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Authors: Ken Grimwood

Tags: #Ciencia Ficción

Volver a empezar (2 page)

BOOK: Volver a empezar
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¿Danforth, Sanborn? Siempre desayunaba a las ocho de la mañana en un viejo comedor amplio, con olor a humedad, que había en alguna parte, en el extremo más alejado del campus. Cogió el texto de Benedict y lo hojeó; había varios párrafos muy subrayados, con varias notas al margen de su puño y letra.

—¡…El éxito de esta semana en WQXI es un tema de los Crystals! El próximo va para Bobby de Marietta, de parte de Carol y Paula. Estas dos guapísimas chicas quieren que Bobby sepa que, al igual que los Chiffons, lo consideran «Estupennndo»…

Jeff apagó la radio y se secó la película de sudor que le cubría la frente. Notó con incomodidad que tenía una erección completa. ¿Cuánto hacía que no se le ponía así de dura sin estar pensando siquiera en hacer el amor?

Bien, había llegado el momento de aclarar aquello. Alguien tenía que estar gastándole una broma muy complicada, pero no conocía a nadie que gastara bromas pesadas. E incluso si conociera a alguien, ¿cómo iba alguien a llegar a semejantes extremos? Hacía años que había tirado los libros con sus propias notas, y nadie habría sido capaz de recrearlos con tanta precisión. Sobre su escritorio había un ejemplar de la revista Newsweek, la nota de cubierta hablaba de la dimisión de Konrad Adenauer, canciller de Alemania Occidental. La fecha de la revista era 6 de mayo de 1963. Jeff miró fijamente los números con la esperanza de que se le ocurriera alguna explicación racional.

No se le ocurrió ninguna.

La puerta del cuarto se abrió de par en par y el pomo interior golpeó con fuerza contra una librería. Como siempre había hecho.

—¿Qué diablos sigues haciendo tú aquí? Son las once menos cuarto. ¿No era a las diez que tenías examen de Literatura Norteamericana?

Martin estaba en el vano de la puerta, con una Coca-Cola en una mano y una pila de libros en la otra. Martin Bailey, el compañero de cuarto de Jeff en primero de carrera, su amigo más íntimo durante toda la universidad y varios años después. Martin se había suicidado en 1981, inmediatamente después de haberse divorciado y de quebrar.

—¿Qué pretendes? —le preguntó Martin—. ¿Que te suspendan?

Sumido en un silencio pasmado, Jeff contempló a su amigo, muerto hacía tiempo; su espeso cabello negro en el que todavía no se notaban las entradas, la cara sin arrugas, los brillantes ojos adolescentes que no habían visto dolor alguno.

—Ey, ¿qué te pasa? ¿Te encuentras bien, Jeff?

—No…, no me encuentro demasiado bien.

Martin lanzó una carcajada y arrojó los libros sobre su cama.

—¡A mí me lo dices! Ahora sé por qué mi padre me advirtió que no mezclara el escocés con el bourbon. Vaya pedazo de tiarrona te ligaste anoche en casa de Manuel, si Judy hubiera estado presente, te habría matado, ¿Cómo se llama?

—Eeh…

—Anda ya, no estabas tan borracho. ¿Vas a telefonearle?

Jeff se volvió presa del pánico. Quería decirle a Martin miles de cosas, pero ninguna de ellas habría tenido más sentido que aquella loca situación.

—¿Qué te pasa, hombre? Tienes una cara de estar pasándolas moradas.

—Mmm… necesito salir. Tomar el aire.

Martin lo miró ceñudo y perplejo.

—Ya, me lo imagino.

Jeff cogió un par de pantalones informales, lanzados descuidadamente sobre la silla de su escritorio, luego abrió el armario que había junto a su cama y sacó una camisa de madras y una chaqueta de pana.

—Pásate por la enfermería —le sugirió Martin—. Diles que tienes gripe. A lo mejor Garrett te deja recuperar ese examen.

—Sí, claro.

Jeff se vistió deprisa y se calzó un par de mocasines de cordobán. Se encontraba al borde de la hiperventilación y se obligó a respirar despacio.

—No te olvides que esta noche vamos a ver Los pájaros, ¿vale? A las siete, Paula y Judy nos esperan en Dooley para comer algo antes.

—De acuerdo. Ya nos veremos.

Jeff salió al pasillo y cerró la puerta. Se dirigió a la escalera, bajó corriendo tres tramos y gritó un «¡Hola!» rutinario a un joven que pasaba y que lo llamó por su nombre. El vestíbulo estaba tal como lo recordaba; a la derecha se encontraba la sala de la televisión, vacía ahora pero siempre llena para los acontecimientos deportivos y los programas espaciales; al pie de la escalera que les estaba prohibido subir, esperando a sus novios, un puñado de chicas reía tontamente; las máquinas de Coca-Cola seguían frente a los tablones de anuncios usados por los estudiantes para colocar anuncios en los que buscaban o vendían coches, libros, apartamentos, alguien que los llevara a Macón o Savannah o Florida. Afuera, los cerezos silvestres estaban en flor y bañaban el campus con su fulgor rosado y blanco que parecía reflejarse en los mármoles limpios y blancos de los suntuosos edificios grecorromanos. Era Emory, qué duda cabía, la casa de estudios en la que los sureños se habían esforzado al máximo por recrear la universidad del estilo de las que formaban parte de la Ivy League, una universidad que la región reconociera como propia. La estudiada atemporalidad de la arquitectura desorientaba un poco; mientras cruzaba corriendo el patio y dejaba atrás la biblioteca y el edificio de derecho, Jeff cayó en la cuenta de que podía encontrarse tanto en 1988 como en 1963. No había pistas seguras, ni siquiera en la ropa o el pelo corto que llevaban los estudiantes que se paseaban y deambulaban por los prados de hierba. Las modas de los jóvenes de la década de 1980, exceptuando la postapocalíptica estética punk, eran prácticamente indiferenciables de las que imperaron en su primera época de estudiante universitario.

Dios santo, la de tiempo que había pasado en aquel campus, la de sueños que había alimentado sin que jamás se hicieran realidad… Estaba el puentecito que conducía a la escuela de la iglesia; ¿cuántas veces se había acercado hasta allí en compañía de Judy Gordon? Y más allá, pasando el edificio de Psicología, estaba el lugar donde todos los días de su primer año se había reunido con Gail Benson para ir a comer, su primera y última amistad verdaderamente platónica con una mujer. ¿Por qué no había aprendido más de su amistad con Gail? ¿Cómo era posible que acabara alejándose tanto, de maneras tan diferentes, de los planes y aspiraciones nacidos en la calma apaciguante de aquellos verdes prados, de aquellos nobles edificios?

Jeff llevaba corriendo más de un kilómetro y medio cuando llegó a la entrada principal del campus, y esperaba estar sin aliento, pero no fue así. Se detuvo en la cuesta baja que partía de la iglesia Glenn Memorial y miró hacia North Decatur Road y Emory Village, el pequeño distrito comercial en el que se abastecía el campus. La fila de tiendas de ropa y librerías le resultó más o menos familiar. Un lugar en especial, Horton's Drugs, le trajo una oleada de recuerdos. Con la imaginación vio las estanterías de revistas, el largo mostrador de helados y refrescos, los reservados de cuero rojo con sus máquinas de discos individuales en estéreo. Del otro lado de la mesa de uno de esos reservados, veía la cara fresca de Judy Gordon, olía su pelo rubio y limpio. Meneó la cabeza y se concentró en la escena que tenía ante sí. Todavía no había modo de que pudiera adivinar qué año era; no había vuelto a Atlanta desde 1983, año en que se celebró aquella conferencia sobre Prensa y Terrorismo, organizada por Associated Press, y no había vuelto a pisar el campus de Emory desde…, cielos, probablemente desde uno o dos años después de su graduación. No había manera de saber si las tiendas de allá abajo seguían igual o habían sido reemplazadas por altos edificios, o tal vez, un centro comercial.

Los coches, eso era; ahora que reparaba en ellos, cayó en la cuenta de que por la calle no pasaba ni un solo Nissan, ni un solo Toyota. Únicamente modelos antiguos, la mayoría de ellos enormes, grandes consumidores de gasolina, todos coches de Detroit. Y con lo de «viejos» no quería referirse simplemente a modelos de principios de los sesenta. Por las calles pasaban muchas bestias con alerones monstruosos que databan de los años cincuenta, porque en 1963 circulaban por las calles coches con seis y ocho años de antigüedad, igual que en 1988. Un aspecto nada concluyente, sin embargo; comenzaba ya a preguntarse si aquel breve encuentro en su cuarto con Martin no habría sido más que un sueño inusualmente vivido, un sueño del que despertó antes de que acabara. Pero no cabía duda de que en ese momento estaba bien despierto, y de que se encontraba en Atlanta. Tal vez se había emborrachado para olvidarse de lo aburrida que se había vuelto su vida y había volado hasta allí, impulsado por un repentino ataque de nostalgia en plena noche. El predominio de coches viejos podía ser una coincidencia. De un momento a otro pasaría alguien al volante de una de esas cajitas japonesas que tanto se había habituado a ver por todas partes. Había una forma sencilla de arreglar aquello de una vez por todas. Bajó la cuesta a paso largo, en dirección a la parada de taxis que había en Decatur Road y se subió al primero de tres coches blanquiazules que encontró allí aparcados. El taxista era joven, tal vez un estudiante recién graduado.

—¿Adonde vamos, chico?

—Al hotel Peachtree Plaza —le contestó Jeff.

—¿Cómo dices?

—El Peachtree Plaza, en el centro.

—Me parece que no lo conozco. ¿Tienes la dirección?

Vaya con los taxistas. ¿No se suponía acaso que debían superar una especie de prueba, estudiarse de memoria los planos de la ciudad y los lugares más importantes?

—¿Sabes dónde está el Regency? ¿El Hyatt House?

—Ah, sí, sí. ¿Por ahí es donde quieres ir?

—Bastante cerca de ahí.

—No hay problema, chico.

El taxista enfiló hacia el sur durante varias manzanas y giró a la derecha por la avenida Ponce De León. Jeff buscó en el bolsillo trasero del pantalón, súbitamente consciente de que quizá no llevara dinero en aquella prenda desconocida, pero encontró una cartera marrón muy gastada que no era la suya.

Al menos llevaba dinero —dos billetes de veinte, uno de cinco y varios de uno—, de modo que no tendría que preocuparse por la carrera del taxi. Devolvería el dinero a quien perteneciera en cuanto restituyera la cartera a su dueño, junto con las viejas prendas que había cogido… ¿de dónde? ¿A quién?

Abrió un compartimento de la cartera tratando de encontrar alguna respuesta. Encontró un carnet de estudiante de la Universidad de Emory a nombre de Jeffrey L. Winston. Un carnet de la biblioteca de Emory también expedido a su nombre. Un recibo de una lavandería de Decatur. Una servilleta de cóctel doblada con el nombre de una chica, Cindy, y un número de teléfono. Una foto de sus padres delante de la vieja casa de Orlando, en la que habían vivido antes de que su padre enfermara gravemente. Una foto en color en la que Judy Gordon aparecía muerta de risa, lanzando una bola de nieve, su rostro dolorosamente joven y alegre enmarcado por un cuello de piel blanca vuelto hacia arriba para protegerla del frío. Y un carnet de conducir de Florida expedido a nombre de Jeffrey Lámar Winston, con vencimiento el 27 de febrero de 1965.

Jeff ocupó una mesa para dos del bar Polaris, un local con forma de OVNI, situado en el último piso del Hyatt Regency, y se dedicó a contemplar cómo, cada cuarenta y cinco minutos, pasaba girando ante sus ojos el horizonte desnudo de Atlanta. Al fin y al cabo, no era que el taxista no conociera el lugar, el cilindro de setenta pisos de Peachtree Plaza no existía. Tampoco estaban las torres del edificio Omni International, la mole de piedra gris del edificio de Georgia Pacific, ni la enorme caja negra del Equitable. La estructura más imponente de toda la zona centro de Atlanta era aquélla, con su vestíbulo en forma de atrio profusamente imitado. Sin embargo, de la breve conversación que mantuvo con la camarera, le quedó claro que el hotel era nuevo y prácticamente único en su estilo.

El peor momento le llegó cuando Jeff se había mirado al espejo que había detrás de la barra. Lo había hecho expresamente, sabiendo bien lo que vería pero, no obstante, se quedó de una pieza al enfrentarse a su propia imagen pálida y delgada de los dieciocho años.

Objetivamente, el muchacho que aparecía en el espejo se veía algo mayor para su edad; rara vez había tenido problema para que le sirvieran bebidas alcohólicas a los dieciocho años, tal como le ocurrió en ese momento con la camarera, pero Jeff sabía que aquélla era simplemente una ilusión provocada por su altura y sus ojos hundidos. Pero para él, la imagen del espejo correspondía a la de un joven inexperto y sin marcas. Y ese joven era él mismo. No en el recuerdo, sino aquí y ahora, esas manos sin arrugas con las que sostenía la copa, esos ojos atentos con los que miraba.

—¿Estás listo para otra, cariño?

La camarera le sonrió amablemente, con los labios rojo brillante, las pestañas con mucho rímel y el peinado anticuado en forma de panal de abejas. Lucía un traje «futurista», un vestido mini color azul iridiscente, del tipo que llevarían en todas partes las jóvenes dentro de dos o tres años.

Dos o tres años a partir de ahora. Principios de los sesenta. Dios santo. No podía seguir negando lo que había ocurrido, no podía abrigar la esperanza de racionalizar la idea para deshacerse de ella. Se había muerto de un ataque al corazón, pero sobrevivió; se encontraba en su despacho, en 1988, y ahora estaba… aquí. Atlanta, 1963.

Jeff pugnó inútilmente per encontrarle una explicación, algo que tuviera aunque sólo fuese el más remoto de los sentidos. En la adolescencia había leído una buena cantidad de obras de ciencia ficción, pero su situación actual no se parecía a ninguno de los argumentos que había leído sobre viajes en el tiempo. No había máquina, ni científico, loco o cuerdo, y, a diferencia de los personajes de las historias que había leído con tanta fruición, su propio cuerpo había vuelto a su estado juvenil. Era como si sólo su mente hubiera realizado el salto a través de los años, borrando su conciencia anterior para ir a habitar en el cerebro de su propio cuerpo a los dieciocho años.

¿Había acaso huido de la muerte o sencillamente la había esquivado? ¿O tal vez en algún afluente alternativo del tiempo futuro su cuerpo sin vida yacía en una morgue de Nueva York, a punto de ser diseccionado por el escalpelo de un patólogo?

A lo mejor estaba en coma, y aquel estado desesperado y sin remedio había pasado a convertirse en una nueva vida imaginaria respondiendo a los dictados de un cerebro delirante y moribundo. Y sin embargo, sin embargo…

—Cariño, ¿quieres que te ponga otra o no? —le preguntó la camarera.

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