—¿Y qué tomas para eso?
—Cafés calientes —dijo—. Es lo mejor para el virus. Pero el mundo está contra mí, John. Hoy, en el apogeo de mi resfriado, me han regalado una invitación.
—¿Una invitación?
—Sí. Para ir a la regata.
Me reí, pero en mi subconsciente había algo que me preocupaba, algo que tenía que recordar y pensar, algo que había olvidado y pasado por alto.
Encontré a Sanderson en la biblioteca de patología. Es una sala cuadrada, con montones de sillas, un proyector y una pantalla. Aquí es donde se celebran las conferencias y se revisan las autopsias, y éstas son tan frecuentes que prácticamente no se puede utilizar nunca la biblioteca para consultar los libros.
En las estanterías están los informes de las autopsias dentro de unas cajas, archivados desde 1923, el año en que se empezaron a guardar los informes. Antes de esta fecha, nadie tiene mucha idea de cuál era la causa y cuáles las enfermedades más comunes por las que moría la gente, pero, a medida que aumentaba el conocimiento de la medicina y del cuerpo humano, esa información se convirtió en un dato de vital importancia. Una prueba de este interés creciente era el número de autopsias efectuadas; en 1923 todas las informaciones cabían en una caja delgada; pero en 1965, era necesaria media estantería para guardar todos los informes. En ese momento, a más de un setenta por ciento de todos los pacientes que morían en el hospital se les practicaba la autopsia, y se hablaba de hacer microfilms de los informes para guardarlos en la biblioteca.
En un rincón de la habitación había una cafetera eléctrica, un bote de azúcar y un paquete de vasos de papel, así como un cartelito que ponía: «Un vaso, cinco centavos. Honradez de scout». Sanderson estaba maniobrando con la cafetera, tratando de hacerla funcionar. La cafetera representaba un viejo reto: se decía que nadie podía terminar su residencia de patología en el hospital Lincoln hasta saberla hacer funcionar.
—Algún día —murmuró Sanderson—, me electrocutaré con este maldito trasto. —Enchufó y se oyeron algunos chasquidos—. Yo o algún otro pobre diablo. ¿Leche y azúcar?
—Sí, por favor —dije.
Sanderson llenó dos vasos, manteniéndose tan alejado de la cafetera como se lo permitía su brazo extendido. Era notoria la torpeza de Sanderson para cualquier cosa mecánica. Tenía un conocimiento soberbio, casi instintivo, del cuerpo humano y de las funciones de sus huesos y de su carne, pero los objetos mecánicos o eléctricos estaban fuera de su alcance. Vivía con el temor constante de que se le estropeara el coche, el televisor o el tocadiscos; los miraba a todos ellos como traidores y desertores en potencia.
Era un hombre alto y corpulento, que alguna vez había defendido el título de los pesos pesados para Harvard. Sus antebrazos y sus muñecas eran tan gruesos como la pantorrilla de la mayoría de los hombres. Tenía un rostro solemne y profundo; podría haber sido juez, o un excelente jugador de póquer.
—¿Dijo algo más Weston? —preguntó.
—No.
—No pareces contento.
—Digamos que estoy preocupado.
Sanderson movió la cabeza.
—Creo que en eso te equivocas —dijo—. Weston no falsificaría un informe para nadie. Si dice que no está seguro, es que no lo está.
—Quizá tendrías que examinar esas muestras tú mismo.
—Me gustaría —dijo Sanderson—, pero ya sabes que no es posible.
Tenía razón. Si se dejaba ver en el Mallory y pedía las muestras, se tomaría como un insulto personal a Weston. Esas cosas no se hacían.
—Quizá si te lo pidiera… —dije.
—¿Por qué habría de hacerlo?
—No sé.
—Weston ha hecho el diagnóstico y lo ha firmado con su nombre. Asunto concluido, a menos que sea necesario revisarlo durante el juicio.
Tuve la sensación de que me hundía. A medida que pasaban los días, había llegado a creer con toda certeza que no habría tal juicio. Cualquier juicio, aunque su resultado fuera la absolución, perjudicaría gravemente la reputación de Art, su posición y su práctica. Tenía que evitarse el juicio a toda costa.
—Pero tú crees que era hipopituitarismo.
—Sí.
—¿Etiología?
—Neoplasma, creo.
—¿Adenoma?
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—Eso creo. O quizá craneofaringioma.
—¿De cuánto tiempo?
—No podría ser muy viejo —dije—. Las radiografías de hace cuatro meses eran normales. No había aumento ni erosión de la silla turca. Pero se quejaba de trastornos de la visión.
—¿Y no podría ser un falso tumor?
El pseudotumor cerebral es un trastorno que sufren las mujeres y los niños. Los pacientes tienen todos los síntomas de un tumor, pero en realidad no lo tienen. Se relaciona con la interrupción de una terapéutica esteroidea; las mujeres lo sufren a veces cuando toman píldoras anticonceptivas. Pero, por lo que sabía, Karen no las tomaba. Se lo dije a Sanderson.
—Es una verdadera pena que no tengamos muestras del cerebro —dijo.
Asentí con la cabeza.
—Por otra parte —agregó Sanderson—, se efectuó un aborto. Eso es algo que no podemos olvidar.
—Lo sé —dije—. Pero ésa es precisamente otra indicación de que Art no lo hizo. Él no habría provocado ningún aborto sin hacer antes algún análisis, y ese análisis habría resultado negativo.
—En el mejor de los casos, ésa es sólo una evidencia circunstancial.
—Lo sé, pero es algo. Es un comienzo.
—Hay otra posibilidad —dijo Sanderson—. Supongamos que el que le practicó el aborto creyó en la palabra de Karen de que estaba embarazada.
Fruncí el ceño.
—No lo comprendo. Art no conocía a la muchacha; no la había visto nunca hasta entonces. Él nunca…
—No estoy pensando en Art —dijo Sanderson. Estaba mirando fijamente a sus pies, como si algo se confundiera en su mente.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, esto es pura especulación…
Esperé a que hablara.
—Ya se han dicho muchas cosas. Siento tener que añadir aún más —dijo.
Guardé silencio.
—Nunca me habría enterado —continuó Sanderson—. Creí estar bien informado sobre eso, pero nunca lo supe hasta hoy. Como puedes imaginarte, toda la comunidad médica no habla de otra cosa que de la hija de J.D. Randall que ha muerto de aborto; no puedes evitar que los demás médicos hablen de eso. —Suspiró—. Sea como sea, es algo que la esposa de un médico dijo a mi esposa. No sé si es verdad.
Yo no tenía intención de apremiar a Sanderson. Podía tomarse el tiempo que quisiera para decírmelo; encendí un cigarrillo y esperé pacientemente.
—¡Diablos! Probablemente no sea más que un rumor. No puedo creer que no me hubiera enterado antes.
—¿De qué? —dije finalmente.
—Peter Randall. Peter Randall hace abortos. Muy silenciosamente y muy privadamente, pero los hace.
—¡Dios mío! —exclamé, dejándome caer en una silla.
—Es difícil de creer —dijo Sanderson.
Fumé un cigarrillo y me puse a pensar en ello. Si Peter provocaba abortos, ¿lo sabría J.D.? ¿Lo habría hecho Peter y trataba de encubrirlo? ¿Era eso lo que quería decir cuando hablaba de un «asunto de familia»? Si era así, ¿por qué habían mezclado a Art en todo eso?
¿Y cómo habría hecho abortar a la muchacha? Peter vería, con toda seguridad, que había algo de anormal en ella. Era un médico suficientemente bueno para pensar en un tumor pituitario. Si la muchacha hubiera acudido a él diciéndole que estaba embarazada, con toda certeza lo habría relacionado con sus trastornos de la vista anteriores, y le habría hecho algún análisis.
—Peter no lo hizo —dije.
—Quizá ella le presionó. Quizá tenía prisa. Sólo podía disponer de un fin de semana.
—No. Él no cedería ante su presión.
—Era familiar suyo.
—Era una muchacha joven e histérica —dije, recordando la descripción de Peter.
Sanderson preguntó:
—¿Puedes estar seguro de que Peter no lo hizo?
—No —admití.
—Supongamos que lo hizo. Y supongamos que la señora Randall sabía lo del aborto. O que la muchacha, mientras se desangraba, le dijo que lo había hecho Peter. ¿Qué iba a hacer la señora Randall? ¿Acusar a su cuñado?
Veía a dónde quería ir a parar. Ciertamente, eso explicaría una de las circunstancias confusas del caso, por qué la señora Randall había llamado a la policía. Pero no me gustaba. Y se lo dije a Sanderson.
—El motivo de que no te gusta es que Peter te resulta simpático.
—Puede ser.
—No puedes permitirte la debilidad de excluir ni a él ni a ninguna otra persona. ¿Sabes dónde estuvo Peter el sábado por la noche?
—No.
—Yo tampoco —dijo Sanderson—. Pero no estaría mal averiguarlo.
—No —dije—. No lo hizo. Peter no lo hubiera hecho. Y si lo hubiera hecho, no habría sido tan torpe. Ningún profesional lo habría hecho así.
—Estás prejuzgando el caso —observó Sanderson.
—Entonces, igual que lo pudo haber hecho Peter, lo pudo haber hecho Art, sin análisis ni nada.
—Sí —admitió Sanderson serenamente—. Eso también lo he pensado yo.
Me sentía irritado cuando dejé a Sanderson. No podía decir exactamente por qué. Quizá tuviera razón; quizá buscaba de una manera irrazonable e ilógica, basándome en unos datos fijos, en ideas preconcebidas sobre las personas y las cosas.
Pero había algo más. En cualquier acción judicial, había siempre la posibilidad de que Sanderson y yo nos viéramos comprometidos, y saliera a la luz nuestro engaño en el cambio de los tejidos examinados. Tanto Sanderson como yo éramos responsables de gran parte del asunto, tan responsables como el mismo Art. No habíamos hablado de eso, pero era algo que latía continuamente en el fondo de mi pensamiento, y estaba seguro de que a Sanderson le ocurría lo mismo. Y eso hacía que a veces interpretáramos las cosas de forma distinta.
Sanderson tenía toda la razón: podíamos cargar el muerto a Peter Randall. Pero si lo hacíamos, nunca sabríamos por qué. Siempre podríamos decir que era porque creíamos en la culpabilidad de Peter. O porque era la única forma de salvar a un hombre acusado sin razón.
Pero siempre nos quedaría la duda de si lo habíamos hecho simplemente para salvarnos a nosotros mismos.
Antes de hacer nada tendría que recoger más información. El argumento de Sanderson no hacía distinción alguna entre la hipótesis de que la señora Randall tal vez sabía que Peter lo había hecho, o la de que, simplemente, lo sospechaba.
Y, además, había otra cuestión. Si la señora Randall sospechaba que Peter había provocado el aborto y deseaba evitar su detención, ¿por qué habría mencionado a Art? ¿Qué sabía ella de Art?
Art Lee era un hombre cauteloso y meticuloso. Apenas se hablaba de él entre las mujeres embarazadas de Boston. Era conocido por un número relativamente pequeño de médicos, y no tenía muchas pacientes. Las escogía cuidadosamente.
¿Cómo había llegado a saber la señora Randall que él provocaba abortos? Había un hombre que quizá supiera la respuesta: Fritz Werner.
Fritz Werner vivía en una casa de Beacon Street. La planta baja la dedicaba a su trabajo: una antesala y una cómoda habitación con un escritorio, una silla y un diván, y otra habitación que servía de biblioteca. Las dos plantas superiores estaban destinadas a servirle de hogar. Fui directamente a la segunda planta y entré en una salita que encontré igual que siempre: una gran mesa al lado de la ventana, llena de lápices, pinceles, bocetos, libros de pintura y pasteles; dibujos de Picasso y Miró en las paredes, una fotografía de T. S. Eliot sonriendo a la cámara, y una fotografía de Marianne Morre hablando con su amigo Floyd Patterson, firmada.
Fritz estaba sentado en un pesado sillón; vestía unos pantalones ligeros y un jersey muy amplio. Llevaba unos auriculares conectados con el aparato estereofónico; fumaba un grueso cigarro y lloraba. Las lágrimas le corrían por sus pálidas y fláccidas mejillas. Se enjugó los ojos al verme, y se sacó los auriculares.
—Hola John. ¿Has oído alguna vez algo de Albinoni?
—No —dije.
—Entonces no conoces el adagio.
—Me temo que no.
—Siempre me pone triste —dijo secándose los ojos—. Infernalmente triste. ¡Es tan dulce! Siéntate.
Me senté. Paró el tocadiscos y sacó el disco. Le quitó el polvo cuidadosamente y lo guardó en la funda.
—Es una suerte que hayas venido. ¿Qué tal te fue el día?
—Interesante.
—¿Buscaste a Bubbles?
—Sí, lo hice.
—¿Qué tal la encontraste?
—Confusa.
—¿Por qué lo dices?
Sonreí.
—No me analices, Fritz. Nunca pago las cuentas a mis médicos.
—¿No?
—Háblame de Karen Randall —dije.
—Eso es muy poco delicado por tu parte, John.
—Te pareces a Charlie Frank cuando dices eso.
—Charlie Frank no es del todo necio —dúo Fritz—. Por cierto, ¿te he dicho que tengo un nuevo amigo?
—No —dije.
—Lo tengo; es una criatura maravillosa, de lo más simpático. Tenemos que hablar de él algún día.
—Karen Randall —dije, recordándole lo que me interesaba.
—Sí, claro. —Fritz tomó aliento—. Tú no conociste a la muchacha, John. No era una buena chica. En absoluto. Era una muchachita ruin, mentirosa y desagradable, con graves neurosis. Y si me apuras mucho, diría que al borde de una psicosis.
Se encaminó hacia su dormitorio, y se sacó el jersey. Lo seguí y vi cómo se ponía una camisa limpia y una corbata.
—Sus problemas —dijo Fritz— eran de naturaleza sexual, consecuencia de una infancia reprimida por culpa de sus padres. Su padre no es precisamente un modelo de adaptación. El casarse con esa mujer es una prueba de ello. ¿La conoces?
—¿La actual señora Randall?
—Sí. Una mujer horrible, ¡horrible!
Se estremeció mientras se anudaba la corbata y se la arreglaba ante el espejo.
—¿Conociste a Karen? —pregunté.
—Ésa fue mi desgracia. Conocí también a sus padres. Nos conocimos en la maravillosa y gloriosa fiesta que dieron los barones de…
—Vamos al grano —dije.
Fritz suspiró:
—Esa muchacha, esa Karen Randall, era el producto de las neurosis de sus padres. En cierto modo representaba sus fantasías.
—¿Qué quieres decir?
—Rompiendo los moldes, siendo sexualmente libre, no preocupándose de lo que la gente decía, saliendo con las personas con las que no debiera salir, siempre en un sentido sexual. Atletas, negros. Y todas esas cosas.