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Authors: Ken Grimwood

Tags: #Ciencia Ficción

Volver a empezar (7 page)

BOOK: Volver a empezar
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Jeff escuchaba satisfecho la conocida letanía, la cuenta de los ases y los dieces a medida que iba dando. Frank había estado memorizando ávidamente los cuadros y tablas de un nuevo libro titulado Vence a la banca, un estudio hecho por ordenador sobre las estrategias para apostar en el blackjack. Por lo que había leído, Jeff sabía lo bien que funcionaba el método de contar las cartas. Hacia mediados de los setenta, los casinos habían empezado a prohibir la entrada a quienes jugaban siguiendo esas técnicas. Pero en esos tiempos, los crupiers y jefes de mesa aceptaban por sistema a todo tipo de jugadores porque los consideraban presas fáciles. A Frank le iría bien, aguantaría hasta el final; y si la emoción de su propio triunfo en las veintiuna mesas lo dejaba absorto, le serviría de distracción, así no se fijaría tanto en el acierto más espectacular que Jeff esperaba alcanzar en Belmont.

—…menos uno, cero, más uno…, ¡para! La que sigue es un diez. Jeff le enseñó la sota de bastos y chocaron los cinco. Frank se terminó la cerveza, dejó la botella en la mesita de noche, junto a otra media docena de vacías.

—Oye —le dijo—, en uno de los autocines que pasamos cuando íbamos a la ciudad daban 007 contra el doctor No., ¿te apetece que vayamos?

—Caray. Frank, ¿cuántas veces la has visto ya?

—Tres o cuatro. Cada vez me gusta más.

—Basta, pues: ya me he hartado de James Bond.

Frank le lanzó una mirada intrigada y le preguntó:

—¿Cómo has dicho?

—Olvídalo. No tengo ganas de ir al cine; llévate el coche, las llaves están encima de la tele.

—¿Qué te pasa, guardas luto por el Papa? Ni siquiera sabía que eras católico. —Jeff se echó a reír y buscó sus zapatos.

—Está bien, al diablo con todo. Al menos no será con Roger Moore.

—¿Quién rayos es Roger Moore?

—Algún día será un santo.

Frank meneó la cabeza y frunció el ceño.

—¿Hablamos de la muerte del Papa, de James Bond o qué? ¿Sabes una cosa, tío? Hay veces que no sé de qué carajo estás hablando.

—Yo tampoco, Frank, yo tampoco. Anda, vamos al cine. Lo que necesitamos es evadirnos un poco de la realidad. Al día siguiente se fueron turnando al volante del Avanti y llegaron a Las Vegas sin hacer una sola pausa. Jeff nunca había estado en Nevada y la franja iluminada por las luces de neón le pareció más vacía, menos vistosa de lo que la recordaba por las películas y los programas de televisión de los ochenta. Cayó en la cuenta de que se encontraba en la ciudad de Las Vegas de la época anterior a Howard Hughes, antes de que el influjo de la cadena Hilton y el dinero de MGM construyeran los inmensos y «respetables» hoteles casino. Los que ahora dominaban aquella pequeña porción surrealista de la Carretera Estatal 604 de Nevada eran legados llamativos y de menores proporciones, que provenían de la época de los gángsters de después de la guerra: el Dunes, el Tropicana, el Sands. Las Vegas de las pandillas callejeras de adolescentes, salida directamente de las antiguas películas de acción, con bandas de sonido llenas de música movida y chasquidos de dedos. En el aire seco y caliente flotaba todavía un no sé qué provocativo y maligno. Se hospedaron en el Flamingo, y depositaron dieciséis mil dólares en la caja fuerte del hotel casino. El director del hotel, todo dientes y contoneos, los invitó a ocupar una suite de tres habitaciones y a comer y beber cuanto quisieran durante el tiempo que estuviesen allí. Frank se pasó la noche vigilando las mesas de blackjack: el número de barajas que usaban, las reglas al cortar y doblar, la velocidad y la personalidad de los diferentes crupieres. Jeff lo acompañó un rato, después se aburrió y salió a dar una vuelta por el casino para estudiar el extraño ambiente. Todo parecía ilusorio: las fichas de brillantes colores que representaban enormes cantidades de dinero, los hombres y mujeres vestidos llamativamente…, fachadas desesperadas para las bravuconadas sexuales y la simulación de una opulencia ilimitada y sin preocupaciones.

Jeff volvió temprano a su habitación y se durmió viendo The Jack Paar Show. Por la mañana, cuando se levantó, se encontró a Frank paseándose por el salón de la suite, gruñendo por lo bajo y mirando de vez en cuando una baraja de recambio.

—¿Te vienes a desayunar conmigo? —Frank negó con la cabeza.

—Quiero repasarme éstas una vez más para ir a jugar antes de mediodía. Así pillaré a los crupieres al final del turno de la mañana, cuando empiezan a perder reflejos.

—Tiene lógica. Buena suerte; seguramente estaré en la piscina. Ven a contarme cómo te va.

Jeff desayunó solo en el restaurante del hotel, sentado a una mesa para seis, mientras leía el Racing Form. Se alegró al comprobar que Chateaugay iba perdiendo puntos para la carrera de Belmont; ninguna de las otras carreras que mencionaba el periódico le decía nada. Devoró una doble ración de huevos revueltos con una gruesa loncha de jamón, se tomó luego una pila de crepés y un tercer vaso de leche. Los últimos años había tomado por norma el saltarse el desayuno, a lo mejor, de camino a la oficina, comía alguna galleta danesa y se tomaba la primera de sus muchas tazas de café del día, pero aquel cuerpo nuevo y joven tenía sus propios apetitos.

Frank ya había bajado al casino cuando Jeff regresó a la habitación a ponerse el traje de baño. Cogió una toalla inmensa y un ejemplar de V, pasó por la tienda de regalos del hotel y se compró un frasco de Coppertone (notó que no indicaba el factor de protección solar) y se buscó una tumbona junto a la piscina.

La vio en seguida: el cabello negro húmedo, los pómulos esculpidos. Pechos grandes pero firmes, vientre plano, piernas elegantes y bien torneadas. Apoyándose en el borde de la piscina, salió del agua sonriente, brillando en el desierto, y se dirigió hacia Jeff.

—Hola —lo saludó—. ¿Está ocupada?

Jeff negó con la cabeza e hizo un ademán invitándola a sentarse a su lado. La chica se tendió de espaldas y con un rápido movimiento apartó el cabello del respaldo de la tumbona para que quedara colgando y pudiera secársele.

—¿Te apetece tomar algo? —le preguntó, esforzándose porque sus ojos no se demoraran demasiado abiertamente sobre su cuerpo cubierto de gotitas de agua.

—No, gracias —repuso ella, pero le sonrió y lo miró de frente, haciendo que la negativa pareciera menos cortante—. Acabo de tomarme un Bloody Mary y estoy un poco mareada por el calor.

—Suele tener esos efectos si no estás acostumbrada —convino—. ¿De dónde eres?

—De Illinois, justo de las afueras de Chicago. Pero llevo un par de meses aquí, y tal vez me quede una temporada. ¿Y tú?

—Ahora de Atlanta —le dijo—, pero me crié en Florida.

—Ah, con razón, entonces estás acostumbrado al sol, ¿eh?

—Bastante —repuso, encogiéndose de hombros.

—Estuve en Miami un par de veces. Es bonito, pero ojalá se pudiera jugar.

—Yo me crié en Orlando.

—¿Dónde queda? —le preguntó ella.

—Está cerca de…

A punto estuvo de decir «Disneylandia», pero se contuvo a tiempo e iba a mencionar «Cabo Kennedy», pero recordó que no se llamaba así, ni siquiera en 1988.

—Cerca de Cabo Cañaveral —dijo finalmente.

La vacilación intrigó a la muchacha, pero el momento de incomodidad pasó.

—¿Alguna vez viste despegar algún cohete? —le preguntó la chica.

—Claro —dijo él, pensando en la excursión que había hecho con Linda a Cabo Cañaveral en 1969 para el lanzamiento de la Apolo U.

—¿Crees que de verdad llegarán a la luna como se comenta?

—Es posible. —Sonrió—. Ah, me llamo Jeff, Jeff Winston.

Ella le tendió una mano delgada y sin anillos, y él le aferró los dedos un instante.

—Sharla Baker —dijo ella, y retiró la mano para pasársela por el pelo lacio y mojado que le cubría el cuello—. ¿A qué te dedicas en Atlanta?

—Bueno…, la verdad es que sigo en la universidad. Tengo pensado dedicarme al periodismo. —La muchacha sonrió afablemente.

—Con que un universitario, ¿eh? Tu mami y tu papi deben de tener mucho dinero para poder enviarte a la universidad y a Las Vegas.

—No —respondió él, divertido.

La chica no tendría más de veintidós o veintitrés años y él había calculado automáticamente la diferencia de edades desde la perspectiva opuesta.

—El viaje hasta aquí me lo costeo yo sólito. Gané el dinero en el derby de Kentucky. La muchacha enarcó las cejas, impresionada.

—¡No me digas! Oye, ¿tienes coche?

—Sí, ¿por qué?

Dobló perezosamente los largos brazos bronceados por encima de la cabeza y los pechos estiraron el bañador de nailon gazmoño y anticuado. Pero para Jeff el efecto fue tan erótico como si hubiera llevado uno de esos extravagantes modelitos de corte francés de los ochenta, o como si no hubiera llevado nada en absoluto.

—Se me ocurrió que podríamos alejarnos un rato del sol —le sugirió—. Dar un paseo hasta el lago Mead. ¿Te interesa?

Sharla vivía en un dúplex pequeño y ordenado, cerca del Paradise y del Tropicana. Lo compartía con una chica llamada Becky, que hacía el turno de las cuatro de la tarde a la medianoche, en la oficina de información del aeropuerto. Sharla no parecía tener ocupación fija, salvo pasearse por los casinos de noche y recorrer las piscinas de los hoteles por las tardes.

No era exactamente una furcia, sino una de tantas chicas de Las Vegas a las que les gustaba pasárselo bien, y que no se ofendían si de vez en cuando recibían algún regalito o un puñado de fichas. Jeff pasó con ella gran parte de los cuatro días siguientes, y le hizo unos cuantos regalitos —una tobillera de plata, un bolso de piel a juego con el color de su vestido preferido —pero la chica nunca le habló de dinero. Fueron a navegar por el lago, dieron un paseo hasta Boulder Dam, vieron el espectáculo de Sinatra en el Desert Inn.

Pero a lo que más se dedicaron fue a follar. Con frecuencia, memorablemente, en el apartamento de ella o en la suite de Jeff del Flamingo. Sharla era la primera mujer con la que se acostaba desde que había empezado todo aquello, la primera aparte de Linda desde que se había casado. La sed de sexo de Sharla estaba a la altura de la suya propia. Era tan libertina como tímida había sido Judy, y Jeff disfrutaba con el calor de su erotismo desenfrenado. Frank Maddock se aprovechó ocasionalmente de los servicios de las chicas de pago que constituían uno de los atractivos de cada salón de juego y casino, pero se pasaba gran parte del tiempo en las mesas de blackjack. Ganando. Cuando llegó el día de la carrera de Belmont, había aumentado el dinero de su apuesta a nueve mil dólares, de la que ofreció un generoso tercio a Jeff por haberle financiado la operación al principio. Entre los dos tenían depositados en la caja fuerte del hotel casi veinticinco mil dólares; y Frank estaba dispuesto, si bien con ciertas reservas, a secundar a Jeff en su intención de apostarlo todo en una sola carrera.

Ese sábado, cuando llegó el momento de la carrera, Jeff estaba en la piscina del Flamingo con Sharla.

—¿Es que ni siquiera vas a verla en la tele? —le preguntó la chica al comprobar que él no daba señales de moverse de la esterilla de junco.

—No hace falta. Ya sé cómo va a terminar.

—¡Míralo a él! —Lanzó una carcajada y le dio una palmada en el trasero—. El universitario ricachón que se piensa que lo sabe todo.

—Si me equivoco no seré rico.

—Ya llegará el día —le dijo ella, cogiendo el frasco de Coppertone.

—¿De qué? ¿De que me equivoque o de que sea pobre?

—¡Ah, tonto! No lo sé. Anda, ponme bronceador detrás de las piernas. Jeff dormitaba al sol, con la mano posada sobre el muslo desnudo de Sharla, cuando Frank salió del hotel con cara de asombro. Jeff se puso en pie de un salto al ver la expresión de su amigo; maldición, tal vez no tendrían que haberlo apostado todo.

—¿Qué te ocurre, Frank? —le preguntó con los dientes apretados.

—Todo ese dinero —dijo Frank con voz ronca—. Todo ese jodido dinero. Jeff lo agarró de los hombros.

—¿Qué pasó? ¡Dime qué pasó!

Los labios de Frank dibujaron una sonrisa leve y enloquecida.

—Ganamos —susurró.

—¿Cuánto?

—Ciento treinta y siete mil dólares. —Jeff se relajó y soltó a Frank.

—¿Cómo lo haces? —le preguntó Maddock, mirando a Jeff fijamente a los ojos—. ¿Cómo carajo lo haces? Has acertado tres veces seguidas.

—Pura suerte.

—Pura suerte, una mierda. Hiciste de todo menos empeñar las joyas de la familia para apostarte la pasta a Chateaugay en el derby. ¿Sabes algo que no quieres decirme o qué?

Sharla se mordió el labio inferior y miró a Jeff con aire pensativo.

—Dijiste que sabías cómo iba a terminar. —A Jeff no le gustaba nada el rumbo que estaba tomando la conversación.

—Ey —dijo con una sonrisa—, probablemente, la próxima vez lo perdamos todo. Frank volvió a sonreír, su curiosidad aparentemente satisfecha.

—Con estos antecedentes, te seguiré a donde sea, chico. ¿Cuándo volvemos a jugar? ¿Tienes alguna corazonada?

—Sí —contestó Jeff—. Algo me dice que mañana por la noche, la compañera de piso de Sharla faltará al trabajo pretextando una enfermedad, y que los cuatro vamos a celebrarlo por todo lo alto. De momento es por lo único que apostaría. Frank lanzó una carcajada y se dirigió al bar de la piscina a buscar una botella de champaña, mientras Sharla corría a telefonear a su amiga. Jeff volvió a tumbarse en la esterilla, enfadado consigo mismo por haberse ido de la lengua y preguntándose cómo iba a decirle a Frank que su sociedad de juego había acabado, al menos por el verano. Ni en sueños iba a reconocer que ese año no volverían a apostar en las carreras porque no lograba recordar qué caballo las había ganado. Jeff untó una fina capa de mermelada sobre el croissant caliente y mordisqueó la punta crujiente. Desde el balcón que daba a la avenida Foch alcanzaba a ver el Arco del Triunfo y la verde extensión del Bois de Boulogne, ambos a corta distancia del apartamento. Sharla le sonrió desde el otro lado de la mesa del desayuno, cubierta por un mantel de lino. Se sirvió un fresón rojo de su plato, lo mojó en un bol de nata y luego en otro de azúcar y, muy despacio, comenzó a chupar la fruta madura, sin apartar la mirada de los ojos de Jeff, mientras envolvía la baya con sus labios.

Jeff dejó el International Herald Tribune y se puso a observar aquella improvisada interpretación con la fresa. De todos modos, las noticias le resultaban deprimentemente conocidas; Kennedy había pronunciado su discurso Ich bin ein Berliner en la ciudad dividida al este de allí y, en Vietnam, los monjes budistas habían empezado a inmolarse en las esquinas en señal de protesta por el régimen de Diem.

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