Un caso de urgencia (6 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

BOOK: Un caso de urgencia
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Peterson estaba en un dilema: por una parte, era peligroso arrestar al doctor Lee; por la otra, era peligroso no detenerlo, si el caso le parecía bastante seguro. Peterson se había visto obligado a tomar una decisión y la había tomado. Ahora seguiría adelante con ella mientras le fuese posible. Y además tenía una escapatoria: si las cosas se torcían, siempre podía echar la culpa a la señora Randall. Podía utilizar la conocida expresión entre los internos y cirujanos HST (Hace su trabajo). Esto significaba que si la evidencia era bastante fuerte, podía actuar sin importarle tener razón o no tenerla; quedaba justificado el actuar de ese modo ante la evidencia.
[4]
En este sentido la posición de Peterson era firme. No corría riesgo alguno: si Art era culpable, Peterson no quedaría perjudicado por ello. Y si era declarado inocente, quedaba a cubierto. Porque estaba cumpliendo con su deber.

Entré en la tienda, compré un par de paquetes de cigarrillos e hice algunas llamadas telefónicas. Primero llamé al laboratorio y dije que estaría ausente todo el día. Después llamé a Judith y le pedí que fuera a casa de los Lee y que se quedara con Betty. Quiso saber si había visto a Art y le dije que sí. Preguntó si estaba bien y yo le dije que todo estaba perfectamente, y que él estaría fuera antes de una hora probablemente.

Generalmente no le oculto nada a mi esposa. Sólo lo he hecho un par de veces. La primera fue en el caso de Cameron Jackson, en la conferencia de la Sociedad Norteamericana de Cirujanos, algunos años atrás. Sabía que lo sentiría por la esposa de Cameron, como sintió su divorcio la primavera pasada. Aquel divorcio era conocido entre los amigos como un DM, un divorcio médico, y no tenía nada de convencional. Cameron es un ortopeda muy ocupado y con mucha vocación; empezó a dejar de ir a casa para comer y a pasar más tiempo en el hospital. Su esposa lo aguantó durante un tiempo, pero al fin no pudo más. Al principio se sintió resentida con los ortopedas pero al final acabó resintiéndose con Cameron. Consiguió la tutela de sus dos hijos y trescientos dólares a la semana, pero no está contenta. Lo que quiere realmente es a Cameron… sin la medicina.

Tampoco Cameron es muy feliz. Le vi la semana pasada y estuvo hablando vagamente de casarse con una enfermera que había conocido. Sabía que la gente le criticaría por ello, pero era claro lo que estaba pensando: «Al menos, ésta comprenderá…».

A menudo pienso en Cameron Jackson y en docenas de personas como él. Generalmente me acuerdo de ellos por la noche, cuando he pasado todo el día en el laboratorio, o cuando he estado tan ocupado que no he podido llamar siquiera para avisar que llegaría tarde.

Una vez hablé de ello con Art Lee, quien, con su acostumbrado cinismo, dijo la última palabra. «Estoy empezando a comprender por qué los curas no se casan».

El propio matrimonio de Art disfruta de una especie de estabilidad rígida. Supongo que es a consecuencia de su origen chino, aunque no sólo por eso. Tanto Art como su esposa tienen una gran cultura, y no se sienten ligados a las tradiciones, pero creo que habrán tenido dificultades para dejarlas. Art se siente siempre culpable por el poco tiempo que pasa con su familia, y llena de regalos a sus hijos; los tiene a los tres mimados en exceso. Él los adora, y a menudo se hace difícil interrumpirlo cuando se pone a hablar de ellos. Su actitud hacia su esposa es más compleja y ambigua. Hay momentos en que parece esperar que ella dé vueltas a su alrededor como un perro fiel, y a veces da la sensación de que ella lo desea tanto como él. En otras ocasiones ella se muestra mucho más independiente.

Betty Lee es una de las mujeres más hermosas que he conocido en mi vida. Tiene un modo de hablar suave; es graciosa y esbelta; a su lado Judith parece grande, fuerte y casi masculina.

Judith y yo llevamos ocho años casados. Nos conocimos mientras yo asistía a la escuela de medicina y ella hacía el segundo curso en el Smith. Judith se educó en una granja de Vermont, y tiene un aire de seguridad, como todas las muchachas bonitas.

—Cuida de Betty —dije.

—Lo haré.

—Tranquilízala.

—Está bien.

—Y procura mantener alejados a los periodistas.

—¿Vendrán periodistas?

—No lo sé. Pero si vienen, échalos.

Dijo que lo haría y colgó.

Después llamé a George Bradford, abogado de Art. Bradford tenía buena reputación y era un hombre con influencia; era el socio más antiguo de la firma Bradford, Stone y Whitlaw. No estaba en su oficina cuando llamé; así que dejé el recado.

Finalmente llamé a Lewis Carr, profesor de medicina en el Hospital Memorial. Tardó un rato en contestar. Cuando lo hizo, su voz sonaba animada, como de costumbre.

—Carr al habla.

—Lew, soy John Berry.

—Hola, John. ¿Qué hay de nuevo?

Típico en Carr. La mayoría de los médicos, cuando recibe una llamada de otro médico, sigue una especie de ritual: primero le preguntan a uno cómo está, después cómo va el trabajo y después cómo está la familia. Pero Carr ha roto con ese ritual, como ha roto con muchos otros.

—Se trata de Karen Randall —dije.

—¿Qué pasa con ella? —Su voz se había vuelto cautelosa. Obviamente, era el plato del día en el hospital.

—Quiero saber todo lo que puedas decirme de ella. Todo lo que hayas oído.

—Escucha, John —dijo—. Su padre es un hombre importante en este hospital. Lo he oído todo y no he oído nada. ¿Quién quiere saberlo?

—Yo.

—¿Personalmente?

—Eso es.

—¿Por qué?

—Soy amigo de Art Lee.

—¿Está metido en esto? Lo he oído decir, pero no podía creerlo. Siempre pensé que Lee era tan inteligente…

—Lew, ¿qué sucedió anoche?

Carr suspiró:

—Dios mío, es un asco. Un verdadero asco. La trajeron de urgencia.

—¿Qué quieres decir?

—No puedo hablarte de eso ahora —dijo Carr—. Sería mejor que vinieras a verme.

—Está bien —dije—, ¿dónde está ahora el cuerpo? ¿Lo tenéis vosotros?

—No, se lo han llevado al depósito.

—¿Han hecho ya la autopsia?

—No tengo ni idea.

—Está bien —dije—. Pasaré por ahí dentro de unas horas. ¿Hay alguna posibilidad de ver su historia clínica?

—Lo dudo. Ahora la tiene el viejo.

—¿No hay manera de conseguirla?

—Lo dudo —dijo.

—Bien, te veré más tarde.

Colgué, puse otra ficha y llamé al depósito de cadáveres de la ciudad. La secretaria me confirmó que el cuerpo estaba allí. La secretaria, Alice, era hipotiroidea; tenía una voz como si se hubiera tragado un violón.

—¿Han hecho ya la autopsia? —pregunté.

—Acaban de empezar.

—¿Podrían esperar un poco? Me gustaría estar presente.

—No creo que sea posible —dijo Alice con su voz sorda—. En el Hospital General insisten en que es urgente.

Me aconsejó que me diera prisa. Le dije que lo haría.

Cinco

La gente de Boston está plenamente convencida de que los mejores médicos del mundo se encuentran en su ciudad. Y están tan convencidos de eso, y es una opinión tan generalizada, que es muy raro que surja alguna discusión al respecto.

Sin embargo, lo que sí suscita apasionados debates es la cuestión de cuál es el mejor hospital de Boston. Hay tres grandes contendientes: el General, el Brigham y el Memorial. Los defensores del Memorial dicen que el General es demasiado grande y el Brigham demasiado pequeño; que el General es demasiado clínico y el Brigham demasiado científico; que el General descuida la cirugía a expensas de la medicina y el Brigham al revés. Y, finalmente, afirman con toda solemnidad que el personal del General y el del Brigham son simplemente inferiores al del Memorial tanto en experiencia como en inteligencia.

Pero en cambio casi todos coinciden en dejar el último lugar de la lista para el Boston City, donde está el depósito. Me dirigí hacia allí, pasando por el Prudential Center, un soberbio conjunto al que los políticos llaman Nueva Boston. Es un amplio complejo de rascacielos, hoteles, tiendas y plazas con muchas fuentes y grandes espacios, lo que le da un aspecto muy moderno. Está a pocos minutos del distrito rojo, que no es ni moderno ni nuevo, pero que, como el Prudential Center, es funcional a su modo.

El distrito rojo está situado en los alrededores del barrio negro de Roxbury, igual que el Boston City. Fui trotando de un socavón a otro, pensando que me encontraba lejos del territorio de Randall.

Era natural que los Randall trabajaran en el Memorial. En Boston, los Randall eran conocidos como una antigua familia, lo cual significaba que podían jactarse de tener un antecesor procedente del mismo Mayflower. Habían sido una familia de médicos durante cientos de años: en 1776, Wilson Randall había muerto en Bunker Hill.

Más recientemente, habían producido una larga línea de eminentes médicos. Joshua Randall había sido un famoso neurocirujano a principios de siglo; un hombre que había hecho tanto como el mejor, incluyendo a Cushing, por el avance de la neurocirugía en los Estados Unidos. Era un hombre severo y dogmático; una historia famosa, aunque apócrifa, había pasado a formar parte de la tradición médica.

Joshua Randall, como muchos cirujanos de su tiempo, tenía como regla el que ningún residente que trabajara con él se casara. Uno de los residentes lo hizo. Algunos meses más tarde, Randall descubrió lo que había pasado y convocó una reunión con todos sus residentes. Los puso en fila y dijo:

—Doctor Jones, por favor, dé un paso adelante.

El médico culpable lo hizo, temblando ligeramente.

—He sabido que se ha casado usted —dijo Randall, con un tono como si se refiriera a una enfermedad.

—Sí, señor.

—Antes de despedirle a usted, ¿tiene algo que alegar en su defensa?

El joven doctor se quedó pensativo un momento, y después dijo:

—Sí, señor. Prometo no volver a hacerlo nunca más.

Randall, según cuenta la historia, encontró esta respuesta tan divertida que, a pesar de todo, permitió que el joven médico se quedase.

Después de Joshua Randall vino Winthrop Randall, cirujano torácico. En cuanto a J.D. Randall, el padre de Karen, era un cirujano cardiólogo especializado en el trasplante de válvulas. No había hablado nunca con él, pero lo había visto un par de veces; un hombre fiero y patriarcal, con el pelo grueso y cano, y maneras autoritarias. Era el terror de los residentes en cirugía, que deseaban estar cerca de él para aprender, pero que lo odiaban.

Su hermano Peter era un internista que tenía la consulta muy cerca de Commons. Estaba muy de moda, y se suponía que era bastante bueno, aunque yo no había tenido ocasión de comprobarlo.

J.D. tenía un hijo, hermano de Karen, que estaba en la Escuela de Medicina de Harvard. El año anterior había corrido el rumor de que el muchacho sería suspendido, pero no se sabía nada en concreto.

En otra ciudad y en otros tiempos, quizá pudiera parecer raro que un muchacho con una tradición médica tan distinguida en la familia eligiera también este camino. Pero no en Boston: en Boston las familias bien acomodadas creían que solamente había dos profesiones a las que valiera la pena prestar atención. Una era la medicina, y la otra las leyes; se hacía una excepción para la vida académica, la cual era suficientemente honorable si uno llegaba a ser profesor de Harvard.

Pero los Randall no eran una familia académica, ni una familia dedicada a las leyes. Eran una familia de médicos, y cualquier Randall que estuviera capacitado para ello debía seguir la tradición con sus estudios de medicina y con su práctica como interno o residente en el Mem.
[5]
Tanto en la escuela de medicina como en el Mem, se habían hecho concesiones a los Randall, pero a través de los años, éstos habían pagado con creces esta demostración de confianza. En medicina, los Randall eran buenos sujetos.

Y esto era todo lo que sabía sobre la familia, aparte de que eran ricos, rigurosos episcopalianos, muy respetados y muy poderosos.

Tendría que averiguar alguna cosa más.

A tres manzanas del hospital, crucé la «zona de combate», por la esquina de Mass y de Columbus. Por la noche está repleta de prostitutas, chulos, adictos y homosexuales; se le da este nombre porque los médicos del City Hospital están hartos de tener que asistir heridos resultantes de peleas y discusiones, como si se disputara una continua y pequeña guerra.
[6]

El mismo Boston City Hospital es un inmenso complejo de edificios extendidos a lo largo de tres manzanas. Tiene más de 1.350 camas, la mayoría ocupadas por alcohólicos y drogadictos. Dentro del ámbito médico de Boston, el City es conocido como la cloaca de Boston a causa de su clientela. Pero se considera un buen hospital para que los internos y residentes ganen experiencia, ya que en él se ven muchos casos que nunca encontrarían en otros hospitales más normales. Un ejemplo de ello es el escorbuto. Para contraer esta enfermedad es necesaria una mala nutrición y la falta absoluta de fruta durante cinco meses. Es tan rara que en la mayoría de los hospitales no ven más que algún caso cada tres años; en el Boston City se ven media docena cada año, generalmente durante los meses de primavera, la «estación del escorbuto».

Existen otros ejemplos: tuberculosis graves, sífilis terciaria, heridas de bala, de cuchillo, accidentes, actos masoquistas, y toda clase de desgracias. Sea cual sea su tipología, el City ve muchos más casos de todo eso y en estado más avanzado que cualquier otro hospital de Boston.
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El interior del City Hospital es un laberinto construido por un loco. Pasillos interminables bajo y sobre tierra conectan una docena de construcciones separadas que forman el hospital. En todas las esquinas hay grandes indicadores verdes que señalan en todas direcciones; pero no sirven de gran cosa: continúa la confusión.

Mientras avanzaba por los pasillos y los edificios, recordaba mis tiempos de residente en el hospital. Pequeños detalles acudieron a mi memoria: el jabón, un raro olor a jabón barato que se utilizaba en todas partes.

Las bolsas de papel que había siempre al lado de los lavabos, una para las toallas de papel y la otra para los guantes rectales. Para economizar, el hospital recogía los guantes usados, los lavaba y los utilizaba otra vez. Las pequeñas placas de plástico para identificación del personal enmarcadas en negro, azul o rojo según el servicio. Había pasado un año en aquel hospital, y durante aquel tiempo, había efectuado algunas autopsias para el examen médico.

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