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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

Un caso de urgencia (10 page)

BOOK: Un caso de urgencia
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Hace falta ser un hombre algo especial para asumir esta responsabilidad con una meta tan lejana. Cuando al fin está listo para empezar a practicar la cirugía por su cuenta, se ha transformado en otra persona, casi un ser nuevo, alienado por la experiencia y la dedicación a otros hombres. En cierto sentido, esto forma parte de la enseñanza: los cirujanos son hombres solitarios.

Pensaba en esto mientras observaba a través del mirador que da al quirófano número 9. El mirador estaba instalado en el techo, permitiendo así una buena visión de toda la sala, del personal y del trabajo. Los estudiantes y los internos se sentaban allí con frecuencia para mirar. Un micrófono en el quirófano permitía oír todo lo que allí ocurría —el tintineo del instrumental, el rítmico siseo de la respiración y los murmullos—; y había un botón que, al presionarlo, comunicaba a los de arriba con los de abajo; en caso contrario, en el quirófano no se oía nada del exterior.

Había ido allí después de dejar la oficina de J.D. Randall. Quería ver la ficha de Karen, pero la secretaria de Randall me había dicho que no la tenía. J.D. la tenía, y J.D. estaba operando en ese momento. Esto me sorprendió. Había pensado que sin duda no trabajaría aquel día, considerando los hechos. Pero, aparentemente, esto no había entrado en sus planes.

La secretaria dijo que probablemente la operación estaba a punto de terminar, pero una ojeada a través del mirador me indicó todo lo contrario. El pecho del paciente estaba todavía abierto y el corazón tenía aún una incisión; no habían empezado siquiera a suturar. No podía interrumpirlos; no tenía más remedio que volver más tarde, si quería ver la ficha de Karen.

Pero me quedé un momento allí para observar. Hay algo atrayente en la cirugía a corazón abierto; algo fantástico y extraordinario; una mezcla de sueño y pesadilla hecha realidad. Allá abajo había dieciséis personas y entre ellas cuatro eran cirujanos. Cada una de ellas se movía, trabajaba, ejecutando delicados movimientos coordinados, como en una especie de danza, una danza surrealista. El paciente, envuelto en verde, se veía empequeñecido a causa del pulmón-corazón artificial que tenía a su lado, una máquina gigantesca, tan grande como un automóvil, de brillante metal, con cilindros y ruedas que se movían suavemente.

A la cabeza del paciente estaba el anestesista, rodeado de su equipo. Había varias enfermeras, dos técnicos que vigilaban y atendían una serie de tableros de instrumentos que indicaban el funcionamiento de los diversos aparatos. Más enfermeras, ordenanzas, y finalmente, los cirujanos. Intenté descubrir cuál de ellos era Randall, pero no pude. Con sus batas y sus mascarillas parecían todos iguales, impersonales, indistinguibles.

Esto, desde luego, no era cierto. Uno de aquellos cuatro hombres tenía toda la responsabilidad, repartida aparentemente entre los dieciséis presentes. Y era responsable de la persona que hacía el número diecisiete en aquella habitación: el hombre cuyo corazón estaba parado.

En una esquina, en una pantalla, se dibujaba el electrocardiograma. El ECG normal es una línea que se balancea vivamente, con una punta que señala cada latido, cada ola de energía eléctrica que alimenta el músculo del corazón. Éste estaba plano: una sola línea, sin significado alguno. Según el criterio de la medicina tradicional el paciente estaba muerto. Miré los rosados pulmones que se veían entre el pecho abierto; no se movían. El paciente no respiraba.

La máquina lo hacía todo por él. Bombeaba la sangre, la oxigenaba, y extraía de ella el anhídrido carbónico. Aquella máquina se utilizaba desde hacía diez años.

Las personas que se encontraban allá abajo no parecían sorprenderse por el trabajo de la máquina o de los cirujanos. Trabajaban sin darle importancia a su tarea. Supongo que ésta era una de las razones por las que todo parecía tan fantástico.

Estuve observándoles durante cinco minutos, sin darme cuenta del paso del tiempo. Después me marché. Fuera, en el pasillo, dos residentes estaban apoyados en una puerta, todavía con sus gorros puestos y las mascarillas colgando alrededor del cuello. Tomaban café y donuts, y se reían de un chiste verde.

Nueve

Roger Whiting, médico, vivía cerca del hospital, en el tercer piso de un edificio que daba al lado más feo de Beacon Hill, allí donde echan las basuras de la plaza Louisburg. Su esposa abrió la puerta. Era una muchacha sencilla, embarazada de unos siete meses. Parecía preocupada.

—¿Qué quiere?

—Quisiera hablar con su marido. Mi nombre es Berry. Soy patólogo del Lincoln.

Ella me echó una mirada llena de recelo.

—Mi marido está intentando dormir un poco. Ha estado de turno los últimos dos días y está cansado. Necesita dormir.

—Es muy importante.

Un joven delgado vestido con un traje de hilo blanco apareció tras ella. Parecía más que cansado; parecía exhausto y asustado.

—¿Qué ocurre? —dijo.

—Querría hablar con usted sobre Karen Randall.

—He contado ya lo que sucedió una docena de veces por lo menos. Hable usted con el doctor Carr.

—Ya lo hice.

Whiting se pasó los dedos por el pelo y dijo a su esposa:

—Está bien, querida. ¿Quieres hacerme un poco de café? —Después se volvió hacia mí y añadió—: ¿Un café?

—Sí, gracias —dije.

Nos sentamos en la salita. El apartamento era pequeño, y los muebles baratos y gastados. Pero me sentí como en casa: hacía muy pocos años que había dejado de ser interno. Y conocía todos los problemas de dinero, las tensiones que ello provocaba, las situaciones infernales, y el enorme trabajo con el que hay que lidiar. Sabía lo irritantes que eran las llamadas de las enfermeras a media noche, pidiendo permiso para administrar otra aspirina al paciente Jones. Sabía lo que costaba dejar la cama para visitar a un paciente a primeras horas de la madrugada, y lo poco que costaba cometer un error. Mientras era interno en una ocasión estuve a punto de matar a un hombre con fallos cardíacos. Con sólo tres horas de sueño en dos días, era muy fácil hacer cualquier cosa sin darse cuenta.

—Sé que está usted cansado —dije—. No le molestaré mucho rato.

—No, no —repuso cordialmente—. Cualquier cosa que pueda hacer para ayudar; bien, ahora…

La esposa entró con dos tazas de café. Me miró con enojo. El café era flojo.

—Mis preguntas —dije— son referentes a la llegada de la muchacha al hospital. ¿Estaba usted de guardia entonces?

—No, estaba intentando dormir. Me llamaron.

—¿Qué hora era?

—Casi las cuatro.

—Describa lo que sucedió.

—Dormía vestido, en la pequeña habitación que hay saliendo de la sala de curaciones. No hacía mucho que dormía cuando me llamaron; acababa de volver a ponerle un suero endovenoso a una señora que se lo sacaba con insistencia. Ella decía que no, pero era así —suspiró—. Bien, cuando me llamaron me sentía pésimamente. Me levanté y puse la cabeza debajo del grifo de agua fría; después me sequé. Cuando llegué a la sala, traían a la muchacha en una camilla.

—¿Estaba consciente?

—Sí, pero desorientada. Estaba pálida, y había perdido mucha sangre. Tenía fiebre y deliraba. No podíamos tomarle bien la temperatura, porque los dientes le castañeteaban constantemente; así, pues, cuando vimos que más o menos era de treinta y nueve grados nos dispusimos a trabajar.

—¿Qué más se hizo?

—Las enfermeras le echaron una manta encima y le elevaron los pies con tablones.
[22]
Después examiné la lesión. Era claro que se trataba de hemorragia vaginal, y diagnosticamos un aborto.

—En cuanto a la hemorragia —dije—, ¿había cualquier otra sustancia que la acompañase?

Él movió la cabeza:

—Sólo sangre.

—¿Ningún tejido? ¿Ni señal de placenta?

—No. Pero sangraba desde hacía largo rato. Sus vestidos… —Su mirada se perdió por la habitación como si viviera nuevamente la escena—. Sus vestidos estaban empapados. Las enfermeras tuvieron mucho trabajo para sacárselos.

—Durante todo ese tiempo, ¿dijo la muchacha algo coherente?

—En realidad, no. Murmuraba algo de vez en cuando. Algo sobre un viejo, creo. Su viejo o cualquier otro. Pero no era claro, y además nadie le prestaba atención.

—¿Dijo algo más?

El movió la cabeza:

—Sólo cuando le cortaron los vestidos para sacárselos, ella intentaba cubrirse con ellos nuevamente. Una vez dijo: «No pueden hacerme eso», y más tarde dijo: «¿Dónde estoy?». Pero eran sólo frases delirantes. En realidad, nada de lo que dijo era coherente.

—¿Qué hizo con la hemorragia?

—Intenté localizarla. Era difícil, y tenía que hacerse muy aprisa. Y además no conseguíamos enfocar bien la luz. Finalmente, decidí taponar con algodón y gasas y dedicarme a devolverle el volumen sanguíneo.

—¿Dónde estaba y qué hacía la señora Randall durante ese tiempo?

—Esperaba en la puerta. Parecía tranquila, hasta que le dijimos lo que había sucedido. Entonces se desmoronó. Tal como suena: se desmoronó.

—¿Qué hay de la ficha de Karen? ¿Había ingresado en el hospital alguna vez?

—No vi su historia clínica hasta… más tarde. Se tuvo que ir a buscar al archivo. Había estado allí anteriormente. Exámenes médicos anuales desde que tenía quince años, y los usuales análisis de sangre dos veces al año. Como puede suponer, estaba bajo buena vigilancia médica.

—¿Y no había nada fuera de lo corriente en su historia? Quiero decir además de su hipersensibilidad.

Él me dirigió una sonrisa triste:

—¿No es ya suficiente?

Durante un momento me sentí enojado con él. Se compadecía demasiado a sí mismo, a despecho del temor natural que sentía. Pero me entraban ganas de decirle que haría mejor en empezar a acostumbrarse a la idea de que moriría mucha gente ante sus narices. Y que haría bien acostumbrándose a la idea de que podía cometer un error, porque éstos se daban siempre. En algunas ocasiones los errores eran más importantes que en otras, pero todo era cuestión de valoración. Quería decirle que si él hubiera preguntado a la señora Randall si Karen era hipersensible y ella le hubiera dicho que no, ahora él se sentiría limpio y libre. Claro que la muchacha hubiera muerto igualmente, pero Whiting estaría limpio. Su error no fue matar a Karen Randall; sino haberse olvidado de pedir primero el permiso.

Pensé en decirle todo eso, pero no lo hice.

—¿Alguna insinuación de problemas psiquiátricos? —pregunté.

—No.

—¿Nada que saliera de lo corriente?

—No. —Arrugó la frente—. Un momento: había algo raro. Hace unos seis meses, fueron pedidas toda una serie de radiografías craneales.

—¿Vio usted las radiografías?

—No. Sólo leí el diagnóstico del radiólogo.

—¿Y cuál era?

—Normal. Nada patológico.

—¿Dónde fueron tomadas las radiografías?

—No lo decía.

—¿Tuvo algún accidente de alguna clase? ¿Alguna caída o un accidente de automóvil?

—No, que yo sepa.

—¿Quién pidió las radiografías?

—Probablemente el doctor Randall. Peter Randall, eso es. Era su médico.

—¿Y no sabe usted por qué fueron tomadas esas radiografías?

—No.

—Debe de haber alguna razón —dije.

—Sí —respondió, pero no pareció interesarle demasiado. Miraba fija y sombríamente su café; después lo sorbió de golpe. Finalmente, dijo—: Espero que cojan al que hizo el aborto y que lo aplasten contra la pared. Sea cual sea su condena, se merece lo peor.

Me levanté. El muchacho estaba nervioso y casi al borde de las lágrimas. Todo lo que él podía ver era una prometedora carrera echada a perder por el error cometido con la hija de un médico famoso. En su enojo, en su frustración y en la compasión que sentía por sí mismo, él también buscaba una cabeza de turco. Y la necesitaba más que nadie.

—¿Tiene usted intenciones de establecerse en Boston? —le pregunté.

—Tenía —dijo con una mirada sombría.

Cuando dejé al interno, llamé a Lewis Carr. Quería ver la ficha de Karen Randall más que nunca; tenía que averiguar lo que eran aquellas radiografías.

—Lew —dije—, voy a necesitar nuevamente tu ayuda.

—¿Ah, sí? —Parecía conmocionado ante la perspectiva.

—Sí. Tengo que ver su ficha. Es absolutamente necesario.

—Creí que lo habías solucionado.

—Sí, pero ha sucedido algo nuevo. Esto se está poniendo cada vez más enredado. ¿Dónde se pidieron esas radiografías…?

—Lo siento —dijo Carr—, no puedo ayudarte.

—Lew, aun cuando Randall tenga la ficha, no puede dejar que…

—Lo siento, John. Tengo todo el día comprometido aquí y también mañana. No tendré tiempo para nada.

Hablaba con gravedad, sopesando sus palabras, repitiéndose las frases a sí mismo antes de decirlas en voz alta.

—¿Qué pasó? ¿Te atrapó Randall y te cosió la boca?

—Me parece —dijo Carr— que debería dejarse el caso en manos de quien está preparado para llevarlo. Yo no lo estoy, y no creo tampoco que lo estén otros médicos.

Sabía lo que decía y lo que quería decir. Art Lee acostumbraba a reírse de la forma en que los médicos hablan de las cosas con un doble sentido. Art lo llamaba la «Maniobra de Pilatos».

—Está bien —dije—, si así es como piensas…

Colgué.

En cierto modo, era de esperar. Lewis Carr jugaba siempre cumpliendo con las reglas, como un buen muchacho. Así había sido siempre y era de esperar que continuaría siendo así toda la vida.

Diez

Mi recorrido desde el apartamento de Whiting hasta la escuela de medicina me llevó al Hospital Lincoln. Fuera, en la puerta principal, cerca de la parada de taxis, estaba Frank Conway, inclinado, con las manos en los bolsillos y mirando al suelo. En su postura había tristeza y cansancio. Di la vuelta a la esquina.

—¿Quieres que te lleve a alguna parte?

—Voy a Children's —dijo. Pareció sorprenderse de que me hubiera parado. Conway y yo no somos muy amigos. Es un buen médico, pero no es agradable como persona. Sus primeras dos esposas se divorciaron de él; la segunda sólo seis meses después de la boda.

—Tengo que pasar por allí —dije.

No era cierto, pero pensaba llevarlo de todas maneras. Quería hablar con él. Subió y nos metimos en el denso tráfico.

—¿Qué se te ha perdido en Children's? —pregunté.

—Una conferencia. Una charla sobre problemas congénitos una vez por semana. ¿Y a ti?

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