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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

Un caso de urgencia (5 page)

BOOK: Un caso de urgencia
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—¿Quién te la mandó?

—¿A Karen? Supongo que Peter.

—¿Peter Randall?

—Sí. Era su médico de cabecera.

—¿No le preguntaste quién la enviaba? —Art acostumbraba a ser muy cuidadoso sobre esto.

—No. Llegó un día, cuando ya era muy tarde, y estaba cansado. Además, ella fue derecha al grano; era una muchacha muy franca, no mostró timidez ni vergüenza alguna. Cuando oí la historia, supuse que Peter me la mandaba para que ella me explicara la situación, ya que era obvio que era demasiado tarde para un aborto.

—¿Por qué lo creíste así?

Art se encogió de hombros:

—No lo sé. Pero lo creí así.

No tenía sentido. Estaba seguro de que no me lo contaba todo.

—¿Habías visitado antes a algún miembro de la familia Randall?

—¿Qué quieres decir?

—Sólo lo que he dicho.

—No creo que eso tenga importancia —dijo.

—Podría tenerla.

—Te aseguro que no —dijo.

Suspiré y me quedé mirando el cigarrillo. Sabía que Art podía ser muy obstinado si se lo proponía.

—Está bien —dije—. Dime algo más sobre la muchacha.

—¿Qué más quieres saber?

—¿La habías visto con anterioridad?

—No.

—¿No habías coincidido con ella en alguna fiesta o reunión?

—No.

—¿Habías asistido a alguna amiga suya?

—No.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—¡Demonios! —dijo—. No puedo estar seguro, pero dudo mucho de que así fuera. Ella tenía solamente dieciocho años.

—Está bien —dije.

Probablemente Art tuviera razón. Él acostumbraba a practicar abortos solamente a mujeres casadas y, a ser posible, pasados los treinta años. A menudo decía que no quería verse comprometido con jóvenes, aunque alguna que otra vez lo hubiera hecho. Las mujeres ya mayores y casadas eran mucho más seguras; mantenían la boca cerrada y eran más realistas. Pero también sabía que recientemente había estado tratando a algunas chicas jóvenes, cuyos casos llamaba «raspados
teen
», porque decía que hacerlo solo por las mujeres casadas era discriminación. Lo decía medio en broma y medio en serio.

—¿Qué impresión te produjo cuando acudió a tu consulta? —pregunté—. ¿Cómo la describirías?

—Parecía una muchacha simpática —dijo Art—. Era bonita, inteligente y bien educada. Muy sincera, como te dije. Entró en mi despacho, se sentó, cruzó las manos en el regazo, y lo soltó. Incluso utilizaba términos médicos, como por ejemplo «amenorrea». Supongo que eso era debido a que pertenecía a una familia de médicos.

—¿Estaba nerviosa?

—Sí —dijo—, pero en esos casos todas lo están. Por eso es tan difícil el diagnóstico.

El diagnóstico de la amenorrea, particularmente en las muchachas jóvenes, debe considerar el nerviosismo como una etiología bastante posible. Los períodos menstruales de las mujeres a menudo se retrasan o no aparecen por razones psicológicas.

—¿Pero con cuatro meses de retraso?

—No era probable. Además, había engordado un poco.

—¿Cuánto?

—Tres kilos y medio.

—No es suficiente para el diagnóstico —dije.

—No —contestó—, pero es bastante indicativo.

—¿La examinaste?

—No. Me ofrecí, pero ella rehusó. Había venido para que le practicase un aborto, y cuando me negué, se marchó.

—¿Dijo qué planes tenía?

—Sí —contestó Art—. Se encogió de hombros y dijo: «Bien, supongo que no tendré más remedio que decírselo y tener el bebé».

—Así pues, creíste que ella no iría a abortar en ninguna otra parte…

—Exactamente. Parecía muy inteligente y comprensiva, creí que seguía bien la explicación que le di sobre la situación. Es lo que siempre intento en estos casos: explicar a una mujer el porqué de la imposibilidad del aborto, y por qué debe hacerse a la idea de tener el niño.

—Obviamente, ella cambió de opinión.

—Eso parece.

—Me pregunto por qué.

Art se rio:

—¿No conoces a sus padres?

—No —dije, y entreví una oportunidad—, ¿y tú?

Pero Art era rápido. Me dirigió una lenta y apreciativa sonrisa, como un saludo amable y sutil, y dijo:

—No. Nunca. Pero he oído hablar de ellos.

—¿Qué es lo que has oído?

En aquel momento, el sargento volvió y empezó a introducir la llave en la cerradura.

—Se acabó el tiempo.

—Cinco minutos más —dije.

—Se acabó el tiempo.

—¿Has hablado con Betty? —me preguntó Art.

—Sí —dije—. Está bien. La llamaré en cuanto salga de aquí, y le diré que estás bien.

—Debe de estar preocupada —dijo Art.

—Judith le hará compañía. Todo irá sobre ruedas.

Art sonrió:

—Siento causar todo este trastorno.

—No es ningún trastorno. —Miré al sargento, que esperaba detrás de la puerta abierta—. La policía no puede retenerte. Esta misma tarde tendrán que soltarte.

El sargento escupió en el suelo. Estreché la mano de Art.

—Por cierto —dije—, ¿dónde está ahora el cuerpo?

—Quizá esté en el Hospital Memorial, o quizá a estas horas lo hayan llevado ya al depósito.

—Iré a echarle una ojeada —dije—. No te preocupes por nada.

Salí de la celda y el sargento cerró tras de sí. Guardó silencio mientras salíamos, pero, cuando llegamos al vestíbulo, dijo:

—El capitán quiere verle.

—Está bien.

—El capitán tiene mucho interés en charlar un rato con usted.

—Enséñeme el camino —dije.

Tres

Sobre la puerta de cristal verde esmerilado se leía «Homicidios», y debajo, en una tarjeta escrita a mano, «Capitán Peterson». Resultó ser un hombre corpulento y fuerte, con el pelo gris muy corto, y de modales algo bruscos. Al dar la vuelta a la mesa para estrecharme la mano pude ver que cojeaba de la pierna derecha. No hacía ningún esfuerzo por disimularlo; en todo caso lo exageraba, dejando que la punta de los pies rascaran con fuerza el suelo. Los policías, como los soldados, pueden enorgullecerse de sus dolencias. Uno podía estar seguro de que Peterson no se había herido precisamente en un accidente de coche.

Estaba intentando determinar la causa de la herida de Peterson, y pensando que probablemente sería una herida de bala —raramente uno recibe una herida de cuchillo en la pierna—, cuando éste adelantó la mano y dijo:

—Soy el capitán Peterson.

—John Berry.

Su apretón de manos fue cordial, pero sus ojos se mantuvieron fríos e inquisitivos. Me señaló una silla.

—El sargento me dijo que le veía por primera vez, y pensé que era mi deber conocerle. Conocemos a la mayoría de los abogados criminalistas de Boston.

—Querrá decir a los abogados penalistas.

—Claro —dijo—, eso es. —Me miró expectante. Yo no dije nada. Hubo un corto silencio; después, Peterson preguntó:

—¿A qué firma representa usted?

—¿Firma?

—Sí.

—Yo no soy abogado —dije—, y no sé lo que le hace suponer a usted que lo sea.

El capitán aparentó sorprenderse:

—Esta no es la impresión que le dio usted al sargento.

—¿No?

—No. Usted le dijo que era abogado.

—¿De veras?

—Sí —dijo Peterson, extendiendo las manos sobre la mesa.

—¿Quién dijo eso?

—Él lo dijo.

—Entonces se equivoca.

Peterson se echó hacia atrás en su silla y me sonrió; una sonrisa complaciente y tranquilizadora.

—Si hubiéramos sabido que no era usted abogado nunca le habríamos permitido ver a Lee.

—Es posible. Pero por otra parte, no me preguntaron ni mi nombre ni mi profesión. Tampoco se me pidió que firmara como visitante.

—Probablemente el sargento se confundiría.

—Es lógico —dije—, considerando al sargento.

Peterson sonrió displicente. Reconocí su tipo: era uno de esos policías con suerte; un individuo que había aprendido cuándo hay que tomar o dejar un asunto. Un policía muy diplomático y muy cortés, hasta que estaba en condiciones de coger la sartén por el mango.

—¿Y bien? —dijo al fin.

—Soy un colega del doctor Lee.

Si estas palabras le sorprendieron, no lo demostró:

—¿Médico?

—Eso es.

—Ustedes los médicos están muy unidos —dijo sonriendo. Probablemente había sonreído más durante los dos últimos minutos que en dos años.

—En realidad, no —dije.

La sonrisa empezó a decaer, probablemente a causa de la fatiga de los músculos poco acostumbrados a ella.

—Si es usted médico —dijo Peterson—, mi consejo es que se mantenga apartado de Lee. La publicidad podría ahuyentarle la clientela.

—¿Qué publicidad?

—La publicidad del proceso.

—¿Habrá proceso?

—Sí —dijo Peterson—. Y la publicidad le podría ahuyentar la clientela.

—No tengo clientela —dije.

—¿Se dedica a la investigación?

—No —dije—. Soy patólogo.

Mi respuesta le hizo reaccionar. Empezó a echarse hacia adelante, se contuvo y después volvió a tirarse hacia atrás.

—Patólogo —repitió.

—Eso es. Trabajo en hospitales, haciendo autopsias y cosas semejantes.

Peterson se quedó silencioso durante unos momentos. Frunció el ceño, se rascó el dorso de la mano y miró su mesa. Finalmente dijo:

—No sé qué intenta usted probar, doctor. Pero no necesitamos su ayuda, y Lee ha ido ya demasiado lejos para…

—Eso es lo que queda por demostrar.

Peterson movió la cabeza:

—Usted lo sabe mejor que nadie.

—No estoy tan seguro.

—¿Sabe usted —dijo Peterson— lo que podría pedir un médico por un arresto sin motivos?

—Un millón de dólares —dije.

—Bien, digamos quinientos mil. No importa demasiado. Es prácticamente lo mismo.

—Usted cree tener un caso.

—Tenemos un caso. —Peterson sonrió de nuevo—. Oh, el doctor Lee puede llamarle a usted como testigo. Ya lo sabemos. Y usted puede pronunciar un gran discurso, intentando confundir al jurado, impresionándolo con su poderoso discurso científico. Pero no puede pasar por alto el hecho central. No puede pasarlo por alto.

—¿Y cuál es el hecho?

—Una muchacha se ha desangrado hasta morir en el Hospital General de Boston esta mañana, a causa de un aborto ilegal. Tan simple como eso.

—Y usted alega que lo hizo el doctor Lee.

—Existe evidencia —dijo Peterson, sonriendo débilmente.

—Más vale que ésta sea buena —dije—, porque el doctor Lee es un hombre bien situado y respetado…

—Escuche —dijo Peterson, demostrando impaciencia por primera vez—, ¿quién cree que era la muchacha? ¿Una muñeca de diez dólares? Era una buena chica, una muchacha simpática, de buena familia. Era joven, bonita y dulce, y sufrió una carnicería. Pero no acudió a ninguna bruja de Roxbury, ni a ningún pelele de North End. Tenía demasiado sentido común y demasiado dinero para eso.

—¿Qué le hace pensar que fue el doctor Lee quien lo hizo?

—Eso no es de su incumbencia.

Me encogí de hombros.

—El abogado del doctor Lee le hará las mismas preguntas, y entonces sí será de su incumbencia. Y si no tiene usted una respuesta…

—Tenemos una respuesta.

Esperé. En cierto modo, sentía curiosidad por ver si Peterson era en el fondo diplomático, y hasta dónde llegaba su diplomacia. Él no tenía por qué decirme nada; no tenía que añadir ni una palabra más. Si lo hacía, sería un error.

—Tenemos un testigo que oyó a la muchacha mencionar al doctor Lee —dijo Peterson.

—La muchacha llegó al hospital en un estado de choque precomatoso. Cualquier cosa que dijera constituiría una evidencia muy débil.

—En el momento en que lo dijo no estaba en estado traumático. Lo dijo mucho antes.

—¿A quién?

—A su madre —dijo Peterson con una sonrisa de satisfacción—. Le dijo a su madre que Lee lo había hecho. Lo dijo cuando salieron hacia el hospital. Y la madre está dispuesta a jurarlo.

Cuatro

Intenté seguirle el juego a Peterson. Intenté mantener mi rostro impávido. Afortunadamente se adquiere mucha práctica de ello en la medicina; te educan de forma que no demuestres sorpresa si un paciente te dice que hace el amor diez veces en una noche, o que sueña que apuñala a sus hijos, o que bebe diariamente tres litros de vodka. El no sorprenderse por nada forma parte de la mística del médico.

—Ya —dije.

Peterson asintió.

—Un testigo digno de confianza —dijo—. Una mujer madura, estable y muy mesurada en sus juicios. Y muy atractiva. Producirá una impresión excelente en el jurado.

—Quizá.

—Y ahora que le he hablado con tanta franqueza —dijo Peterson—, espero que querrá decirme cuál es el motivo de su interés por el doctor Lee.

—No hay ningún motivo especial. Es amigo mío.

—¿Le llamó a usted antes de llamar a sus abogados?

—Le permiten dos llamadas telefónicas, ¿no?

—Sí —dijo Peterson—, pero la mayoría de la gente acostumbra a llamar a su abogado y a su esposa.

—Quería hablar conmigo.

—Sí —dijo—. Pero lo que me interesa es saber por qué.

—Porque tengo algunos estudios de leyes, además de mi experiencia médica.

—¿Ha hecho usted la carrera de leyes?

—No —dije.

Peterson deslizó los dedos por el extremo de la mesa.

—Me parece que no le comprendo.

—No creo que importe el que comprenda o no.

—¿No podría ser que estuviera usted comprometido de alguna forma en este caso?

—Todo es posible —dije.

—¿Esa respuesta significa «sí»?

—Significa que todo es posible.

Me miró durante un momento.

—Creo que está tomando usted una postura difícil, doctor Berry.

—Escéptica.

—Si es usted tan escéptico, ¿por qué está convencido de que el doctor Lee no lo hizo?

—Yo no soy el abogado defensor.

—Usted sabe —dijo Peterson— que cualquiera puede cometer un error. Incluso un médico.

Cuando salí a la llovizna de octubre, decidí que era un mal momento para dejar de fumar. Peterson me había puesto nervioso; fumé dos cigarrillos mientras me dirigía al estanco en busca de otro paquete. Esperaba que me encontraría con alguien estúpido y obstinado. No era ninguna de las dos cosas. Si lo que había dicho era verdad, tenía en sus manos un verdadero caso. Quizá no consiguiera nada, pero poseía seguridad suficiente para seguir adelante.

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