—No sé. Sería en agosto. Antes de que empezara la escuela.
—¿No la vio usted el domingo pasado?
—No —dijo ella, paseando todavía por la habitación. Ni siquiera perdió el ritmo de los pasos—. No.
—Es curioso. Alan Zenner la vio este domingo.
—¿Quién?
—Alan Zenner. Un amigo suyo.
—Ajá.
—Él la vio y ella le dijo que se disponía a venir aquí.
Ángela y Bubbles intercambiaron una mirada. Bubbles dijo:
—El sucio…
—¿No es verdad? —pregunté.
—No —dijo Ángela bruscamente—. No la vimos.
—Pero ella estaba decidida…
—Debió de cambiar de opinión. Lo hacía muy a menudo. Karen cambiaba de opinión tan a menudo que a veces te preguntabas si llegaba a tener alguna.
Bubbles dijo:
—Ang, escucha…
—Tráeme otra Coca, ¿quieres? —Su voz autoritaria no dejaba lugar a dudas. Bubbles se levantó mansamente y fue a por otra Coca—. Bubbles es simpática —dijo Ángela—, pero un poco ingenua. Le gusta que las cosas terminen siempre bien. Por eso le deprime tanto lo que pasó con Karen.
—Comprendo.
Dejó de pasearse y se quedó de pie ante mí. Su cuerpo estaba rígido, como si hubiera sido esculpido en hielo:
—¿Hay algo en concreto que desee usted preguntarme?
—Sólo si vio a Karen la semana pasada.
—No. La respuesta es no.
Me levanté.
—Bien, gracias, y disculpe el tiempo que le he hecho perder.
Ángela hizo un movimiento con la cabeza y se dirigió a la puerta. Al marcharme oí que Bubbles decía:
—¿Se marcha?
Y Ángela contestaba:
—Cierra el pico.
Poco antes del mediodía llamé a la oficina de Bradford y me dijeron que un miembro del personal se haría cargo del caso del doctor Lee. Se llamaba George Wilson. Pedí que me pusieran con él. Al otro lado del teléfono su voz era suave y daba una gran sensación de confianza en sí mismo; acordamos encontrarnos a las cinco de la tarde, pero esta vez no sería en el club Trafalgar. Nos encontraríamos en Crusher Thompson's, un bar de la parte baja de la ciudad.
Después comí en un autoservicio y leí los periódicos de la mañana. La noticia de la detención de Art se había publicado al fin, con grandes titulares que ocupaban las primeras páginas, aunque no hablaban de la relación que tenía con la muerte de Karen Randall. Junto con la noticia había una fotografía de Art. Aparecía con oscuras ojeras de sádico. Su boca se torcía en una siniestra sonrisa, y llevaba el pelo en desorden. Podía ser cualquier curandero barato.
La noticia no decía gran cosa; sólo un simple relato de lo que había sido la detención. No hacía falta que dijera mucho; la fotografía lo decía todo. En cierto modo había sido una opción inteligente. No podía crearse un ambiente lleno de prejuicios basándonos en una fotografía normal.
Después de comer fumé un cigarrillo e intenté ordenar mis pensamientos. No puedo decir que lo consiguiera. Las descripciones que había oído de Karen eran excesivamente opuestas y vagas. No podía imaginarme con claridad cómo era, ni lo que podría haber hecho. Y, en especial, lo que podría haber hecho si llegaba a Boston embarazada, un fin de semana, y necesitaba un aborto.
A la una llamé de nuevo al laboratorio de Murph. El mismo Murph contestó al teléfono.
—Hola, Murph. ¿Cuál es el resultado?
—¿De Karen Randall?
—Pues claro, Murph; ¿llegas de la luna?
—No exactamente —dijo—. Acaban de llamar del City. Weston estaba al teléfono. Quería saber si nos habías traído una muestra de sangre.
—¿Y qué dijiste?
—Que sí.
—¿Y qué dijo él?
—Quería saber el resultado. Se lo dije.
—¿Cuál es el resultado?
—Todos los niveles metabólicos de excreción y hormonales son muy bajos. No estaba embarazada. Absolutamente imposible.
—Está bien —dije—, gracias.
Murph hizo resucitar mi teoría. Al menos en parte.
—¿Me lo vas a contar, John?
—Todavía no —dije.
—Me lo prometiste.
—Lo sé —dije—, pero ahora no puedo.
—Sabía que me ibas a hacer una cosa así —dijo Murph—. Sara me despreciará.
Sara era su esposa, una gran aficionada a las habladurías.
—Lo siento, pero no puedo.
—Vaya; una cosa tan fea a un viejo amigo…
—Lo siento.
—Si quiere divorciarse de mí —dijo Murph—, te nombraré mi defensor.
Llegué a los laboratorios de patología del Mallory a las tres. El primer hombre con el que me encontré fue Weston, que parecía cansado. Me saludó con una sonrisa torcida.
—¿Qué averiguó? —pregunté.
—El resultado fue negativo —dijo— en cuanto al embarazo.
—¿Ah, sí?
—Sí —cogió la carpeta que contenía las hojas de patología y pasó el dedo por ella—. Sin duda alguna.
—Llamé aquí antes y me dijeron que el informe decía que estaba embarazada de tres meses.
Weston preguntó con cautela:
—¿Con quién hablaste?
—Con una secretaria.
—Sería algún error.
—Supongo que sí —dije.
Me tendió la carpeta:
—¿Quieres ver también las muestras?
—Sí. Me gustaría.
Nos dirigimos a la habitación donde trabajaban los patólogos para hacer sus diagnósticos. Una gran sala dividida en cubos, donde están los microscopios y el archivo de las muestras examinadas, así como los resultados de las autopsias.
Nos paramos en un extremo.
—Helo aquí —dijo Weston señalando una caja de muestras—. Tengo curiosidad por saber qué opinas de algunas de ellas.
Me dejó, y yo me senté delante de un microscopio; encendí la luz y empecé a trabajar. Había treinta muestras en la caja, sacadas de los órganos más importantes. Seis se habían sacado de distintas partes del útero; empecé por ésas.
Al momento me di cuenta con toda claridad de que la muchacha no estaba embarazada. No había hiperplasia en el endometrio. Si había algo anormal era que presentaba cierta atrofia, con algunas glándulas proliferativas y una vascularidad disminuida. Miré las demás muestras para estar bien seguro. Todas eran iguales. Algunas contenían trombosis a causa del raspado, pero ésa era la única diferencia.
Mientras miraba las muestras, consideraba su significado. La muchacha no estaba embarazada; sin embargo, creía estarlo. Por lo tanto, lo más seguro era que sus períodos menstruales hubieran cesado. Esto coincidía con la apariencia aletargada del endometrio. Pero ¿qué había causado la supresión de sus períodos? Inmediatamente me puse a pensar en la etiología de tales condiciones.
En una muchacha de esa edad, lo primero en que se piensa es en los factores neurológicos. La tensión y la excitación de comenzar en una escuela y trasladarse a un ambiente nuevo podrían haber suprimido temporalmente la menstruación, pero no durante tres meses, ni tampoco con los signos que le acompañaban: obesidad, cambio en la distribución del vello, etc.
Por lo tanto, había trastornos hormonales. El síndrome virilizante adrenal, Stein-Laventhal, irradiación; todas estas causas parecían poco probables por una razón u otra, pero había una forma rápida de averiguarlo.
Puse la muestra de la corteza renal en el microscopio. La atrofia cortical era evidente, particularmente en las células de la zona fascicular. La zona glomerulosa aparecía normal.
Después miré los ovarios. Aquí los cambios eran sorprendentes. Los folículos eran pequeños, inmaduros, con aspecto marchito. Todo el órgano, igual que el endometrio uterino, tenía un aspecto aletargado.
Descartados, pues, los síndromes virilizantes, o un tumor de la corteza renal, el Stein-Laventhal y el tumor ovárico.
Finalmente, miré la tiroides. Incluso con el mínimo aumento, la atrofia de esa glándula era evidente. Los folículos estaban encogidos y las células internas eran pocas. Un hipotiroidismo claro.
Esto explicaba que la tiroides, las glándulas suprarrenales y los ovarios estuvieran atrofiados. El diagnóstico era claro, aunque la etiología no. Abrí la carpeta y leí la información oficial. La había hecho Weston; el estilo era vivo y directo. Llegué al resultado del microexamen. Había notado que el endometrio era hipoplástico y con aspecto anormal, aunque había considerado las demás glándulas de «apariencia normal, pero con el interrogante de remotos cambios atróficos».
Cerré la carpeta y fui a verle.
Su oficina era amplia, llena de libros y muy ordenada. Se sentaba detrás de un pesado escritorio, fumando su pipa, con aspecto de venerable maestro.
—¿Ocurre algo? —dijo.
Vacilé. Me había estado preguntando si había escondido información a propósito, si se habría unido a los demás, que creían en la culpabilidad de Art. Pero eso era ridículo; Weston no podía comprarse, a su edad y con su reputación. Además, no era particularmente afecto a la familia Randall. No tenía razón para falsificar la información.
—Sí —dije—. Me sorprendió su diagnóstico.
Aspiró la pipa tranquilamente.
—¿Ah, sí?
—Sí. He estado revisando las muestras y me parecen bastante atróficas. Pensé que quizá…
—Bien, John —dijo Weston riendo—, sé lo que ibas a decir. Pensaste que quizá las querría examinar de nuevo —me sonrió—. Las he revisado. Dos veces. Esta es una autopsia importante, y la hice tan meticulosamente como pude. La primera vez que examiné las muestras me pareció lo mismo que a ti: que aparentemente indicaban un hipopituitanismo que afectaba a los tres órganos, tiroides, suprarrenales y gónadas. Me pareció una conclusión segura, así que decidí volver a examinar los órganos mayores. Como tú mismo pudiste comprobar, éstos no mostraban ninguna anormalidad sorprendente.
—Esa atrofia podía ser reciente —dije.
—Sí —dijo—, es posible. Es por eso que resulta tan difícil. Es por eso que sería interesante poder echar un vistazo al cerebro; para comprobar algún neoplasma. Pero no es posible; el cuerpo fue quemado esta mañana.
—Comprendo.
Me sonrió.
—Siéntate, John. Me pone nervioso que estés ahí de pie.
Cuando me hube sentado, prosiguió:
—De todas maneras, eché un vistazo a los órganos y después volví a mirar las muestras microscópicas. No estaba del todo convencido. De manera que busqué algunas muestras de un antiguo caso de hipopituitanismo y las volví a mirar, y, finalmente, examiné las muestras de Randall por tercera vez. Entonces ya no me sentí seguro con el diagnóstico de un trastorno pituitario.
Cuanto más miraba menos seguro me sentía. Necesitaba algo que corroborara ese diagnóstico, la disección del cerebro, alguna radiografía o alguna prueba de hormonas en el caudal sanguíneo. Es por eso que llamé a Jim Murphy.
—¿Ah, sí?
—Sí. —Su pipa se había apagado; la volvió a encender—. Sospeché que te habías llevado la muestra de sangre para hacer la prueba del estradiol, y que se la harías hacer a Murphy. Quería saber si habías querido comprobar otros niveles hormonales, TSH, ACTH, T4, o cualquier cosa que pudiera ayudar.
—¿Por qué no me llamó a mí?
—Lo hice, pero en tu laboratorio no sabían dónde estabas.
Asentí. Todo parecía tener sentido. Sentí cómo mi cuerpo se relajaba.
—Por cierto —dijo Weston—; creo que hace algún tiempo se le hicieron radiografías craneanas a Karen Randall. ¿Tienes idea de lo que revelaban?
—Nada —dije—. Eran negativas.
Weston suspiró:
—Qué pena.
—Aunque puedo decirle algo interesante.
—¿Qué es?
—Fueron pedidas porque ella se quejaba de visión borrosa.
Weston suspiró:
—John, ¿sabes cuál es la causa más común de la visión borrosa?
—No.
—La falta de sueño —dijo Weston; se puso la pipa a un extremo de la boca y la mantuvo entre sus dientes—. ¿Qué harías tú en mi lugar? ¿Hacer un diagnóstico basándote en una dolencia que los rayos X desmentirían?
—Las muestras microscópicas son sugerentes.
—Pero sólo sugerentes. —Movió lentamente la cabeza—. Éste es un caso ya bastante confuso, John. Y no voy a hacerlo aún más confuso con un diagnóstico del que no puedo estar seguro. Después de todo, es posible que sea llamado a declarar ante un tribunal. Y no quiero exponerme. Si el fiscal o la defensa quieren que un patólogo revise el material y se exponga, que lo hagan. El material está aquí para el que quiera verlo. Pero yo no lo haré. Mis experiencias ante los tribunales me han enseñado una cosa por lo menos.
—¿Cuál?
—Que no hay que tomar nunca una posición a menos que pueda defenderse contra todo y contra todos. Puede que suene como un buen consejo para un general —dijo sonriendo—, pero, después de todo, un tribunal no es más que una guerra muy civilizada.
Tenía que ver a Sanderson. Le había prometido verle, y ahora necesitaba con urgencia su consejo. Pero, al entrar en el vestíbulo del Lincoln, la primera persona a la que vi fue a Harry Fallon.
Venía por un corredor, llevando un impermeable y un sombrero hasta las orejas. Harry es un internista con una gran práctica en los suburbios de Newton; es también un antiguo actor y un poco payaso. Le saludé y él levantó lentamente el ala de su sombrero. Tenía los ojos enrojecidos y el rostro pálido.
—Estoy resfriado —dijo Harry.
—¿Quién te trata?
—Gordon. El jefe de residentes. —Sacó un pañuelo de papel y se sonó ruidosamente—. A ver si me cura este terrible resfriado.
Me reí.
—Te suenas como si hubieras tragado una bola de algodón.
—Muchas gracias —dijo resoplando—. No es asunto para reírse.
Desde luego, tenía razón. Todos los médicos tienen horror a estar enfermos. Incluso los pequeños resfriados se consideran malos para lo que se llama la «impresión del paciente», y una enfermedad grave es asunto de alto secreto. Cuando los Henley tuvieron una glomerulonefritis crónica, hicieron lo imposible para asegurarse de que sus pacientes no se enterasen; visitaban a su médico a medianoche, escondiéndose de todos, como si fueran ladrones.
—No parece que sea un mal resfriado —dije a Harry.
—¡Ja! ¿Eso crees? Escucha esto. —Se sonó de nuevo la nariz, produciendo un largo y estruendoso sonido, parecido en parte a una sirena o al grito mortal del hipopótamo.
—¿Cuánto tiempo hace que lo tienes?
—Dos días. Dos miserables días. Mis pacientes empiezan a notarlo.