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Authors: Anne Holt

Tags: #Intriga, policíaco

Una mañana de mayo (37 page)

BOOK: Una mañana de mayo
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—Vamos a esperar —decía Yngvar, furioso—. ¡Va a venir un coche patrulla en cualquier momento!

Warren consiguió que Yngvar le soltara el brazo.

—Se trata de mi presidenta —le chilló de vuelta—. Es responsabilidad mía averiguar si el líder supremo de mi país se encuentra detrás de esta puerta. ¡Mi propia vida depende de ello, Yngvar! ¡Ella es la única que me cree! Y no tengo la menor intención de esperar a que llegue una panda de uniformados con el gatillo suelto…

—Hola —dijo una voz ronca—. ¿Qué pasa?

La puerta estaba abierta con una rendija de diez centímetros. Una mujer mayor con un ojo a la virulé los miraba por encima de una cadena de seguridad a la altura de su cara.

—No abras —se apresuró a decir Yngvar—. ¡Por Dios, mujer! ¡Cierra inmediatamente esa puerta!

Warren le pegó un puntapié. La mujer retrocedió entre una avalancha de maldiciones. La puerta no se había movido. Yngvar agarró la chaqueta de Warren, pero se le escapó y perdió el equilibrio. Cayó al suelo y tuvo dificultades para volverse a levantar. Intentó aferrarse a la pernera del norteamericano, pero el hombre, a pesar de ser mayor que él, estaba mejor entrenado. Al mismo tiempo que desembarazaba su pierna, con enorme fuerza estampó la bota contra la entrepierna de Yngvar. Éste se derrumbó y perdió el conocimiento. Las maldiciones de la señora en el interior se interrumpieron bruscamente cuando una nueva patada reventó la cadena de seguridad. La puerta se abrió de pronto, propinándole tal golpetazo a la señora que la tiró hacia atrás: cayó sobre un estante para los zapatos.

Warren entró corriendo con el arma de servicio en la mano. Se detuvo ante la puerta siguiente y se resguardó contra la pared mientras gritaba:

—¡Helen! ¡Helen!
Madame Président, are you there?

Nadie contestó. De pronto, con el arma en alto, entró en la siguiente habitación.

Se encontraba en un gran salón. Junto a la ventana había una mujer en una silla de ruedas. No se movía y no había ninguna expresión en su rostro. De todos modos se dio cuenta de que dirigía los ojos hacia una puerta al fondo de la habitación. Otra mujer estaba sentada en un sofá, le daba la espalda y tenía un niño en brazos. Presionaba el bebé contra ella y parecía aterrorizada.

El bebé chilló.

—Warren.

Era la presidenta.

—Gracias a Dios —dijo el hombre, que avanzó dos pasos, mientras volvía a meter el arma en su funda—.
Thank God, you're alive!

—Quieto.

—¿Cómo?

Se paró en seco cuando ella sacó una pistola y la apuntó contra él.


Madame Président
—susurró—. ¡Soy yo! ¡Warren!

—Me has traicionado. Has traicionado a los Estados Unidos.

—¿Yo? ¿Qué dices?

—¿Cómo te enteraste de lo del aborto, Warren? ¿Cómo has podido usar algo así contra mí? Tú que…

—Helen…

Intentó otra vez acercarse, pero retrocedió rápidamente un paso cuando ella levantó el arma y dijo:

—Me sacaron engañada del hotel, gracias a la carta.

—Te doy mi palabra de honor… ¡No tengo la menor idea de lo que hablas!

—Levanta las manos, Warren.

—Yo…

—¡Levanta las manos!

Vacilante, alzó los brazos en el aire.


Verus amicus rara avis
—dijo Helen Bentley—. Nadie más conocía la inscripción con la que estaba firmada la carta. Sólo tú y yo, Warren. Sólo nosotros dos.

—¡Perdí el reloj! ¡Me lo… robaron! Yo…

El bebé lloraba como un poseso.

—Inger —dijo la presidenta—. Llévate a tu hija al despacho de Hannah. ¡Ahora!

Inger Johanne se levantó y cruzó corriendo la habitación. No le dirigió la mirada al hombre.

—Si te han robado el reloj, Warren, ¿qué es lo que tienes en torno a la muñeca izquierda?

Quitó el seguro.

Con infinita lentitud, para no provocarla, Warren giró la cabeza para mirar. Al alzar las manos, la manga del jersey se había deslizado por el brazo. Llevaba un reloj en torno a la muñeca, un Omega Oyster cuyos números eran diamantes y que tenía una inscripción en la parte de atrás.

—Es que…, verás…, creía que me lo habían…

Dejó caer las manos.

—Ni se te ocurra —le advirtió la mujer—. ¡Levántalas!

Él la miró. Sus brazos colgaban sueltos a ambos lados del cuerpo. Tenía las palmas de las manos abiertas y empezó a levantarlas hacia ella en un gesto de súplica.

Madame Président
disparó.

El estallido consiguió que la propia Hanne Wilhelmsen pegara un respingo. El eco retumbó en sus oídos y, por unos instantes, sólo oyó un sonido prolongado y agudo. Warren Scifford yacía inmóvil en el suelo, boca arriba. Maniobró la silla hasta él, se agachó y le puso los dedos en el cuello. Luego se incorporó y negó con la cabeza.

Warren sonreía, con las cejas ligeramente arqueadas, como si un instante antes de morir se le hubiera ocurrido algo gracioso, una ironía que sólo él podía entender.

Yngvar Stubø apareció en el vano de la puerta. Se cubría la entrepierna con las manos y tenía la cara blanca como la nieve. Al ver al hombre muerto, jadeó y siguió avanzando.

—¿Quién eres tú? —preguntó la presidenta con calma, seguía en medio de la habitación con el arma en la mano.

—Es un
good guy
—se apresuró a decir Hanne—. Policía. El marido de Inger Johanne. No…

La presidenta alzó el arma y se la tendió a Yngvar, con la culata por delante.

—Será mejor que tú te hagas cargo de esto. Y si no fuera mucha molestia, ahora quisiera llamar a mi embajada.

En la lejanía se oían violentas sirenas.

Cada vez sonaban más fuerte.

Capítulo 15

Al Muffet había llevado el cadáver de su hermano al sótano y lo había dejado dentro de un viejo baúl que probablemente llevara allí desde que se construyó la casa. No era lo bastante largo, así que tuvo que colocar a Fayed de costado, con las rodillas y la nuca dobladas, en postura fetal. Le había producido un enorme rechazo tener que retorcer el cadáver, pero al final había conseguido cerrar la tapa. La maleta del hermano se encontraba al fondo de un armario debajo de la escalera. Ni el hermano ni sus cosas permanecerían allí mucho tiempo. Lo más importante era quitar las cosas de en medio antes de que las chicas volvieran del colegio. No permitiría que sus hijas vieran a su tío muerto ni cómo detenían a su padre. Tenía que enviarlas a algún sitio. Podía excusarse con un congreso inesperado o alguna otra reunión importante fuera del pueblo, y enviarlas a Boston con la hermana de su difunta madre. Eran demasiado jóvenes como para quedarse solas en casa.

Luego llamaría a la Policía.

Pero primero tenía que arreglar el asunto de las niñas.

Lo peor era el coche de alquiler de Fayed. Al tuvo problemas para encontrar las llaves. Estaban debajo de la cama. Tal vez las había dejado sobre la mesilla y se habían caído durante su interrogatorio a Fayed, cuyo objetivo era que le dijera lo que sabía sobre la desaparición de la presidenta Bentley.

Al Muffet estaba sentado en las escaleras ante su pintoresca casa de estilo Nueva Inglaterra y se cubría la cara con las manos.

«¿Qué he hecho? ¿Y si me he equivocado? ¿Y si fuera todo un malentendido? ¿Por qué no me respondiste, Fayed? ¿No podrías haberme contestado antes de que fuera demasiado tarde?»

Podía meter el coche en el viejo granero, las chicas no tenían por qué asomarse por allí. No creía que hubiera ningún gato salvaje que acabara de tener gatitos. Los gatitos eran lo único que hacía que Louise entrara en el granero; estaba lleno de arañas y telas de araña, que por lo general la aterrorizaban.

Ni siquiera era capaz de llorar. Se le había formado un nudo helado en el pecho, que le dificultaba pensar y le imposibilitaba hablar.

«Y de todos modos —pensó abatido—, ¿con quién podría hablar? ¿Quién puede ayudarme ahora?»

Intentó enderezar la espalda y tomar aire.

La bandera del buzón estaba levantada.

Fayed había hablado sobre una carta.

Las cartas.

Casi no fue capaz de levantarse. Tendría que mover el coche, eliminar el último rastro de Fayed Muffasa y sobreponerse para recibir a sus hijas. Eran las tres; Louise iba a volver a casa enseguida.

Cuando bajó la cuesta, las piernas casi no le sostenían. Miró a ambos lados. No había señal de vida por ningún lado, a excepción de una sierra eléctrica que sonaba a lo lejos.

Abrió el buzón. Dos facturas y tres sobres iguales.

«Fayed Muffasa, c/o Al Muffet.»

Luego la dirección. Tres sobre iguales y bastante gruesos que le habían enviado a Fayed a su dirección.

Sonó el teléfono móvil. Volvió a dejar las cartas en el buzón y miró fijamente la pantalla. Número desconocido. Nadie le había llamado a lo largo de toda aquella terrible mañana. No estaba seguro de tener voz, así que se volvió a guardar el móvil, cogió las cartas del buzón y empezó a subir lentamente hacia la casa.

Quien llamaba no se rendía.

Se detuvo al llegar a las escaleras y se sentó.

Tenía que reunir fuerzas para mover el maldito coche.

El teléfono no dejaba de sonar. Ya no podía soportar el ruido, era agudo y fuerte y le producía escalofríos. Pulsó el botón con el teléfono verde.

—Hola —dijo, la voz le fallaba—. ¿Hola?

—¿Ali? ¿Ali Shaeed?

No dijo nada.

—Ali, soy yo. Helen Lardahl.

—Helen —susurró—. ¿Cómo…?

No había visto la televisión. No había escuchado la radio. No había usado el ordenador. Todo lo que había hecho aquel día era desesperarse por la muerte de su hermano e intentar averiguar cómo iba a conseguir que la vida volviera a tener sentido para sus hijas después de aquello.

Por fin empezó a llorar.

—Ali, escúchame. Estoy volando por encima del Atlántico. Por eso el sonido es tan malo.

—No te he traicionado —gritó—. Te prometí que nunca te traicionaría y he mantenido mi promesa.

—Te creo —dijo ella con calma—. Pero seguro que entiendes que tenemos que investigar esto más detenidamente. Lo primero que quiero que hagas…

—Fue mi hermano —dijo—. Mi hermano habló con mi madre cuando se estaba muriendo y…

Se interrumpió y contuvo la respiración. En la lejanía oía el ruido de un motor. Una nube de polvo se dibujaba tras la colina con los grandes arces. Un sonido rotante y seco le hizo girarse hacia el oeste. Un helicóptero volaba por encima de las copas de los árboles. Era evidente que el piloto estaba buscando un sitio donde aterrizar.

—Escúchame —dijo Helen—. ¡Escúchame!

—Sí —contestó Muffet, que se levantó—. Te escucho.

—Es el FBI el que está llegando. No tengas miedo, ¿vale? Están directamente bajo mi mando. Si no estás implicado en esto, todo va a salir bien. Todo. Te lo prometo.

Un coche negro entró en el terreno y se acercó despacio.

—No tengas miedo, Ali. Cuéntales lo que haya que contar.

La conversación se cortó.

El coche se detuvo. Salieron dos hombres vestidos de oscuro. Uno de ellos sonrió y le tendió la mano al acercarse a él.

—Al Muffet,
I presume!

Al le estrechó la mano, que era cálida y firme.

—Por lo que he oído es usted amigo de
Madame Président
—dijo el agente sin querer soltar su mano—. Y los amigos de la presidenta son mis amigos. ¿Damos un paseo?

—Creo —intervino Al Muffet tragando saliva—, creo que deberías encargarte de esto.

Le tendió los tres sobres. El hombre los miró sin expresión en la cara, antes de cogerlos por la punta del papel y hacer un gesto a un colega para que acudiera con una bolsa.

—Fayed Moffasa —leyó rápidamente con la cabeza ladeada antes de alzar la vista—.
¿
Quién es?

—Es mi hermano. Está metido en un baúl en el sótano. Lo he matado.

El agente del FBI lo miró durante un buen rato.

—Creo que lo mejor será que entremos —dijo. Le dio unas palmaditas en el hombro—. Da la impresión de que tenemos muchas cosas que solucionar.

El helicóptero aterrizó y por fin se hizo el silencio.

Capítulo 16

No quedaba más de una hora del jueves 19 de mayo de 2005. El intenso calor veraniego se había mantenido durante todo el día, y la noche era cálida y apacible. Inger Johanne había abierto todas las ventanas del salón. Se había bañado con Ragnhild y, en cuanto la acostaron en su cama, la niña se durmió agotada y feliz. La propia Inger Johanne estaba casi tan contenta como su hija. Sentía que volver a casa era casi una purificación. Al cruzar la puerta de entrada estuvo a punto de echarse a llorar de alivio. Los habían retenido durante tanto tiempo en el Servicio de Seguridad de la Policía que al final Yngvar había llamado a Peter Salhus y le había amenazado con romper toda la pila de declaraciones de confidencialidad que había firmado si no los dejaban volver inmediatamente a casa.

—En todo caso creo que podemos descartar tener más hijos —dijo Yngvar al cruzar la habitación con las piernas separadas, vestido con un amplio pijama que, por si acaso, había cortado en la entrepierna—. No he sentido tanto dolor en toda mi vida.

—Pues prueba a parir —sonrió Inger Johanne dando unas palmaditas en el asiento del sofá junto a ella—. El médico ha dicho que todo iba a salir bien. Mira a ver si te puedes sentar aquí.

«… y era una conspiración dentro de las propias filas de los norteamericanos. La presidenta Bentley, durante una rueda de prensa en el aeropuerto de Gardermoen, ha declarado que...»

El televisor llevaba encendido desde que habían vuelto a casa.

—Eso no se sabe con certeza —dijo Inger Johanne—. Que sólo estuvieran implicados los norteamericanos, quiero decir.

—Ésa es la verdad que quieren que sepamos. Es la verdad más rentable en estos momentos. Es la verdad que hace que bajen los precios del petróleo, vamos.

Yngvar gimió al sentarse con cuidado y las piernas separadas.

«… tras el dramático tiroteo en la calle Kruse de Oslo, donde el agente del FBI Warren Scifford…»

Aquella imagen debía de ser la fotografía de un pasaporte. Parecía un delincuente, con gesto obstinado y un ojo medio cerrado.

«… fue abatido por un oficial noruego cuyo nombre no se ha proporcionado, y murió en el acto. Fuentes de la embajada norteamericana en Noruega informan de que había un número muy restringido de personas implicadas en la conspiración y que todas ellas han sido ya detenidas por la Policía.»

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