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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

Un caso de urgencia (11 page)

BOOK: Un caso de urgencia
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—Solamente voy a hacer una visita —dije—. Tengo una cita para comer con un amigo.

Asintió con la cabeza y se instaló cómodamente en el asiento. Conway era joven; tenía sólo treinta y cinco años. Se las había arreglado para hacer sus años de especialización junto con los mejores médicos del país. Ahora era mejor que ninguno de ellos, o al menos eso se decía. Nunca se sabía qué pensar de un hombre como Conway: era uno de los pocos que se habían hecho famosos muy rápidamente. Y por eso, en cierto modo, lo consideraban como un político o una estrella de cine; tenía, como ellos fans incondicionales y críticos irreconciliables; unos lo adoraban y otros lo odiaban. Físicamente, Conway tenía una presencia autoritaria, el aspecto de un hombre poderoso, con el pelo un poco gris y unos profundos ojos azules.

—Quisiera que me excusarais —dijo Conway— por lo de esta mañana. No sabía lo que decía.

—No tiene importancia.

—Tengo que pedirle excusas a Herbie. Dije algunas cosas…

—Lo comprenderá.

—Me sentía como en el infierno —dijo Conway—, pero es que cuando ves a un paciente que se apaga entre tus manos, que se te va bajo tus mismísimos ojos… No sabes lo que es eso.

—No —admití.

Anduvimos un rato en silencio; después dije:

—¿Puedo pedirte un favor?

—Claro.

—Háblame de J.D. Randall.

Hubo un momento de silencio.

—¿Por qué?

—Simple curiosidad.

—Mierda.

—Bueno —dije.

—Atraparon a Lee, ¿verdad? —dijo Conway.

—Sí.

—¿Lo hizo él?

—No.

—¿Estás seguro?

—Creo lo que él dice —dije. Conway suspiró.

—John —dijo—, tú no eres un necio. Supón que alguien te adjudicara el paquetito a ti. ¿Acaso no lo negarías?

—Ése no es el caso.

—Claro que lo es. Cualquiera lo negaría.

—¿Acaso no es posible que Art no lo hiciera?

—No tan sólo es posible sino probable.

—¿Entonces?

Conway movió la cabeza:

—Olvidas los hechos. J.D. es un hombre importante. J.D. ha perdido a su hija. Y resulta que aparece un chino, muy a propósito, al que se acusa de ser el autor de la muerte. Una situación perfecta.

—He oído esta teoría con anterioridad. Pero no me sirve.

—Entonces no conoces a J.D. Randall.

—Eso es verdad.

—J.D. Randall —dijo Conway— es el mayor cabrón del universo. Tiene dinero, poder y prestigio. Puede obtener todo lo que desee, incluso la cabeza de un chino.

Yo dije:

—Pero ¿por qué ha de quererla?

Conway rio:

—Hermano, ¿de dónde vienes? —Yo debía parecer muy confuso—. ¿No sabes que…? —Hizo una pausa, viendo que no sabía. Entonces cruzó los brazos sobre el pecho y se calló. Miró fijamente hacia adelante.

—¿Y bien? —dije.

—Es mejor que preguntes a Art.

—Te estoy preguntando a ti —dije.

—Pregunta a Lew Carr —dijo Conway—. Quizá él te lo diga; yo no.

—Bien —dije—, entonces háblame de Randall.

—Como cirujano.

—Está bien, como cirujano.

Conway asintió.

—Como cirujano —dijo—, no vale nada. Es mediocre. Pierde pacientes que no debería perder. Gente joven. Gente fuerte.

Asentí.

—Y es mezquino como el mismísimo diablo. Arruina a sus residentes. Les pone toda clase de dificultades, les hace malas pasadas continuamente, y ellos lo pasan muy mal. Hay muchos jóvenes que valen y trabajan bajo sus órdenes, y es así como él los controla. Lo sé; hice dos años de torácica con él antes de hacer cardiaca en Houston. Tenía veintinueve años cuando conocí a Randall, y él cuarenta y nueve. Siempre se hace el importante, con sus prisas y sus múltiples ocupaciones; sus trajes de Bond Street y sus amigos con castillo en Francia. Nada de todo eso indica que sea un buen cirujano, desde luego, pero ayuda a que la gente se lo crea. Lo rodea de una aureola que le hace parecer bueno.

No dije nada. Conway se estaba acalorando a medida que hablaba. Elevaba la voz y movía sus fuertes manos. Yo no tenía intención de interrumpirle.

—El problema —dijo Conway— está en que J.D. sigue en la vieja línea. Empezó la cirugía en los cuarenta, con Gross, Chartriss y Shackleford y sus muchachos. La cirugía era diferente entonces; lo importante era la habilidad manual; la ciencia no contaba para nada. Nadie sabía nada sobre los electrolitos o la química, y Randall nunca se familiarizó con ello. Los más jóvenes lo están; han estudiado las enzimas y los sueros. Pero para Randall es un verdadero rompecabezas.

—Tiene buena reputación —dije.

—También la tuvo John Wilkes Booth —dijo Conway—, durante un tiempo.

—¿No serán eso celos profesionales?

—Puedo cortar círculos a su alrededor con la mano izquierda —dijo Conway—. Y a ciegas.

—¿Qué tal es personalmente?

—Un cabrón. Simplemente un cabrón. Los residentes suelen decir que anda siempre con un martillo y seis clavos, por si se le presenta la oportunidad de crucificar a alguien.

—No es posible que sea tan desagradable.

—No —admitió Conway—. No a menos que se encuentre en buena forma. Como todos nosotros, tiene sus días buenos y sus días malos.

—Lo pintas como un tipo muy lúgubre.

—No es peor que la mayoría de los cabrones que corren por ahí —dijo—, ¿sabes? Los residentes dicen algo más de él.

—¿Ah, sí?

—Sí. Dicen que a J.D. Randall le gusta rajar corazones porque él no ha tenido nunca uno propio.

Once

Ningún caballero inglés en su sano juicio hubiera ido a Boston, particularmente en 1630. Para embarcarse en un largo viaje por mar hacia un mundo salvaje y hostil, hacía falta más que valor y fortaleza; hacía falta desesperación y fanatismo. Y lo peor es que requería romper de modo irreconciliable con la sociedad inglesa.

Afortunadamente, la historia juzga a los hombres según sus acciones, y no según sus motivos. Es por esta razón que los bostonianos pueden pensar en sus antecesores como el pueblo que propuso la democracia y la libertad sin avergonzarse; los consideran héroes revolucionarios, artistas liberales y escritores. Es la ciudad de Adams y Revere; es la ciudad que todavía cobija la Vieja Iglesia del Norte y Bunker Hill.

Pero Boston tiene también otra cara, una cara más oscura; una cara que se esconde entre los cepos, las prisiones, los malolientes excrementos y los cazadores de brujas. Es casi imposible encontrar un hombre vivo que sepa lo que significan estos instrumentos de tortura: evidencias de obsesión, neurosis y crueldad perversa. Existen pruebas de la existencia de una sociedad sitiada por el miedo al pecado, a la condenación, al fuego eterno, a la enfermedad y a los indios. Una sociedad recelosa, aterrorizada y tensa. En breves palabras, una sociedad de fanáticos reaccionarios religiosos.

Hay también un factor geográfico, ya que el lugar donde se asienta Boston fue un pantano en el pasado. Algunos opinan que ésta es la razón de que el clima sea tan húmedo y el tiempo tan malo siempre; otros dicen que eso no tiene importancia.

Los bostonianos tienden a pasar por alto gran parte de su pasado. Como un muchacho salido de los barrios bajos que ha progresado, la ciudad se desentiende de sus orígenes e intenta esconderlos. Como una colonia constituida por gente común, ha establecido una aristocracia sin títulos para rivalizar con la más antigua y rígida Europa. Como una ciudad religiosa, ha desarrollado una comunidad científica sin rival en el Este. Es también marcadamente narcisista, un rasgo que comparte con otra ciudad de origen muy dudoso, San Francisco.

Desgraciadamente para ambas ciudades, nunca pueden escapar de su pasado. San Francisco no puede sacudirse el espíritu cruel y febril de la búsqueda del oro para convertirse en una ciudad señorial del Oeste. Y Boston, a pesar de que lo intente con todas sus fuerzas, no puede eludir el puritanismo y volverse inglesa otra vez.

Todos estamos atados al pasado, tanto individual como colectivamente. El pasado muestra sus estructuras en nuestra manera de andar, de sentarnos, de comer, de vestir… y de pensar.

Todo esto me vino a la memoria mientras me dirigía a ver a William Harvey Shattuck Randall, estudiante de medicina.

Cualquier persona que se llame William Harvey,
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para no hablar de William Shattuck, debe sentirse como un necio. Es como llamarse Napoleón o Gary Grant; es colocar una carga demasiado pesada para un niño; es un desafío exagerado. Hay muchas cosas en la vida difíciles de soportar, pero nada es tan difícil como un nombre.

George Gall
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es un ejemplo perfecto de eso. Después de pasar por la escuela de medicina, donde sufrió innumerables bromas y burlas, llegó a ser un cirujano especializado en enfermedades del hígado y de la vesícula biliar. Era lo peor que podía hacer con un nombre como el suyo, pero él se dedicó a ello con una extraña y serena certeza, como si fuera algo para lo que estuviera predestinado. Quizá fuera así en algún sentido. Algunos años más tarde, cuando las bromas empezaron a cansarle quiso cambiarse el nombre, pero esto era ya imposible.
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Dudo de que William Harvey Shattuck Randall quisiera alguna vez cambiarse el nombre. Aunque era molesto, a la vez era una ventaja, particularmente si se quedaba en Boston; además, parecía soportarlo bien. Era fuerte, rubio, de rostro sincero y apariencia agradable. Su aspecto era el del típico norteamericano bonachón.

William Harvey Shattuck Randall vivía en el primer piso de Sheraton Hall, la residencia de la escuela de medicina. Como la mayoría de las habitaciones de la residencia, la suya era para una sola persona, aunque mucho más espaciosa que las demás. Y, ciertamente, mucho más espaciosa que el nido de la cuarta planta que había ocupado yo cuando era estudiante. Las habitaciones de los pisos superiores eran más baratas.

Habían cambiado el color de la pintura de mis tiempos. Entonces era de un gris de huevo de dinosaurio; ahora era de un verde vomitivo. Pero era el mismo viejo edificio, los mismos pasillos helados, las mismas escaleras sucias, el mismo olor rancio a calcetines sudados, a libros de texto y a hexaclorofeno.

Randall había decorado su habitación con gusto en un estilo antiguo; los muebles parecían sacados de Versalles. Había una especie de resplandor decadente y nostálgico, con sus terciopelos rojos y los muebles con incrustaciones doradas.

Randall retrocedió al abrir la puerta.

—Entre —dijo.

No me preguntó quién era yo. Con una ojeada había tenido suficiente para oler a médico. Es fácil reconocer a un médico cuando se ha estado largo tiempo entre ellos.

Entré en la habitación y me senté.

—¿Se trata de Karen? —Parecía más preocupado que triste, como si acabara de dejar algo importante, o estuviera a punto de dejarlo.

—Sí —dije—; sé que no es un buen momento…

—No. Adelante.

Encendí un cigarrillo y tiré la cerilla en un cenicero veneciano, de cristal y oro. Era feo, pero caro.

—Quería hablarle de ella.

—Bien.

Estuve esperando a que me preguntara quién era yo, pero él no parecía dar importancia a eso. Se sentó en un sillón ante mí, cruzó las piernas y dijo:

—¿Qué quiere saber?

—¿Cuándo la vio usted por última vez?

—El sábado. Llegó de Northampton en autobús y yo la recogí en la terminal, después de comer. Tenía un par de horas libres. Y la llevé a casa.

—¿Qué aspecto tenía?

Él se encogió de hombros.

—Bueno. No le pasaba nada; parecía muy feliz. Habló de Smith y su compañera de habitación. Parece ser que tenía una compañera de habitación muy loca. Y habló de trapitos y cosas semejantes.

—¿Estaba deprimida? ¿Nerviosa?

—No. En absoluto. Actuaba como siempre. Quizá estaba algo excitada por volver a casa después de haber estado fuera. Creo que estaba algo preocupada por Smith. Mis padres la trataban como a una niña y ella creía que no le tenían confianza ni la creían capaz de salir adelante. Era algo… desafiante, creo que diría usted.

—¿Desde cuándo no la había visto?

—No lo recuerdo. Desde agosto, creo.

—Así pues, esto era un reencuentro.

—Sí —dijo—. Siempre me alegraba de verla; era muy divertida y vivaz, y le gustaba imitar los gestos. Cuando imitaba a algún profesor o algún amigo, era para morirse de risa. De hecho, fue de esta manera como consiguió el coche.

—¿El coche?

—El sábado por la noche —dijo él—. Estábamos todos cenando. Karen, yo, Ev, y tío Peter.

—¿Ev?

—Mi madrastra —dijo—. Siempre la llamamos Ev.

—Así pues, eran cinco.

—No, cuatro.

—¿Y su padre?

—Estaba ocupado en el hospital.

Lo dijo sin darle importancia, y yo no hice comentario alguno.

—Bien —dijo William—, Karen quería un coche para el fin de semana, y Ev rehusó, diciendo que no quería que se pasara fuera toda la noche. Así pues, Karen se dirigió a tío Peter, que es mucho más fácil de conmover, y le pidió que le prestara su coche. Al principio, él no estaba dispuesto a prestárselo, y ella lo amenazó con hacer una imitación de él, y entonces consiguió el coche inmediatamente.

—¿Cómo se marchó Peter?

—Yo le dejé en su casa aquella noche, al volver aquí.

—Así pues, usted pasó varias horas con Karen el sábado.

—Sí. Desde la una de la tarde hasta las nueve o las diez de la noche.

—¿Entonces se marchó usted con su tío?

—Sí.

—¿Y Karen?

—Se quedó con Ev.

—¿Salió aquella noche?

—Supongo que sí. Era por eso que quería el coche.

—¿Dijo dónde pensaba ir?

—A Harvard. Tenía algunos amigos en la universidad.

—¿La vio usted el domingo?

—No. Sólo el sábado.

—Dígame, ¿mientras estuvo usted con ella, no le pareció distinta en ningún aspecto?

Él movió la cabeza.

—No. Como siempre. Desde luego había engordado un poco, pero creo que eso es algo normal cuando las muchachas van a la universidad. Durante el verano hacía mucho ejercicio, jugaba al tenis y nadaba. Cuando entró en la escuela dejó todo eso, y engordó algunos kilos. —Sonrió lentamente—. Nos burlamos de ella por eso. Se quejaba de la mala comida y nos burlamos, porque a pesar de todo comía tanto que había engordado.

—¿Había tenido siempre problemas de peso?

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