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Authors: Ken Grimwood

Tags: #Ciencia Ficción

Volver a empezar (4 page)

BOOK: Volver a empezar
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Encendió la radio: descargas estáticas, monoaural AM, nada de FM en el dial. Nuestro día llegará, le cantaron melifluamente el grupo
Ruby y The Romantics
, y Jeff lanzó una carcajada.

En Briarcliff Road giró a la izquierda, se paseó sin rumbo por los sombreados barrios residenciales que había al oeste del campus. Pasadas las vías, la calle se convertía en la avenida Moreland y él siguió adelante, dejando atrás el parque Inman, la Penitenciaría Federal donde Al Capone había cumplido condena. Desaparecieron los carteles indicadores de calles y se encontró en la autopista de Macón, en dirección sur. La radio le hacía compañía con su interminable torrente de éxitos anteriores a los
Beatles: Surfing USA, I Will Follow Him, Puff, the Magic Dragón
. Jeff cantó la letra, fingió estar escuchando una emisora de viejos éxitos. Se decía que lo único que tenía que hacer era darle a otro botón y oiría a Springsteen o a Prince, tal vez sintonizaría una emisora de jazz en la que pasaran el último disco compacto de Pat Metheny. Al final, la señal se esfumó, igual que su ensoñación. No logró sintonizar nada más que música anticuada. Incluso las emisoras de música country no habían oído hablar nunca de Willie o Waylon; sólo pasaban cosas de Ernest Tubbs y Hank Williams, ni un solo proscrito entre ellos. Delante de McDonough vio un puesto callejero que vendía melocotones y sandías. En uno de sus viajes a Florida, Martin y él se habían parado en un puesto parecido, sobre todo por la granjera de largas piernas y blanco pantalón corto que vendía la fruta. La chica tenía un enorme pastor alemán y después de la típica charla sin sentido entre chico-de-ciudad/chica-de-campo, Martin y él le habían comprado una cesta entera de melocotones. Ni siquiera estaban interesados en las condenadas frutas, y al cabo de cuarenta kilómetros el olor mismo empezó a provocarles náuseas por lo que se dedicaron a usarlas para practicar tiro al blanco con las señales de tráfico y a gritar con una alegría hueca al oír el paf pam que se producía cuando le acertaban a una.

¿Cuándo había sido aquello? El verano de 1964 o 1965. Dentro de dos años. Porque en ese momento, él y Martin todavía no habían hecho ese viaje, ni habían comprado aquellos melocotones, ni habían ensuciado y abollado la mitad de las señales indicativas de los límites de velocidad que había de allí a Valdosta. ¿Y qué significaba aquello, pues?

¿Si Jeff siguiera en este pasado inexplicablemente reconstruido en el momento en que se repitiera aquel día de junio, volvería a hacer ese mismo viaje, compartiría con Martin las mismas bromas, lanzaría aquellos mismos melocotones maduros a las mismas señales de tráfico? ¿Y si no lo hacía, si esa semana decidía quedarse en Atlanta, o si simplemente pasaba de largo delante de la chica de las piernas largas que vendía melocotones…, qué pasaría entonces con el recuerdo que tenía de aquel episodio? ¿De dónde habría venido y qué iba a ocurrir con él?

En cierto modo, era como si estuviera volviendo a vivir su vida, haciendo un replay en el vídeo; sin embargo, no parecía estar ligado por lo que había ocurrido antes, no del todo. Por lo que podía deducir, había vuelto a este punto de su vida en exactamente las mismas circunstancias, matriculado en Emory, compartiendo habitación con Martin, cursando las mismas asignaturas de un cuarto de siglo antes, pero en las veinticuatro horas transcurridas desde que despertara allí, ya había comenzado a apartarse ligeramente de los senderos que siguiera originalmente.

El haber dejado plantada a Judy la noche anterior era el cambio más grande y más evidente, aunque a la larga aquello no fuera a influir absolutamente en nada en un sentido u otro. Recordaba que sólo habían salido seis o siete meses más o menos hasta las siguientes Navidades. Recordó con una sonrisa que ella lo había plantado por un «hombre mayor», un muchacho de los cursos superiores que iba a continuar sus estudios en la facultad de medicina de Tulane. Jeff se había pasado unas cuantas semanas deprimido y afectado y luego había empezado a salir con una serie de chicas: una morena delgadita llamada Margaret. luego otra morena cuyo nombre empezaba con D o con V, después con una rubia capaz de anudar con la lengua el rabo de una cereza. No había conocido a Linda, la mujer con la que se casaría, hasta que terminó la carrera y entró a trabajar para una emisora de West Palm Beach. Linda estudiaba en la universidad de Florida Atlantic. Se habían conocido en la playa de Boca Ratón…

Caray, ¿dónde estaría Linda en ese momento? Tenía dos años menos que él, por lo tanto seguiría en la secundaria y viviría con sus padres. De repente sintió la necesidad de llamarla, o tal vez de seguir rumbo al sur hasta Boca Ratón para verla, conocerla…

No, no tenía sentido. Habría resultado demasiado extraño. Sería alejarse peligrosamente, podría crear una horrible paradoja.

¿O tal vez no? ¿De verdad tenía que preocuparse por las paradojas, por la antigua idea de matar al propio abuelo? Quizá no fuera una preocupación adecuada. No era un espectador que vagaba por su tiempo, temeroso de encontrarse consigo, aunque más joven, sino que era él mismo más joven y formaba parte del entramado de aquel mundo. Lo único que pertenecía al futuro era su mente, y el futuro sólo existía en su mente. Jeff tuvo que apartarse de la carretera, detenerse unos instantes para agarrarse la cabeza con las manos mientras digería las implicancias de todo aquello. Ya se había preguntado si no sería una alucinación, si no estaría soñando esta existencia pasada. Pero ¿qué ocurriría si lo verdadero fuera justamente lo contrario, qué pasaría si todo el complejo entramado de los próximos veinticinco años, todo, desde la caída de Saigón a la Nueva Ola, la música rock y los ordenadores personales, resultaran ser una ficción que, de algún modo, habían surgido de pronto en su mente, de la noche a la mañana, aquí, en el mundo real de 1963, del cual nunca se había marchado? Tenía tanto sentido, tal vez más, que cualquier otra explicación alternativa que implicara el viajar en el tiempo o una vida después de la muerte o un cataclismo dimensional.

Jeff puso otra vez en marcha el Chevy y regresó a la autopista U.S. 23 de dos carriles. Locust Grove, Jenkinsburg, Jackson…, los pueblecitos arruinados y soñolientos de la zona atrasada de Georgia pasaron a su lado como escenas de una película de la época de la Depresión. Quizá fue eso lo que le había impulsado a emprender ese viaje sin rumbo, pensó, la atemporalidad de la zona rural que había más allá de Atlanta, la completa falta de pistas que permitieran adivinar el año o la década en la que estaba. Graneros curtidos por el tiempo, con la leyenda «Jesús salva» pintada en gruesas letras, el resto de anuncios rimados de espuma de afeitar Burma que aparecían espaciados en la autopista, un viejo negro que llevaba una mula…, pero si hasta la Atlanta de 1963 parecía futurista al lado de aquello.

En Pope's Ferry, justo al norte de Macón, entró en la típica gasolinera con tienda dirigida por una familia. Nada de surtidores autoservicio, ni de gasolina sin plomo; Gulf super a diez centavos el litro; la normal a ocho centavos. Le pidió al chico que había allí fuera que le llenara el depósito de super, le revisara el aceite y le agregara tres cuartos si le faltaba.

En la tienda se compró un par de Slim Jims y una lata de Pabst, y estuvo un rato manoteando inútilmente la lata de cerveza hasta que se dio cuenta de que no tenía la anilla para abrir.

—Vaya sed traes, chico —le dijo con una risita la mujer mayor que había detrás del mostrador—. ¡Mira que tratar de abrir la lata con las manos!

Jeff sonrió tímidamente. La mujer le indicó el abridor de latas que colgaba de un hilo al lado de la caja, y Jeff hizo dos agujeros en forma de V en lo alto de la lata. El chico de los surtidores le gritó a través de la puerta mosquitera de la tienda: —¡Oiga, parece que necesita como tres cuartos de aceite!

—Vale, ponle lo que haga falta. Y revísame las correas del ventilador, ¿quieres?

Jeff tomó un largo sorbo de cerveza y cogió una revista de la estantería. Había un artículo sobre el nuevo furor del pop-art: ampliaciones de las tiras cómicas de Lichtenstein, enormes hamburguesas de vinilo blando de Oldenburg. Qué raro, tenía entendido que todo eso había pasado más tarde, en 1965 o 1966. ¿Habría dado con una discrepancia? ¿Acaso ese mundo era ya ligeramente distinto del que él creía conocer?

Necesitaba hablar con alguien. Martin se lo tomaría a chacota, y sus padres se preocuparían por su cordura. Sí, eso era, tal vez tendría que visitar a un psicoanalista. Al menos un médico iba a escucharlo y a guardar el secreto de lo que le contara; pero una consulta así llevaba aparejada la presuposición tácita de un problema mental, de un deseo de ser «curado» de algo.

No, no había nadie con quien pudiera hablar de aquello, al menos abiertamente. Pero no podía seguir evitando a todo el mundo por temor a que se descubriera, porque podría parecer mucho más extraño que cualquier lapsus anacrónico que pudiera tener. Además, empezaba a sentirse solo, caray. Aunque no pudiera decir la verdad, o lo que él consideraba la verdad, después de todo lo que le había pasado, necesitaba el consuelo de una compañía.

—¿Podría darme cambio para el teléfono? —le preguntó Jeff a la mujer que estaba en la caja, y le entregó un billete de cinco dólares.

—¿En billetes de a uno, te va bien?

—Quiero llamar a Atlanta.

La mujer asintió, le dio a la tecla para abrir la caja y sacó unas cuantas monedas de la caja.

—Con un dólar en monedas tendrás bastante, chico.

Capítulo 3

La muchacha que estaba en la recepción de Harris Hall parecía visiblemente disgustada de que le hubiera tocado ese puesto un sábado por la noche, pero trataba de aprovechar al máximo ese fin de semana y divertirse observando los rituales de sus compañeros. Lanzó a Jeff una tranquila mirada de admiración y su voz dejó traslucir un deje de divertido sarcasmo cuando gritó hacia lo alto de la escalera para avisarle a Judy Gordon que su novio la esperaba. Tal vez supiera que la noche anterior a Judy le habían dado plantón; quizá incluso había oído la conversación cuando Jeff la había llamado esa tarde desde la gasolinera de Macón.

La sonrisita enigmática de la chica resultaba un tanto desconcertante, por eso se fue a sentar en uno de los incómodos sofás que había en el salón contiguo, donde una morena con cola de caballo y su novio tocaban Heart and Soul en un viejo piano Steinway que había junto a la chimenea. Cuando entró en el salón, la chica le sonrió y lo saludó con la mano. No tenía ni idea de quién era, probablemente una amiga de Judy de la que se había olvidado hacía tiempo, pero asintió con la cabeza y retribuyó la sonrisa. En el ventilado salón, sentados a una respetuosa distancia unos de otros, había otros ocho o nueve muchachos. Dos de ellos llevaban sendos ramos de flores frescas, un tercero tenía una caja de dulces de Whitman en forma de corazón. Todos lucían expresiones estoicas que disimulaban a duras penas su nerviosa expectación: enamorados ante las puertas del templo de Afrodita, inexpertos aspirantes a los favores de las ninfas que vivían en aquella fortaleza. Noche de citas, 1963. Jeff recordó muy bien la sensación. De hecho, notó irónicamente que las palmas de las manos se le habían humedecido por los nervios.

De la escalera bajaron flotando hasta el vestíbulo unas risas. Los jóvenes se enderezaron las corbatas, echaron un vistazo a sus relojes, se alisaron el pelo con la mano. Dos muchachas se reunieron con sus acompañantes; juntos traspusieron la puerta y se internaron en la noche misteriosa. Transcurrieron otros veinte minutos antes de que apareciera Judy con una expresión ceñuda cuyo fin evidente era el de demostrar una fría determinación. Pero lo único que podía ver Jeff era su increíble juventud, una fresca ternura que iba más allá del hecho de que la chica siguiera siendo una adolescente. En los años ochenta, las chicas, mejor dicho, las mujeres de su misma edad no tenían ese aire de inocencia; no habían vuelto a tenerlo desde los tiempos de Janis Joplin, jamás volverían a tenerlo, al menos después de Madonna.

—Bueno, me alegra comprobar que esta noche sí has podido venir —le dijo Judy. Jeff se puso torpemente en pie y le sonrió a manera de disculpa.

—Siento mucho lo de anoche. Es que… no me encontraba bien; estaba de un humor raro. No te habría gustado mi compañía.

—Podrías haberme llamado —le reprochó, petulante.

Cruzó los brazos debajo del pecho destacando las púdicas protuberancias que destacaban debajo de su blusa Peter Pan. De uno de sus brazos colgaba un jersey de cachemir color beige, vestía una falda de madras y calzaba zapatos de tacón bajo, sujetos a los tobillos por una tirita. Jeff olió la mezcla de perfume Lanvin y champú floral y se sintió subyugado por el flequillo rubio que bailaba sobre aquellos enormes ojos azules.

—Ya lo sé. Ojalá lo hubiera hecho.

Ella endulzó un poco la expresión, el enfrentamiento había terminado incluso antes de empezar. Jeff recordaba que siempre había sido incapaz de estar enfadada por mucho tiempo.

—Anoche te perdiste una película estupenda —le comentó sin asomo de malhumor—. Empieza con una chica que está comprando pájaros en una tienda de animalitos y Rod Taylor finge que trabaja ahí, y entonces…

Mientras se dirigían hacia el Chevy de Jeff, le siguió contando el resto del argumento. Él simuló desconocer los detalles de la historia, aunque hacía poco había vuelto a ver la película en uno de los ciclos que el canal HBO dedicó a Hitchcock. Ah, claro, también la había visto cuando la estrenaron; había ido con Judy. La había visto la noche anterior de hacía veinticinco años, en la otra versión de su vida.

—Y entonces, el tipo va a encender un cigarro en una gasolinera, pero… bueno, no te quiero contar lo que pasa después, te arruinaría el final. Es una película que da mucho miedo. No me importaría volver a verla si quieres ir. O podríamos ver Bye Bye Birdie. ¿Qué te apetece hacer?

—Me gustaría que nos sentáramos a conversar. Que fuéramos a algún sitio a tomar una cerveza y a comer algo.

—De acuerdo —le contestó con una sonrisa—. ¿Vamos a Moe's and Joe's?

—Vale. El que está en…, en Ponce de León, ¿no? —Judy frunció el ceño.

—No, ése es Manuel's. No me digas que se te ha olvidado…, gira a la izquierda aquí mismo. —Se volvió en el asiento y le lanzó una mirada rara—. Oye, te estás comportando de una forma extraña. ¿Te pasa algo?

—Nada serio. Ya te he dicho que no me he sentido muy bien.

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