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Authors: Michael Crichton

Tags: #Thriller

Un caso de urgencia (4 page)

BOOK: Un caso de urgencia
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—Veo la analogía. Pero no me sirve.

—Escucha —dijo—. La moralidad debe seguir a la tecnología, porque si una persona se encara con el dilema de ser moral y estar muerto, o inmoral y estar vivo, siempre escogerá la vida. Hoy en día la gente sabe que los abortos son una cosa fácil y sencilla. Sabe que no se trata de una operación larga ni fastidiosa. Sabe que se trata de algo simple, y desea la felicidad que puede obtener de ella. Si la mujer es rica se irá a Japón o a Puerto Rico; si es pobre, acudirá a un ordenanza de la marina. Pero, de una forma u otra, provocará el aborto.

—Art —dije—. Es ilegal.

Él sonrió.

—Nunca pensé que sintieras tanto respeto por la ley.

Se refería a mi carrera. Después del bachillerato, entré en una escuela de leyes y estuve estudiando allí durante un año y medio. Después decidí que era algo odioso y probé con la medicina. Entre unos estudios y otros estuve un tiempo en el ejército.

—Pero es distinto —dije—. Si te agarran te meterán en la cárcel y te quitarán la licencia. Lo sabes perfectamente.

—Estoy haciendo lo que debo.

—No seas necio.

—Creo —dijo— que lo que estoy haciendo está bien.

Mirándolo a la cara, vi lo que quería decir con eso.

A medida que pasó el tiempo, me encontré personalmente con algunos casos en los que el aborto era, obviamente, la respuesta más humana. Art los hacía. Yo me uní al doctor Sanderson en su trabajo en el departamento patológico. Arreglamos las cosas para que nadie pudiera averiguarlo jamás. Esto era necesario porque los encargados de controlar los tejidos en el Lincoln eran los jefes de servicio, al mismo tiempo que un grupo variable de seis médicos. La edad media de los hombres que formaban parte de esta comisión era de sesenta y un años, y a veces se daba la coincidencia de que al menos una tercera parte eran católicos.

Desde luego, no era un secreto muy bien guardado. Muchos de los médicos más jóvenes sabían lo que Art hacía, y la mayoría estaba de acuerdo con él, pues demostraba criterio, y decidía y sopesaba cuidadosamente cada caso. La mayoría de ellos también habría practicado abortos si se hubiera atrevido.

Algunos pocos no estaban de acuerdo con Art y habrían disfrutado denunciándolo si hubieran tenido valor. Hombres como Whipple y Gluck, cuyas religiones predicaban la compasión y el sentido común.

Durante largo tiempo, estuve preocupado por los Whipple y los Gluck. Pero más tarde me olvidé de ellos y dejé de hacer el menor caso de sus miradas malintencionadas y de sus rostros desaprobadores. Quizá fue un error.

Porque ahora Art estaba en el patíbulo, y si rodaba su cabeza, rodaría a su vez la de Sanderson. Y también la mía.

No había aparcamiento cerca de la comisaría de policía. Finalmente, encontré un lugar cuatro manzanas más abajo, y regresé caminando para averiguar por qué Arthur Lee estaba en prisión.

Dos

Cuando estaba en el ejército, hace algunos años, fui policía militar en Tokio, y la experiencia me enseñó mucho. Los MP éramos las personas menos populares de la ciudad por aquellos días, durante las últimas fases de la ocupación.

Con nuestros uniformes y nuestros cascos blancos, para los japoneses representábamos los últimos restos de una autoridad militar que había llegado a hastiarlos. Para los norteamericanos de Ginza, borrachos de whisky cuando podían conseguirlo, representábamos toda la frustración y represión de la rígida vida militar. Éramos, por lo tanto, un reto para todos aquellos con quienes nos topábamos, y más de uno entre mis compañeros estuvo en apuros por esta causa. Uno recibió un navajazo en un ojo y se quedó ciego. A otro lo mataron. Desde luego, íbamos armados. Recuerdo que cuando recibimos nuestras pistolas por primera vez, un capitán nos dijo:

—Ya tienen sus armas; ahora, oigan mi consejo: no utilicen nunca su pistola. Se dispara sobre un borracho impertinente, aun en defensa propia, y luego se averigua que su tío es senador o general. Pongan las armas a la vista de todo el mundo, pero no las saquen de sus fundas. Punto final.

Efectivamente, se nos ordenó mantener nuestra superioridad siempre. Aprendimos a hacerlo. Todos los policías terminan aprendiéndolo.

Recordé esto cuando me encontré frente al sargento de policía de la comisaría de la calle Charles. Me miró como deseando poder despellejarme el cráneo.

—Bien. ¿Qué hay?

—He venido a ver al doctor Lee —dije.

Sonrió:

—El chinito está en apuros, ¿no? Malo, malo.

—He venido a verlo —repetí.

—No es posible.

Volvió la mirada al escritorio y ordenó los papeles que había encima, como si diera por terminada la entrevista y estuviera muy ocupado.

—¿Puede explicarme el motivo?

—No —dijo—, no tengo por qué explicar el motivo.

Saqué la pluma y la libreta:

—Deme el número de su placa, por favor.

—Vaya, ¿quiere hacerse el gracioso? Márchese. No puede verlo.

—La ley le obliga a dar el número de su placa cuando se lo requieren.

—Está bien.

Miré su camisa y simulé que copiaba el número. Después me dirigí a la puerta.

—¿Va usted a alguna parte? —dijo él con tono indiferente.

—Hay una cabina de teléfono ahí fuera.

—¿Ah, sí?

—Es vergonzoso. Apuesto a que su esposa se pasa horas para coser esos galones en el hombro. Pero quitarlos se hace en menos de un segundo. Utilizan una hoja de afeitar; ni siquiera se nota en el uniforme.

El policía se levantó rígido detrás del escritorio:

—¿A qué ha venido?

—He venido a ver al doctor Lee.

Me miró con suavidad. Él no sabía si podía gastarle alguna mala pasada. Pero sabía que era posible.

—¿Es su abogado?

—Eso es.

—Bien, maldita sea, ¿por qué no lo dijo usted antes? —Sacó unas llaves del cajón de su escritorio—. Venga —dijo sonriéndome; pero sus ojos me demostraban todavía hostilidad.

Lo seguí a través del departamento. No dijo nada, pero le oí gruñir un par de veces. Finalmente dijo por encima del hombro:

—No puede usted acusarme de ser demasiado cuidadoso. Un asesinato es un asesinato, ya sabe.

—Sí —dije.

Art se encontraba dentro de una celda bastante presentable. Estaba limpia y no apestaba. En realidad, Boston posee las cárceles más limpias de Estados Unidos. No han tenido otro remedio: montones de gente famosa han pasado muchas horas en estas cárceles. Alcaldes y funcionarios importantes, y gente parecida. No puede esperarse que un hombre haga una campaña decente para su reelección si está en una celda sucia y asquerosa, ¿no es así? No parecería correcto.

Art estaba sentado en la cama, mirando un cigarrillo que se consumía entre sus dedos. El suelo estaba lleno de ceniza y de colillas. Levantó la vista cuando nos oyó llegar.

—¡John!

—Pueden hablar durante diez minutos —dijo el sargento.

Entré en la celda. El sargento cerró la puerta tras de mí y se quedó allí de pie, apoyado contra los barrotes.

—Gracias —dije—. Ahora puede usted marcharse.

Me echó una mirada hosca y se alejó, haciendo sonar sus llaves.

Cuando estuvimos solos le dije a Art:

—¿Estás bien?

—Eso parece.

Art es un hombre pequeño, escrupuloso, y se viste de manera fastidiosa. Proviene de una gran familia de médicos y abogados de San Francisco. Parece ser que su madre era norteamericana: él no tiene un aspecto muy acentuado de chino. Su piel es más aceitunada que amarilla; sus ojos carecen de arrugas y su cabello es castaño claro. Es un hombre muy nervioso, que mueve constantemente las manos, y da la impresión de ser más latino que otra cosa.

Ahora parecía pálido y tenso. Se levantó y empezó a medir la celda con sus pasos. Sus movimientos eran rápidos y bruscos.

—Me alegro de que hayas venido.

—Por si acaso te preguntan, soy el representante de tu abogado. Fue la única manera de entrar. —Saqué mi libreta de notas—. ¿Has llamado a tu abogado?

—No, todavía no.

—¿Por qué no?

—No lo sé. —Se frotó la frente y los ojos con los dedos—. No puedo pensar. No hay nada que tenga sentido…

—Dime el nombre de tu abogado.

Me lo dijo y lo escribí en mi agenda. Art tenía un buen abogado. Supongo que siempre había pensado que llegaría un momento en que lo necesitaría.

—Está bien —dije—. Cuando salga de aquí lo llamaré. Ahora, dime: ¿qué pasa?

—Que me han detenido por asesinato —dijo Art.

—Eso es lo que dijeron. ¿Por qué me llamaste?

—Porque conoces el tema.

—¿De asesinatos? No sé absolutamente nada.

—Tú fuiste a una escuela de leyes.

—Durante un año —dije—. De eso hace ya diez años. No me acuerdo de nada de lo que aprendí.

—John —repuso—, éste es un problema médico y un problema legal. Todo a la vez. Necesito tu ayuda.

—Sería mejor que empezaras desde el principio.

—John. Yo no lo hice. Te juro que no lo hice. Nunca toqué a esa muchacha.

Cada vez andaba más deprisa. Le agarré del brazo y le hice detenerse.

—Siéntate —dije—, y empieza por el principio. Despacio.

Movió la cabeza y lanzó el cigarrillo lejos. Inmediatamente encendió otro; después dijo:

—Llamaron a casa esta mañana a eso de las siete. Me trajeron aquí y empezaron a interrogarme. Al principio dijeron que era algo rutinario, que no tenía importancia. Después se volvieron cada vez más impertinentes.

—¿Cuántos eran?

—Dos. A veces tres.

—¿Se comportaron con brusquedad? ¿Te golpearon? ¿Utilizaron focos potentes?

—No, nada de eso.

—¿Te dijeron que podías llamar a tu abogado?

—Sí. Pero eso fue después. Cuando me advirtieron sobre mis derechos constitucionales. —Sonrió al decirlo, con su sonrisa triste y cínica—. Al principio, creía que era un interrogatorio de rutina, y no pensé en llamar a ninguno. No había hecho nada malo. Estuvieron hablando una hora antes de que me mencionaran a la muchacha.

—¿Qué muchacha?

—Karen Randall.

—No será la misma Karen…

El asintió:

—La hija de J.D. Randall.

—Dios mío.

—Empezaron preguntándome qué sabía de ella y si alguna vez la había visitado como paciente. Y cosas por el estilo. Dije que sí, que había acudido a mí una semana atrás para hacerme una consulta. Se quejaba de amenorrea.

—¿Desde cuándo?

—Desde hacía cuatro meses.

—¿Les dijiste eso?

—No, no me lo preguntaron.

—Dios mío —dije.

—Querían saber más detalles sobre su visita. Querían saber si era ése su único problema; querían saber cómo se había comportado. Yo no quise decirlo. La paciente me había hablado confidencialmente. Entonces cambiaron de táctica: querían saber dónde me encontraba la noche pasada. Les dije que había hecho mi ronda en el Hospital Lincoln y que había estado paseando por el parque. Me preguntaron si había ido para algo a mi consultorio. Dije que no. Me preguntaron si me había visto alguien en el parque anoche. Dije que no podía recordar a nadie; al menos a nadie conocido.

Art aspiró profundamente su cigarrillo. Sus manos temblaban.

—Entonces empezaron a tirotearme con preguntas. ¿Estaba seguro de no haber vuelto a mi consultorio? ¿Qué había hecho después de mi ronda? ¿Estaba seguro de que no había visto a Karen desde hacía una semana? Yo no podía comprender lo que se proponían.

—¿Y qué se proponían?

—Karen Randall ingresó en el servicio de urgencias del Hospital Memorial a las cuatro de la madrugada en compañía de su madre. Estaba sangrando copiosamente (en realidad estaba casi desangrada), y en estado de choque hemorrágico cuando llegó. No sé qué tratamiento le dieron, pero murió. La policía cree que yo la hice abortar anoche.

Fruncí el entrecejo. No tenía sentido:

—¿Cómo pueden estar seguros?

—No lo dijeron. Lo pregunté muchas veces. Quizá la muchacha deliraba y mencionó mi nombre. No sé.

Meneé la cabeza:

—Art, la policía teme tanto a los falsos arrestos como a la misma plaga. Si te arrestaron y ha sido un error, muchas personas perderán el empleo por ello. Eres un miembro respetable de la profesión, y no un borracho que no tenga un penique ni un amigo en el mundo. Tienes el recurso del asesoramiento legal, y ellos saben que lo buscarás. No te hubieran acusado a no ser que tuvieran fuertes razones para hacerlo.

Art movió sus manos con irritación:

—Quizá es que son estúpidos y nada más.

—Claro que son estúpidos, pero no tanto.

—Bien —dijo—, no sé por qué se me han echado encima.

—Debes saberlo.

—Pues no lo sé —dijo, reanudando sus paseos—. No puedo ni siquiera intentar adivinarlo.

Lo miré un momento, dudando en hacerle una pregunta que sabía que tarde o temprano tendría que hacerle. Él se dio cuenta de que lo estaba mirando.

—No —dijo.

—No ¿qué?

—No, no lo hice. Y deja ya de mirarme de esa forma. —Se volvió a sentar, apoyando los dedos en la litera—. Dios mío, desearía echar un trago.

—Es mejor que lo olvides —dije.

—Oh, Dios mío…

—Sólo bebes en los actos sociales —dije—, y con moderación.

—¿Estoy acusado por mi carácter, por mis hábitos personales o por…?

—No estás acusado de nada —dije—. Ya lo verás.

Él lanzó un gruñido.

—Háblame de la visita de Karen —dije.

—No hay gran cosa que contar. Vino pidiéndome un aborto, pero yo no estaba dispuesto a hacérselo, porque estaba embarazada de cuatro meses. Le expliqué el porqué; le dije que no podía hacérselo ya que estando tan avanzada la gestación sería necesaria una sección abdominal.

—¿Y ella estuvo conforme?

—Eso me pareció.

—¿Qué anotaste en su ficha?

—Nada. No le abrí ninguna ficha.

Suspiré:

—Esto puede perjudicarte. ¿Por qué no lo hiciste?

—Porque ella no acudió a mi consulta en busca de tratamiento; no iba a ser paciente mía. No iba a verla nunca más; así que no le hice ninguna ficha.

—¿Cómo le vas a explicar eso a la policía?

—Mira —dijo—, si hubiera sabido que ella me ocasionaría este arresto habría hecho muchísimas cosas distintas.

Encendí un cigarrillo y me eché hacia atrás, sintiendo el frío de la piedra en la nuca. Podía darme perfecta cuenta de que todo aquello era un asunto turbio. De ahí que esos detalles sin importancia y completamente inocentes en otro caso adquirieran ahora enormes proporciones.

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