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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

Un caso de urgencia (27 page)

BOOK: Un caso de urgencia
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El hombre tras el mostrador guiñó un ojo en señal de asentimiento.

—Usted trabaja en la firma Bradford, ¿no es así?

—Sí. Empecé hará poco menos de un año.

Asentí con la cabeza.

—Es lo corriente —dijo Wilson—. Me dieron una buena oficina que da a la recepción; así, la gente que entraba y salía podía verme. Es lo que suele hacerse.

Comprendía lo que estaba diciendo; sin embargo, no podía evitar un poco de resentimiento. Tenía varios amigos, abogados, y ninguno de ellos pudo establecer su propio bufete sin antes haber trabajado durante varios años en una firma. Desde un punto de vista objetivo, este joven era afortunado, pero era mejor no decírselo, porque ambos sabíamos muy bien por qué era afortunado; era una especie de rareza, un producto que la sociedad súbitamente había considerado valioso: un negro educado. Sus horizontes eran claros y su futuro prometedor. Pero no dejaba de ser una rareza.

—¿Qué clase de trabajo ha estado usted haciendo?

—Impuestos en su mayor parte. Un par de asuntos de procedimientos civiles. La firma no tiene muchos casos criminales, como puede usted suponer. Pero cuando me uní a ellos, expresé mi especial interés en el trabajo de tribunales. Nunca me imaginé que me concedieran este caso.

—Comprendo.

—Sólo quería que se hiciera usted cargo de esto.

—Creo que lo comprendo. Le han cargado con un muerto, ¿no es eso?

—Quizá —dijo sonriendo—. O al menos así lo creen.

—¿Y qué es lo que usted cree?

—Creo que un caso se decide en el tribunal, no antes.

—¿Ha pensado en la forma de llevar el caso?

—Estoy trabajando en eso —dijo Wilson—. Va a ser difícil, porque tiene que hacerse bien. El jurado puede ver a un negro compasivo defendiendo a un médico chino que practica abortos, y no creo que les gustara.

Sorbí mi bebida. La segunda ronda estaba en el extremo de la mesa.

—Por otra parte —dijo Wilson—, ésta es una gran oportunidad para mí.

—Si gana.

—Eso pretendo —dijo llanamente.

De pronto, pensé que Bradford, fueran cuales fueran sus razones para dar el caso a Wilson, había tomado una sabia decisión. Porque este muchacho quería ganar el caso. Lo deseaba intensamente.

—¿Ha hablado usted con Art?

—Esta mañana.

—¿Y cuál fue su impresión?

—Inocente. Estoy seguro.

—¿Por qué?

—Porque lo comprendo —dijo Wilson.

Mientras saboreábamos la segunda bebida le hice un resumen de lo que había estado haciendo aquellos días. Wilson escuchó en silencio, sin interrumpirme, aunque de vez en cuando anotaba algunas cosas. Cuando hube terminado dijo:

—Me ha ahorrado mucho trabajo.

—¿En qué sentido?

—Con lo que usted me ha dicho, puede resolverse este caso. Podemos conseguir fácilmente la libertad del doctor Lee.

—¿Alegando que la muchacha no estaba embarazada?

Negó con la cabeza:

—En algunos casos, como aquél de Taylor, se llegó a la conclusión de que el embarazo no es un elemento esencial. No importa que el feto hubiera ya muerto antes del aborto.

—En otras palabras, que no importa que Karen Randall estuviera embarazada o no.

—En absoluto.

—¿Pero no es una prueba de que el trabajo fue hecho por un «aficionado», quien no comprobó primero el embarazo con algún análisis? Art nunca provocaría un aborto sin hacer una prueba primero.

—¿Cree que se ganaría el caso así? ¿Intentando demostrar que el doctor Lee es un médico dedicado a abortos tan inteligente y tan hábil que no puede cometer ni un solo error?

—No, creo que no —dije de mal humor.

—Mire —dijo Wilson—, no se puede llevar una defensa basándose en el carácter del acusado. No sería efectiva, por mucho que uno se empeñara. —Hizo pasar las hojas de su agenda—. Deje que le ponga en antecedentes de la situación legal. En 1845, una ley general de Massachusetts estableció que practicar el aborto era un delito fuera cual fuese el medio que se empleara. Si la paciente no moría, la sentencia no era de más de siete años. Si la paciente moría, la sentencia era de cinco a veinte años. Desde entonces la ley se ha hecho algo más tolerante. Algunos años más tarde se decidió que si el aborto era necesario para salvar la vida de la madre, no era ilegal. Pero éste no es nuestro caso.

—No.

—Posteriores revisiones, incluidas el caso
Viera
, decidían que el usar un instrumento con intención de provocar un aborto constituía un crimen, aunque no se probara que de ello resultara el aborto o la muerte. Eso puede ser muy interesante. El fiscal intentará demostrar con toda seguridad que el doctor Lee practica abortos desde hace varios años; por lo tanto una ausencia de pruebas contundentes en este caso no será suficiente para dar la libertad a Lee.

—¿Pueden hacer eso?

—No. Pero pueden intentarlo, y eso nos perjudicaría enormemente.

—Siga.

—Hay dos artículos más que son importantes, porque demuestran que la ley está contra el que practica abortos, y que se desentiende de la mujer implicada. El caso Wood estableció que el consentimiento de la paciente no constituía una justificación del aborto. Al mismo tiempo, concluía que la muerte de una mujer era sólo un agravante de delito. En efecto, esto significa que su investigación de Karen Randall es, desde el punto de vista legal, una absoluta pérdida de tiempo.

—Pero yo pensé…

—Sí, dije que el caso estaba concluido, y lo está.

—¿Cómo?

—Hay dos alternativas: la primera es presentar a la familia Randall todo el material que tenemos antes de ir al tribunal. Señalar el hecho de que Peter Randall, el médico sin mancha, practica también abortos. El hecho de que él la había hecho abortar previamente. El hecho de que la señora Randall se había hecho provocar un aborto por el doctor Lee, y ésa es la causa por la que mintió al citar las palabras de Karen. El hecho de que Karen era una muchacha inestable y desequilibrada, cuyas palabras en el lecho de muerte eran muy discutibles. Podríamos presentar todo eso a la familia, esperando persuadirlos de que retiraran los cargos antes del juicio.

Respiré profundamente. El muchacho jugaba duro.

—¿Y la otra alternativa?

—La segunda debe ser ya en el tribunal. Es evidente que la cuestión crucial está en la relación entre Karen, la señora Randall y el doctor Lee. El fiscal se apoya en el testimonio de la señora Randall. Tenemos que desacreditarla. Tenemos que destruirla para que ningún jurado crea ni una palabra de lo que diga. Después hemos de examinar la personalidad y el comportamiento de Karen. Podemos demostrar que era adicta a las drogas, que era una persona promiscua, y una mentirosa patológica. Debemos convencer al jurado de que todo lo que Karen decía, tanto a su madrastra como a cualquier otra persona, era de dudosa veracidad. Podemos demostrar también que se le provocaron dos abortos, y que fue Peter Randall quien se encargó de ello; y que, con toda probabilidad, efectuó también el tercer aborto.

—Estoy seguro de que Peter no lo hizo —dije.

—Es posible —dijo Wilson—, pero eso no tiene importancia.

—¿Por qué?

—Porque no se juzga a Peter Randall, sino al doctor Lee, y debemos hacer lo posible para salvarle.

Lo miré.

—No me gustaría encontrarme con usted en un callejón oscuro.

—¿No le gustan mis métodos? —dijo sonriendo.

—No, francamente.

—A mí tampoco. Pero estamos obligados a ellos por la naturaleza de las mismas leyes. En muchos casos, ante una relación de médico y paciente, la ley se vuelve contra el médico. El año pasado tuvimos el caso de un internista en la clínica Glory, quien efectuó un examen pélvico y rectal a una mujer. O al menos eso es lo que dijo. No hubo ninguna enfermera presente en el examen, ningún testigo. La mujer había sido tratada tres veces en sanatorios mentales por paranoia y esquizofrenia, pero ganó el caso, y el médico no tuvo suerte y se vio obligado a dejar la profesión.

—Pese a todo, no me gusta el sistema.

—Mírelo de forma racional —dijo Wilson—; la ley es clara. Equivocada o no, es clara. Ofrece, tanto para el fiscal como para la defensa, unos modelos, unas técnicas, unas vías dentro de los presentes estatutos. Desgraciadamente, tanto para el fiscal como para la defensa, estas técnicas llegan a adquirir caracteres asesinos. El fiscal intentará desacreditar al doctor Lee tanto como le sea posible. Nosotros, la defensa, intentaremos desacreditar a la señora Randall y a Peter Randall. El fiscal contará con la ventaja de la hostilidad innata de cualquier jurado de Boston ante cualquier médico que practica abortos. Nosotros tendremos a nuestro favor el deseo de cualquier jurado actual de Boston de ser testigo del descrédito de una vieja familia.

—Sucio.

Él asintió.

—Muy sucio.

—¿No hay otra forma de llevar el caso?

—Sí —dijo—, claro. Encontrar a quien lo hizo.

—¿Cuándo será vista la causa?

—Habrá una vista preliminar la próxima semana.

—¿Y el juicio?

—Quizá dos semanas después. Se le ha concedido una especie de prioridad. No sé cómo, pero lo supongo.

—Randall ha hecho presión.

Wilson asintió.

—¿Y si no hemos encontrado al culpable cuando se celebre el juicio?

Wilson sonrió con tristeza.

—Mi padre —dijo— fue un predicador de Raleigh, Carolina del Norte. Era el único hombre instruido de la comunidad. Le gustaba leer. Recuerdo que una vez le pregunté si todos los autores que él leía eran blancos, como Keats y Shelley. Dijo que sí. Le pregunté si no había leído nada de un hombre de color. Me dijo que no. —Wilson se pasó la mano por la frente, escondiendo sus ojos—. Pero, a pesar de todo, era predicador, era bautista y era severo. Creía en un Dios colérico. Creía en que los rayos caían a la tierra para herir a los pecadores. Creía en el fuego del infierno y en la condenación eterna. Creía en el bien y en el mal.

—¿Y usted?

—Yo creo —dijo Wilson— en la lucha del fuego contra el fuego.

—¿Es siempre bueno el fuego?

—No, pero siempre es ardiente y exigente.

—¿Y cree en la victoria?

Se tocó la cicatriz del cuello.

—Sí.

—¿Aun sin honor?

—El honor está en ganar.

—¿Sí?

Se quedó mirándome con fijeza durante unos momentos.

—¿Por qué está usted tan ansioso de proteger a los Randall?

—No lo estoy.

—Pues lo parece.

—Estoy haciendo lo que a Art le gustaría hacer.

—Art quiere salir de la prisión. Le estoy diciendo que puedo sacarle. Nadie más en Boston querrá ponerle la mano encima; es demasiado comprometido. Le estoy asegurando que puedo sacarle.

—Espere —dije.

—¿A qué?

—A encontrar a quien lo hizo.

—¿Y si no aparece?

Moví la cabeza.

—No sé.

—Entonces piénselo —dijo, y se marchó.

Siete

Wilson me había irritado, pero también me había dejado muy pensativo. Me dirigí a casa y me serví un vodka con hielo; luego me senté para reflexionar. Pensé en todas las personas con las que había hablado y me di cuenta de que había dejado de hacer preguntas muy importantes. Había lapsus, grandes lapsus. Por ejemplo, todavía ignoraba qué había hecho Karen el sábado por la noche con el coche de Peter; qué le había dicho a la señora Randall al día siguiente. Si ella había vuelto con el coche de Peter, que ahora habían robado, ¿cuándo se lo había devuelto a Peter?

Bebí el vodka y me sentí más tranquilo. Todo había ido excesivamente rápido; había perdido la paciencia demasiado a menudo; había reaccionado más ante la gente que ante la información, más ante las personas que ante los hechos.

Debería ser más comedido en el futuro.

Sonó el teléfono. Era Judith. Estaba en casa de los Lee.

—¿Qué ocurre?

—Sería mejor que vinieras. Hay una especie de manifestación ahí fuera —dijo con voz firme.

—¿Qué?

—Hay una multitud delante de la casa.

—Voy enseguida —dije, y colgué. Agarré el abrigo y me dirigí hacia el coche, y entonces me detuve.

El momento requería la mayor prudencia.

Retrocedí y marqué rápidamente el número de las oficinas del
Globe
. Informé sobre una manifestación ante la casa de los Lee. Hice una llamada dramática, con voz entrecortada; estaba seguro de que surtiría efecto.

Después me dirigí al coche y lo puse en marcha.

Cuando llegué a casa de los Lee, la gran cruz de madera estaba todavía humeante en el jardín frente a la casa. Había un coche de la policía, y una multitud apiñada a su alrededor; la mayoría eran muchachos de la vecindad y sus asombrados padres. Todavía no había oscurecido del todo; el cielo era de azul oscuro, y el humo que salía de la cruz se dirigía recto hacia el cielo.

Me abrí paso hacia la casa. Todas las ventanas visibles tenían los cristales rotos. Dentro, alguien lloraba. Un policía me detuvo en la puerta.

—¿Quién es usted?

—Soy el doctor Berry. Mi esposa y mis hijos están ahí dentro.

Se hizo a un lado, y entré.

Estaban todos en la salita. Betty Lee estaba llorando; Judith cuidaba de los niños. Había cristales rotos en todas partes. Dos de los niños se habían hecho cortes algo profundos, pero no graves. Un policía estaba haciendo preguntas a la señora Lee, pero sin conseguir un relato coherente. Ella decía solamente:

—Pedimos protección. La pedimos. La suplicamos, pero ustedes no llegaban nunca…

—Por Dios, señora… —decía el policía.

—La pedimos. ¿Es que no tenemos nuestros derechos?

—Por Dios, señora —repitió.

Ayudé a Judith a vendar a los niños.

—¿Qué ha sucedido?

De pronto, el policía se volvió hacia mí:

—¿Quién es usted?

—Soy un médico.

—Ya, está bien, ya era hora. —Y se volvió hacia la señora Lee.

Judith estaba afectada y pálida:

—Empezó hace veinte minutos —dijo—. Nos han amenazado por teléfono todo el día; también hemos recibido cartas. Al final ha ocurrido: llegaron cuatro coches y salieron de ellos un puñado de muchachos. Colocaron la cruz y la rociaron con gasolina antes de prenderle fuego. Por lo menos eran veinte. Se quedaron de pie y cantaron «Adelante, soldados de Cristo». Después, cuando vieron que los observábamos desde detrás de las ventanas, empezaron a lanzar piedras. Fue como una pesadilla.

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