Volver a empezar (6 page)

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Authors: Ken Grimwood

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Volver a empezar
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En un concesionario de coches usados de Briarcliff Road vendió el Chevy por seiscientos dólares. En una tienda de cachivaches del centro, le dieron otros doscientos sesenta dólares por los libros, el estéreo y la colección de discos. En el escritorio de su cuarto, había encontrado un talonario de cheques y una libreta de ahorros de un banco que estaba cerca del campus; inmediatamente retiró todo de las dos cuentas dejando sólo veinte dólares; con eso consiguió otros ochocientos treinta dólares.

La llamada a sus padres fue lo más difícil. Era evidente que su repentina solicitud de un préstamo «de emergencia» los preocupaba, y su padre se mostró francamente enfadado por la negativa de Jeff a darle explicaciones. De todos modos, logró hacerse con un par de cientos de dólares, y la madre de Jeff le envió cuatrocientos más de sus propios ahorros.

Sólo le faltaba colocar la apuesta, una bien gorda. Pero ¿cómo? Por un instante pensó en desplazarse hasta Louisville y apostar directamente en el hipódromo; pero cuando llamó a una agencia de viajes confirmó sus sospechas: hacía semanas que se habían vendido todos los pasajes para asistir al derby. Además, estaba el problema de la edad. Puede que pareciera lo bastante mayor como para pedir una copa en un bar, pero una apuesta de esa cantidad seguramente iba a ser sometida a un minucioso escrutinio. Necesitaba que alguien le sirviera de tapadera.

—¿Un corredor de apuestas? ¿Y para qué cono quieres conocer a un corredor de apuestas, chico?

En opinión de Jeff, Frank Maddock, que tenía veintidós, también era un «chico», pero en aquel contexto el estudiante de los cursos superiores, que iba a especializarse en derecho, era un experimentado hombre de mundo y, obviamente, disfrutaba al máximo desempeñando aquel papel.

—Quiero hacer una apuesta —le contestó Jeff. Maddock le sonrió, indulgente, encendió un cigarrillo y con un movimiento de la mano, pidió otra jarra de cerveza.

—¿En qué?

—En las carreras de caballos de Kentucky.

—¿Por qué no corres la voz en tu dormitorio? A lo mejor consigues que muchos otros se te unan. Pero procura no levantar la perdiz.

El estudiante veterano lo trataba con afable condescendencia. Jeff sonrió para sus adentros al ver el aire mundano, aunque fingido, del muchacho.

—Lo que yo quiero apostar ya es bastante.

—¿Ah, sí? ¿Cómo cuánto? —el bar Manuel's estaba medio vacío ese jueves por la tarde, y no había nadie cerca que pudiera oírlo.

—Dos mil trescientos dólares —contestó Jeff. Maddock frunció el ceño.

—Se trata de un montón de pasta. Sé que Motas de Caramelo es el favorito, pero…

—No apostaría por Motas de Caramelo, sino por otro caballo.

El muchacho mayor se echó a reír justo cuando el camarero colocaba la otra jarra de cerveza sobre la gastada mesa de roble.

—Venga, hombre, sigue soñando. Sin Robo no merece que arriesgues toda esa pasta, y tampoco Inflexible. Al menos no en esta carrera.

—Es mi dinero, Frank. Pensaba darte un treinta por ciento de lo que saque. Si tengo razón, te forrarías sin arriesgar un céntimo.

Maddock volvió a llenar las copas, inclinándolas para que no saliera mucha espuma.

—Ya sabes que podría meterme en un buen lío. No quiero hacer nada que pueda echar a perder mis posibilidades de entrar en la facultad de derecho. Un chico como tú con tanta pasta…, ¿qué garantía tengo yo de que no vayas a contárselo al decano Ward si pierdes?

Jeff se encogió de hombros y le contestó:

—Bueno, pues es un riesgo que tendrás que correr por participar en esto. Pero no soy de ésos, y no pienso perder.

—Nadie piensa perder.

De la máquina de discos les llegó una canción ronca; era Jimmy Soul e interpretaba You Wanna Be Happy. Jeff levantó la voz para hacerse oír.

—¿Conoces a algún corredor de apuestas o no? Maddock le lanzó una mirada larga y curiosa.

—El treinta por ciento, ¿eh?

—Así es.

El estudiante veterano meneó la cabeza y suspiró resignado.

—¿Llevas el dinero encima?

Ese sábado por la tarde, el bar de North Druid Hills Road estaba hasta la bandera. Cuando Jeff entró, en la televisión daban un programa cargado de publicidad, previo a las carreras; Wilkinson Sword anunciaba con bombos y platillos su último producto, las cuchillas de afeitar de acero inoxidable.

Jeff estaba más nervioso de lo que esperaba. La planificación de todo aquello había salido perfecta, pero ¿y si algo llegaba a fallar? Tal como había podido comprobar, los acontecimientos mundiales de la semana anterior habían sido una copia exacta de los que él recordaba del pasado; sin embargo, su memoria era tan falible como la de cualquier hijo de vecino y, después de veinticinco años, no podía estar seguro de que miles, millones de incidentes ocurridos en 1963 no resultaran diferentes de como habían sido la primera vez. Ya había notado que unos cuantos detalles ínfimos variaban ligeramente, y por supuesto, su propio comportamiento había cambiado por completo. La carrera podía muy bien tener un final imprevisto. Si así ocurría, se quedaría sin un céntimo, y esa semana se había perdido todos los exámenes parciales, con lo cual, su expediente académico corría serio peligro. A esas alturas, incluso era posible que no le quedara la posibilidad de repetir su carrera universitaria. Podía verse expulsado de la universidad, sin dinero y con el culo al aire. Con Vietnam en el horizonte.

—Ey, Charlie —gritó alguien—. ¡Otra ronda doble para los aquí presentes antes de que den la salida!

Se oyó un coro de vivas y risas. Uno de los amigos del tipo le dijo:

—Te lo estás gastando antes de haberlo ganado, ¿eh?

—Es que es una apuesta chupada, tío —contestó el generoso—, ¡chupadísima!

En la pantalla del televisor se veía a los caballos que eran encerrados en sus compartimentos de la línea de salida; estaban nerviosos, detestaban el encierro y ansiaban hacer precisamente aquello para lo que los habían criado: echar a correr.

—Aquí puede ocurrir cualquier cosa, chico. Así son las carreras de caballos.

El tabernero sirvió los dobles que aquel extraño había pagado para todos. Antes de que Jeff pudiera coger su copa, los caballos habían salido. Inflexible partió como impulsado por una descarga eléctrica, seguido de cerca por Sin Robo. Motas de Caramelo, montado por el impasible Willie Shoemaker, estaba apenas a tres cuerpos de la primera curva.

Chateaugay iba sexto. Faltaba un kilómetro largo de carrera y se encontraba a diez cuerpos del que iba en cabeza.

Jeff se bebió un trago de su copa y a punto estuvo de atragantarse con el whisky casi puro.

Los que ocupaban la delantera pasaron raudos por el poste indicador de la media milla. Chateaugay no había avanzado ni un palmo. Una facultad más pequeña, pensó Jeff. Incluso si lo echaban de Emory, en alguna facultad pública seguramente lo aceptarían. Podía trabajar unas horas en alguna estación de radio de segunda. Sus años de experiencia no existirían en el papel, pero le servirían de mucho en la práctica.

Los parroquianos del bar vociferaban a la pantalla como si los caballos y sus jinetes, que se encontraban a ochocientos kilómetros de distancia, fueran a oírlos. Jeff no se molestó en gritar. Chateaugay había avanzado un poco hacia la pista opuesta a la recta final, pero ya no tenía nada que hacer; una carrera de tres caballos, tal como habían pronosticado los entendidos. En la curva que llevaba a la meta, Shoemaker condujo a Motas de Caramelo hacia las vallas, luego se abrió un poco para enfilar la recta final. Chateaugay iba en cuarto lugar, a tres cuerpos de distancia, y con los tres contrincantes que lo precedían, nunca iba a poder…

En el poste indicador del cuarto de milla, Sin Robo se cansó de pronto y su desánimo le restó impulso para la batalla final. Se rezagó y en la lucha por alcanzar la meta quedaron Inflexible y Motas de Caramelo, pero Shoemaker no lograba arrancarle al zaino de California la galopada final.

Chateaugay adelantó al favorito y siguió a buen ritmo, sin prisa, pero implacable, tratando de dar alcance a Inflexible. El clamor del bar alcanzó proporciones de tumulto. Jeff aguardó en silencio, sin moverse, con la mano congelada casi, aunque él no se percatara, alrededor del vaso helado. Chateaugay le ganó a Inflexible por un cuerpo y cuarto, relegando a Motas de Caramelo a un tercer puesto. Sin Robo quedó completamente exhausto en alguna parte de la pista, relegado a un quinto o sexto puesto.

Jeff lo había logrado. Había ganado.

Los demás hombres del bar comenzaron a analizar con rabia y a los gritos la carrera que acababan de ver; sus iras iban centradas en su mayor parte a la táctica empleada por Willie Shoemaker en la mitad final de la carrera. Jeff no oía una palabra de lo que decían. Esperaba a que aparecieran en pantalla las cifras de los premios. Chateaugay pagaba 20,80 dólares. Pensativo, Jeff intentó buscar en su bolsillo el reloj calculadora Casio y se echó a reír al darse cuenta del tiempo que faltaba aún para que existieran esos aparatos. Cogió una servilleta de la barra e hizo unos cuantos cálculos con bolígrafo.

La mitad de 2.300 multiplicado por 20,8, menos el 30 por ciento de Frank Maddock por ponerle la apuesta… Jeff había ganado alrededor de diecisiete mil dólares. Lo más importante era que la carrera había terminado tal como él recordaba. Tenía dieciocho años y sabía todas las cosas importantes que iban a ocurrir en el mundo en las próximas dos décadas.

Capítulo 4

Jeff iba echando las cartas de una en una, boca abajo, sobre el cubrecamas verde oscuro del Holiday Inn. Las iba sacando de la baraja que disminuía a la velocidad que lograban imprimirle sus dedos y, al hacerlo, Frank iba repitiendo un cántico hipnótico y ya familiar:

—Más cuatro, más cuatro, más cinco, más cuatro, más tres, más tres, más tres, más cuatro, más tres, más cuatro, más cinco… ¡Para! La siguiente es un as. Jeff volvió despacio el as de diamantes y los dos sonrieron.

—¡Joder! —cloqueó Frank, dando un manotazo al cubrecama que hizo volar las cartas—. ¡Formamos un equipo, tío, un equipo al que hay que derrotar!

—¿Quieres una cerveza?

—¡Vale, tío!

Jeff descruzó las piernas, fue al otro extremo del cuarto y se acercó a la cubitera que había sobre la mesa. Ocupaban una habitación de la planta baja y las cortinas estaban descorridas; mientras destapaba las dos botellas de Coors, Jeff miró con tierna admiración su nuevo Studebaker Avanti gris, aparcado en la calle; brillaba bajo las luces del aparcamiento del motel Tucumcari.

El coche había arrancado miradas y comentarios curiosos durante todo el trayecto desde Atlanta y probablemente seguiría provocando las mismas reacciones el resto del viaje hasta Las Vegas. Jeff estaba absolutamente a sus anchas con él, su diseño y sus instrumentos «futuristas» le daban una cierta sensación de consuelo. El automóvil de morro alargado, con la parte trasera aerodinámica, habría resultado moderno en 1988; creía recordar que en los ochenta una empresa independiente siguió fabricando series limitadas de Avantis. Para él, que vivía en 1963, el coche era como un viajero amarillo del tiempo, un capullo sedoso hilado a imagen y semejanza de su propia época. Si el Chevy le había provocado nostalgia, aquel coche evocó en él una añoranza aún mayor.

—Ey, ¿dónde está esa birra?

—Ya voy.

Le dio a Frank la cerveza fría y bebió un largo sorbo de la suya. Se marcharon a finales de mayo, en cuanto Maddock acabó la licenciatura. Para entonces hacía tiempo que Jeff había dejado de asistir a clase, lo suspendían en todas y ya no le importaba. Frank quiso hacer la ruta del sur para detenerse en Nueva Orleans a celebrarlo unos cuantos días, pero Jeff había insistido en que siguieran un camino más directo pasando por Birmingham, Memphis y Little Rock. En las afueras de las ciudades, cada pocos cientos de kilómetros, iban encontrando tramos recién inaugurados de autopista interestatal, con unos límites de velocidad entre los 100 y los 110 kilómetros, y Jeff había aprovechado la soledad y los carriles anchos para poner el Avanti al tope de sus posibilidades, 240 kilómetros por hora. La depresión y la confusión que habían embargado a Jeff después de su velada truncada con Judy Gordon desaparecieron, disipadas en gran parte por el acierto en el derby. Desde aquella noche no había vuelto a verla más que de pasada en el campus. Y dejó de preocuparse por las posibles explicaciones de su situación, exceptuando las veces en que despertaba al amanecer y su cerebro le exigía respuestas que no lograba encontrar. Fuera cual fuera la verdad, al menos ahora contaba con pruebas de que su conocimiento del futuro era algo más que una mera fantasía.

Hasta ese momento, Jeff había logrado desviar las preguntas de Frank sobre qué lo había llevado a conseguir un acierto tan espectacular. Maddock tenía a Jeff por una especie de prodigio anormal, que poseía un método secreto. Aquella imagen quedó reforzada por la negativa de Jeff a hacer una ulterior apuesta en la carrera de Preakness, dos semanas después del derby. Había tenido la certeza de que Chateaugay iba a ganar dos de las tres carreras del circuito Triple Crown, pero no recordaba en cuál de las secuelas del derby había perdido el caballo; de modo que a pesar de las protestas de Frank, Jeff había insistido en que no jugase en Preakness. Motas de Caramelo ganó la carrera por una distancia de tres cuerpos y medio. De ese modo, Jeff no sólo estuvo seguro de la victoria en la próxima carrera de Belmont, sino que el resurgimiento de Motas de Caramelo había hecho que la popularidad de Chateaugay bajara. Apostar le había permitido a Jeff encontrarle un nuevo sentido a la vida, distrayéndolo del desesperado tremedal de la filosofía y la metafísica en el que estaban sepultadas las respuestas a su situación. Si no había enloquecido ya, otro mes más reflexionando sobre aquellos imponderables, acabaría sin duda empujándolo a la locura. Lo de las apuestas era algo tan claro, de una simpleza tan relajante: ganar o perder, debe o haber, bien o mal. Punto. Nada de ambigüedades, nada de adivinar a ciegas, sobre todo cuando conocías los resultados de antemano. Frank había recogido las cartas esparcidas, las apiló y las mezcló.

—Ey, juguemos una manila —sugirió.

—¿Por qué no?

Jeff se sentó a horcajadas en una silla, al lado de la cama. Cogió las cartas, volvió a mezclarlas y empezó a barajar.

—Más uno, más uno, cero, más uno, cero, menos uno, menos dos, menos dos, menos tres, menos dos…

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