Puse en marcha el motor y los seguí.
Wilson se había metido la mano en el bolsillo y estaba jugueteando con algo, un pequeño tubo de color cromado.
—¿Qué tiene usted ahí? —pregunté.
Lo levantó para que lo viera.
—Una Minox.
—¿Siempre lleva una cámara?
—Siempre.
Me quedé rezagado para que los otros no sospecharan. Peter iba siguiendo a J.D. muy de cerca.
Después de cinco minutos de marcha, los dos coches tomaron un desvío hacia el sudeste. Al cabo de un momento me metí yo también.
—No le entiendo —dijo Wilson—. Tan pronto defiende usted a ese individuo como le sigue igual que un perro de caza.
—Quiero saber la verdad —dije—. Eso es todo. Quiero saber la verdad.
Los seguimos durante una media hora. La carretera se estrechaba en Marshfield; había dos vías en lugar de tres. El tráfico era escaso; me separé de ellos aún más.
—Esto podría ser algo completamente inocente —observó Wilson—. Todo esto quizá no sea más que…
—No —dije, pues había estado relacionando toda una serie de cosas—. Peter prestó ese coche a Karen para el fin de semana. El hijo, William, me lo dijo. Karen utilizó ese coche. Estaba lleno de sangre. Después el coche fue guardado en el garaje de los Randall, y Peter informó a la policía de que le había sido robado. Ahora…
—Ahora se van a librar de él —dijo Wilson.
—Eso parece.
—Se han metido en una ratonera.
Los coches continuaron hacia el sur, pasaron Plymouth y se dirigieron hacia Cape. El aire era frío y olía a sal. Casi no pasaba nadie por la carretera.
—Bien —dijo Wilson, mirando los faros que se distinguían a lo lejos—, déjelos hacer.
A medida que la carretera se volvía más y más desierta, los dos coches ganaban velocidad. Ahora iban muy deprisa, casi a ciento veinte. Pasamos por Plymouth, Hyannis, y después tomamos la dirección de Provincetow. De pronto vimos que la luz de los faros se dirigía hacia la derecha, hacia la costa.
Seguimos por un camino en muy mal estado. A nuestro alrededor se veían unos pinos raquíticos. Apagué las luces del coche. El viento traía el olor del océano.
—Esto está desierto —dijo Wilson.
Asentí.
Pronto oímos el ruido de los frenos.
Salí del camino y aparqué.
Fuimos a pie hacia el mar y vimos los dos coches, uno al lado del otro.
Reconocí el lugar. Era la costa del oeste de Cape, donde había una pendiente de arena de una treintena de metros. Los dos coches estaban parados frente al mar, al borde de la pendiente. Randall había salido de su Porsche y estaba hablando con Peter. Discutieron durante un momento, después Peter volvió a su coche y lo llevó hasta muy cerca del borde. Luego bajó y retrocedió unos pasos.
J.D., mientras tanto, había abierto el maletero del Porsche y sacado un bidón de gasolina. Volcaron su contenido en el interior del coche de Peter.
Oí un ruido metálico a mi lado. Wilson estaba tomando fotografías con la pequeña cámara.
—No hay suficiente luz.
—Tri-X —dijo, sin dejar de tomar fotografías—. Puede conseguir una intensidad de dos mil cuatrocientos si se tiene el laboratorio apropiado. Y yo lo tengo.
Volví a mirar los coches. J.D. guardaba de nuevo el bidón en el maletero de su coche. Después lo puso en marcha y lo dejó orientado hacia el camino, lejos de la pendiente.
—A punto para el final —dijo Wilson—. Maravilloso.
J.D. llamó a Peter y salió del coche. Se quedó un momento al lado de Peter, después vimos el tenue brillo de una cerilla. Y, de pronto, las llamas inundaron el interior del Mercedes.
Inmediatamente, los dos hombres empujaron al coche por detrás con todas sus fuerzas. Primero se movió lentamente, después más deprisa, hasta que finalmente empezó a descender rápidamente por la pendiente arenosa. Los dos hombres retrocedieron y observaron el descenso. Aparentemente, antes de llegar al mar estalló, lo que produjo un ruido sordo y un brusco destello en la oscuridad de la noche.
Se dirigieron rápidamente al coche, y pasaron por nuestro lado sin vernos.
—Vamos —dijo Wilson. Corrió hacia el borde con su cámara.
Abajo, en el agua, estaba el chasis carbonizado del Mercedes.
Wilson tomó varias fotografías, después se guardó la cámara y me miró:
—Muchacho, el caso es nuestro —dijo sonriendo.
De vuelta, me dirigí hacia el camino de Cohasset.
—Eh, ¿a dónde vamos? —dijo Wilson.
—A ver a los Randall.
—¿Ahora? ¿Está usted loco? ¿Después de lo que hemos visto?
—Esta noche he salido con la intención de sacar a Art Lee de la prisión. Todavía la mantengo.
—Ah, pero no ahora mismo —dijo Wilson—. No después de lo que acabamos de ver. Ahora podemos presentarnos tranquilamente en el juicio —dijo, dando una palmadita a su cámara.
—Ya le he dicho que lo que debemos hacer es evitar el juicio.
—Pero no hay necesidad. Tenemos el caso, sin lugar a dudas, irremisiblemente.
Meneé la cabeza.
—Escuche —dijo Wilson—, puede usted jugar con un testigo. Puede desacreditarlo, hacerle parecer un necio. Pero no puede desacreditar una fotografía. Contra una fotografía no se puede hacer nada. Los tenemos bien atrapados.
—No —repuse.
Él suspiró:
—Antes de eso, estaba dispuesto a armar un jaleo. Estaba dispuesto a entrar en la casa y seguir mi plan. Iba a asustarlos, a meterles el miedo en el cuerpo, a hacerles creer que teníamos pruebas que en realidad no teníamos. Pero ahora es distinto. Tenemos esas pruebas. Tenemos todo lo necesario.
—Si no quiere hablarles usted, lo haré yo.
—Berry —dijo Wilson—, si les habla usted, vamos a perder el caso.
—Haré que se rindan.
—Berry, lo estropeará. Acaban de hacer algo muy incriminatorio. Estarán alerta. Se pondrán difíciles.
—Entonces les diremos lo que sabemos.
—¿Y si después de todo hay juicio? Lo habremos echado todo a perder.
—Eso no me preocupa. No habrá juicio.
Wilson se rascó de nuevo la cicatriz, haciendo correr sus dedos hasta el cuello.
—Escuche —dijo—, ¿acaso no quiere usted ganar?
—Sí, pero sin lucha.
—Habrá lucha. Aunque intente evitarlo por todos los medios, habrá lucha. Se lo digo yo.
Me dirigí hacia la casa de los Randall y paré el motor.
—Eso no me lo diga a mí; dígaselo a ellos.
—Está usted cometiendo un error —dijo.
—Quizá —admití—, pero lo dudo.
Subimos las escaleras y tocamos el timbre.
De mala gana, el mayordomo nos condujo hasta la sala. No era menor que una pista de baloncesto reglamentaria; una habitación inmensa, con una gran chimenea. Sentados alrededor del fuego crepitante estaban la señora Randall, con unos pantalones largos y anchos, Peter y J.D., ambos con una gran copa de coñac en las manos.
El mayordomo se quedó rígido en la puerta y dijo:
—El doctor Berry y el señor Wilson, señor. Dijeron que les estaban esperando.
J.D. frunció el ceño al vernos. Peter se recostó en el sillón y dejó que una leve sonrisa apareciera en su rostro. La señora Randall pareció sinceramente divertida.
—¿Qué quieren ustedes? —preguntó J.D.
Dejé que Wilson hablara. Hizo una pequeña reverencia y dijo:
—Creo que ya conoce usted al doctor Berry, doctor Randall; yo soy George Wilson, el abogado defensor del doctor Lee.
—Encantado —dijo J.D. mirando el reloj—. Pero es casi medianoche y estoy aquí descansando con mi familia. No tengo nada que decirles a ninguno de los dos hasta que nos encontremos ante el tribunal. Así pues, si quieren ustedes…
—Si me permite, señor —dijo Wilson—, hemos hecho un largo camino para verle. De hecho, venimos desde Cape.
J.D. parpadeó y su rostro se puso rígido. Peter se tragó una sonrisa. La señora Randall preguntó:
—¿Qué estaban haciendo ustedes en Cape?
—Contemplando una fogata —dijo Wilson.
—¿Una fogata?
—Sí —dijo Wilson; se volvió hacia J.D.—. Nos gustaría tomar un poco de coñac y charlar un rato.
Esta vez Peter no pudo aguantarse la risa. J.D. lo miró severamente, y llamó para que viniera el mayordomo.
Ordenó dos copas más, diciéndole al mayordomo cuando éste se alejaba:
—Pequeñas, Herbert. Los señores se marcharán pronto.
Después se volvió hacia su esposa.
—Si no te importa, querida…
Ella asintió con la cabeza y abandonó la habitación.
—Siéntense, caballeros.
—Es mejor de pie —dijo Wilson. El mayordomo trajo dos pequeñas copas de cristal tallado. Wilson levantó la suya y dijo—: A su salud, caballeros.
—Gracias —dijo J.D.; su voz era fría—. Y bien, ¿qué se les ofrece?
—Un asunto legal sin importancia —dijo Wilson—. Creemos que puede reconsiderar las acusaciones que ha presentado contra el doctor Lee.
—¿Reconsiderar?
—Sí. Ésa es la palabra que he dicho.
—No hay nada que reconsiderar —dijo J.D.
Wilson tomó un trago de su copa de coñac.
—¿No?
—No.
—Creemos —dijo Wilson— que quizá su esposa se equivocó al oír que había sido el doctor Lee quien había hecho abortar a Karen Randall. De la misma forma que Peter Randall estaba equivocado cuando informó que le habían robado el coche. ¿O quizá todavía no ha informado de ello a la policía?
—Ni mi esposa ni mi hermano cometieron ningún error —dijo J.D.
Peter tosió y encendió un cigarrillo.
—¿Ocurre algo, Peter? —preguntó J.D.
—No, nada.
Dio una calada al cigarrillo y bebió un trago de coñac.
—Caballeros —dijo J.D., volviéndose hacia nosotros—, están perdiendo el tiempo. No ha habido ningún error, y no hay nada que reconsiderar.
Wilson replicó suavemente:
—En este caso, deberán comparecer ante el tribunal.
—Desde luego —dijo Randall, asintiendo.
—Y deberán dar cuenta de sus acciones de esta noche —dijo Wilson.
—Desde luego. Tenemos el firme testimonio de la señora Randall de que pasamos la noche jugando al ajedrez —dijo, señalando un tablero de ajedrez en un rincón.
—¿Quién ganó? —preguntó Wilson con una débil sonrisa.
—Yo, por Dios —dijo Peter, hablando por primera vez. Lanzó una carcajada.
—¿Cómo lo hizo?
—Con el alfil y el caballo en doce jugadas. Le avisé una y mil veces; es un pésimo jugador.
—Peter, éste no es un caso de risa.
—Es un pésimo perdedor —dijo Peter.
—Cierra el pico, Peter.
Con cierta brusquedad, Peter dejó de reír. Cruzó los brazos sobre su voluminoso estómago y no dijo nada más.
J.D. Randall saboreó el silencio durante un momento, y después preguntó:
—¿Algo más, caballeros?
—Hijo de perra —dije a Wilson—. Lo echó todo a perder.
—Hice lo que pude.
—Lo hizo enfadar. Lo obligó a aceptar el juicio.
—Hice lo que pude.
—Ésa fue la forma más sucia, más podrida…
—Calma —dijo Wilson, acariciándose la cicatriz.
—Hubiera podido asustarles. Podía haberles dicho lo que les podría suceder, de la misma forma que me lo contó usted en el bar. Podía haberles hablado de las fotografías…
—No hubiera cambiado en nada la situación —repuso Wilson.
—Quizá sí.
—No. Están decididos a llevar el caso ante los tribunales —dijo Wilson.
—Sí —dije—, gracias a usted. Puede sentirse satisfecho. Haciendo amenazas baratas, como si fuera un gángster aficionado. Exigiendo un coñac… No estuvo nada mal eso, nada mal.
—Intenté persuadirles —dijo Wilson.
—Tahúr.
Él se encogió de hombros.
—Le diré lo que hizo, Wilson. Les obligó a decidirse por ir a juicio porque usted lo quiere. Usted quiere un coliseo, una oportunidad para exhibir su talento; una oportunidad para hacerse un nombre, para probar que vale. Usted lo sabe, y yo también, que si ese caso se lleva a los tribunales, Art Lee —sea cual sea el resultado— perderá. Perderá su prestigio, sus pacientes, y quizá su licencia. Y si hay juicio, los Randall perderán también. Quedarán desacreditados, se descubrirá su falsedad y sus perversiones. Sólo una persona saldrá ganando con todo esto.
—¿Sí?
—Usted, Wilson. Sólo usted puede sacar provecho del juicio.
—Ésa es su opinión —dijo. Se estaba poniendo furioso ya que yo le metía el dedo en la llaga.
—Es un hecho.
—Usted mismo pudo comprobar cuán irrazonable es J.D.
—Pero le podía haber obligado a escuchar.
—No —dijo Wilson—, pero tendrá que escuchar ante el tribunal. —Se echó hacia atrás en el asiento y se quedó mirando fijamente hacia adelante, pensando en lo sucedido esa noche—. ¿Sabe? Estoy sorprendido de usted, Berry. Se supone que es usted un científico. Se supone que un científico es objetivo ante una evidencia. Usted se ha encontrado ante la evidencia, esta noche, de que Peter Randall es culpable y aun así no está contento.
—¿Le pareció a usted un hombre culpable?
—Puede ser.
—Conteste a mi pregunta.
—Sí —dijo Wilson.
—¿De veras cree usted que es culpable?
—Eso es —insistió Wilson—. Y puedo hacer que el jurado también lo crea.
—¿Y qué sucederá si está usted equivocado?
—Entonces, mala suerte. De la misma forma que es mala suerte para la señora Randall que se equivocara con Art Lee.
—Está usted excusándose de antemano.
—¿De veras? —Negó con la cabeza—. No, señor. Usted sí lo está. Está jugando a ser el médico leal, siguiendo el camino a ciegas. Está usted pegado a la tradición, a la conspiración del silencio. A usted le gustaría que esto se solucionara de una forma elegante y silenciosa, muy diplomática, sin que quedara ningún mal sabor de boca al final.
—¿Acaso no es eso lo mejor? El trabajo de un abogado es hacer lo mejor para su cliente.
—El trabajo de un abogado es ganar su caso.
—Art Lee es un hombre. Tiene una familia, tiene sus ideales, sus deseos y una voluntad propia. La tarea de usted consiste en respetar y salvaguardar todo eso. No en organizar un juicio para mayor gloria de usted.
—El problema de usted, Berry, consiste en ser como todos los médicos. No puede creer que haya uno sólo podrido. Lo que a usted le gustaría es que quien compareciera ante el juez fuera un ex enfermero del ejército o una enfermera, o una comadrona ya un poco mayor. Eso es lo que a usted le gustaría. Pero no un médico.