. Dios mío, siempre con prisas. No os he visto, ni a ti, ni a Judith, desde hace meses. ¿Qué ha sido de vosotros? Terry juega de portero en el Belmont el día uno del once.
Cogió una fotografía enmarcada de su escritorio y me la puso debajo de la nariz. Era de su hijo vestido con el traje de futbolista, sonriente ante la cámara, con el mismo aspecto de Murphy: pequeño pero duro.
—Tenemos que reunimos todos algún día de éstos —le dije—, y hablaremos de la familia.
—Mmmm. —Murphy devoraba su manzana con envidiable rapidez—. A ver si es verdad. ¿Qué tal jugáis al bridge? Mi esposa y yo tuvimos una suerte horrible este último fin de semana. Y hace dos fines de semana… Jugando con…
—Murphy —dije—, tengo un problema.
—Probablemente una úlcera —repuso Murphy, escogiendo otra manzana de entre las que tenía ordenadas sobre su mesa—. Eres un muchacho nervioso. Siempre con prisas.
—En realidad —dije—, esta vez se trata de algo tuyo. —Sonrió con súbito interés.
—¿Esteroides? Apuesto a que es la primera vez en la historia que un patólogo se interesa por los esteroides. —Se sentó ante su mesa y colocó los pies encima de ella—. Preparado. Dispara.
Murphy se ocupaba de la producción de esteroides en las mujeres embarazadas y en el feto. Se encontraba en el BLI por una razón práctica, aunque algo repugnante. Necesitaba estar cerca de la fuente de aprovisionamiento, que en su caso se trataba de «madres clínicas» y de los abortos que le eran asignados.
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—¿Puedes hacer una prueba hormonal de embarazo en una autopsia? —pregunté.
Se rascó la cabeza con movimientos incoherentes, rápidos y nerviosos.
—Diablos. Supongo que sí. ¿Pero quién puede querer eso?
—Yo lo quiero.
—Lo que pretendo decir es si no puedes determinar tú mismo en la autopsia si está embarazada o no.
—En realidad, en este caso no. Es muy confuso.
—Bien. Es una prueba no aceptada, pero supongo que puede hacerse. ¿De cuánto?
—Se supone que de cuatro meses.
—¿Cuatro meses? ¿Y no puedes saberlo por el útero?
—Murphy…
—Sí, seguro, puede hacerse a los cuatro meses —dijo—. No tendrá valor ante un jurado ni nada de eso, pero sí, puede hacerse.
—¿Puedes hacerlo tú?
—Eso es lo que hacemos en este laboratorio —replicó—. Ensayos esteroideos. ¿Qué me traes?
No comprendí; meneé la cabeza.
—¿Sangre u orina? ¿Qué?
—Oh, sangre.
Me saqué del bolsillo de la chaqueta un tubo de ensayo lleno de sangre que había recogido durante la autopsia. Al salir de la misma le había preguntado a Leland Weston si le parecía bien y me dijo que no le importaba.
Murphy tomó el tubo y lo puso a contraluz. Lo midió con los dedos.
—Se necesitan dos centímetros —dijo—. Aquí hay bastante más. No habrá problema.
—¿Cuándo podrás darme el resultado?
—Dentro de dos días. Hacen falta cuarenta y ocho horas para la prueba. ¿Esta sangre es posterior al fallecimiento?
—Sí. Temía que las hormonas pudieran haber degenerado o algo semejante…
Murphy suspiró.
—Qué pronto se pierde la memoria. Sólo las proteínas pueden degenerar, y los esteroides no son proteínas, ¿entendido? Será fácil. Mira, la prueba normal del conejo es la ganotropina coriónica en la orina. Pero en este laboratorio tenemos costumbre de hacer esta prueba o la de la progesterona, o cualquier otra, entre los componentes hidroxilados once-beta. En el embarazo, la progesterona aumenta su nivel diez veces. El nivel del estriol aumenta mil veces. Podemos apreciar un salto como éste; no es nada difícil —dio una ojeada a sus técnicos—, incluso en este laboratorio.
Uno de los técnicos captó la indirecta.
—Solía ser muy meticuloso —dijo—, antes de que se me helaran los dedos.
—Excusas, excusas —sonrió Murphy; se volvió hacia mí y recogió el tubo de sangre—. Será fácil. Lo pondremos a la cola y se hará a su debido tiempo. Quizá incluso se hagan dos pruebas independientes, por si acaso se estropea una. ¿De quién es?
—¿Qué?
Balanceó el tubo de ensayo ante mí con impaciencia.