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Authors: Brent Weeks

Al Filo de las Sombras (62 page)

BOOK: Al Filo de las Sombras
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Feir cruzó los brazos y aguardó de pie en altivo silencio, pero en su corazón sentía frío. Había una última curva de roca maciza entre él y los magos de la colina. Si pudiera moverse diez pasos y activar su Talento, lo verían a pesar de los árboles. El problema era que no podía moverse diez pasos. Ni siquiera cinco.

Fuera del círculo de espadas desenvainadas y flechas cargadas, un hombre estaba comprobando todos los cadáveres. Por toda la cabellera llevaba atados los mechones de sus oponentes muertos. Casi todos tenían anillos en los dos extremos —los de los sa’ceurai a los que había matado—, pero otros estaban atados solo a su propio pelo: los de los extranjeros. El círculo de hierro se separó y Lantano Garuwashi examinó a Feir.

—Eres tan alto y peleas tan bien como un nefilim, pero ni siquiera has ensangrentado tu espada con estos perros. ¿Quién eres, gigante? —preguntó.

¿Un nefilim? Feir se devanó los sesos intentando recordar todo lo que sabía sobre Ceura. Gracias a los dioses, era bastante. La mayoría de los maestros de la espada aprendían mucho sobre Ceura, ya que no pocos de sus adiestradores eran ceuríes exiliados que habían servido en el bando equivocado durante una u otra de sus incesantes guerras. Pero ¿un nefilim? ¡El Camino de la Espada! Los primeros hombres fueron creados con... ¿hierro? El alma de un hombre es su espada...

«¡No puedo luchar! ¡Estoy cojo! Lantano Garuwashi me ha visto combatir y ahora querrá demostrar que es más grande que este “gigante”.»

¡Eso era! «Tales eran los héroes y grandes hombres de antaño.» Los nefilim eran los hijos engendrados con mujeres mortales por los hijos de los dioses. ¿O era el Dios? Ah, qué putada, no recordaba si los ceuríes eran politeístas. En fin, tendría que ser vago en lo religioso.

—No temas —dijo Feir.

Vio un fugaz atisbo de consternación en aquellos rostros de hierro. ¿Quién le decía a Lantano Garuwashi que no temiera? Feir pensó que, ya que se estaba echando un farol, lo mismo daba que se pusiera entre la espada y la pared.

Hablando de espadas... podría haber llegado el momento de hacer entrar en escena a Curoch. Parte de la magia latente de Curoch consistía en que adoptaba cualquier forma que su propietario desease. Partes de ella nunca cambiaban, pero quizá se alterase lo suficiente para ayudar a Feir a adoptar su papel concebido sobre la marcha de mensajero divino. Había leído descripciones de una espada ceurí que iría de perilla, de modo que se concentró en que Curoch asumiese la forma correcta. «¿Solo tengo que hacer eso?»

Desenvainó la espada poco a poco sin dejar de mirar a Lantano Garuwashi hasta que el hombre bajó la vista. Los sa’ceurai que rodeaban al gigantón abrieron atónitos los ojos, se quedaron boquiabiertos y dejaron escapar gritos ahogados. Algunos de ellos estaban entre los guerreros de élite que seguían a Lantano Garuwashi.

Feir siguió las miradas. Curoch no solo había entendido el tipo de espada que quería emular, había conocido la espada en concreto. Feir se había imaginado que una espada «con los fuegos del cielo en la hoja» hacía referencia al dibujo de un acero exquisito o a un grabado de llamas. Otra traducción era «con el fuego del cielo dentro de la hoja». Curoch había adoptado ese último enfoque.

Había grabados unos dragones gemelos (a Feir no le hacía falta mirar para saber que, salvo por unas nimias diferencias, eran idénticos) a ambos lados de la hoja, cerca de la empuñadura. Los dos escupían fuego hacia la punta de la espada. No se trataba de un grabado, había fuego dentro de la espada. Donde ardía ese fuego, y también varios centímetros más allá, la hoja se volvía transparente como el cristal. Era como si Feir blandiese una barra de llamas. La espada mantenía una longitud constante, pero los fuegos de su interior crecían y menguaban en función de... Feir no sabía en función de qué, pero en ese momento los dragones escupían llamaradas hasta la punta misma de la espada, a un metro quince de la empuñadura, y luego el fuego se apagó.

Feir había tenido la intención de impresionar, pero las caras de los sa’ceurai reflejaban más bien adoración. Apenas pudo desterrar el asombro de sus propias facciones antes de que las miradas empezaran a regresar a él.

Lantano Garuwashi tenía aspecto de haber sentido la primera punzada de miedo de su vida. Luego pasó y, de entre todos los hombres, solo él parecía enfadado.

—¿Qué hace un nefilim blandiendo a Ceur’caelestos?

La Espada del Cielo. Feir tuvo la súbita sospecha de que Curoch se había convertido en aquella espada en concreto con demasiada facilidad. Era como si hubiese sabido el aspecto que debía adoptar. «¿Y si no finge ser Ceur’caelestos? ¿Y si lo es en verdad?»

«No he creado una espada impresionante. He creado el artefacto más sagrado que conoce esta gente. ¿Y ahora cómo escapo cojeando?» Daba lo mismo. Era demasiado tarde para dejarlo.

—Soy un mero sirviente. Traigo un mensaje para ti, Lantano Garuwashi, si eres lo bastante sa’ceurai para aceptarlo. —Feir entrelazó magia en su voz para alterarla, y añadirle la resonancia y gravedad propias de una voz del cielo—. Se extiende ante ti el siguiente camino: lucha contra Khalidor y conviértete en un gran rey.

No era el mensaje divino más épico de la historia, pero sí lo bastante corto para que la falta de elocuencia de Feir no quedara de manifiesto. Con el tono y el volumen alterados, le pareció respetablemente sobrecogedor.

Sin embargo, Garuwashi no parecía sobrecogido. Desenvainó poco a poco su espada. La dejó colgando de su mano, laxa y mate. Feir comprendió su error demasiado tarde. ¿Por qué había anunciado aquel premio en particular? Le había dicho a Garuwashi que sería rey pero, para un hijo de plebeyo, se trataba de algo imposible. La espada de Garuwashi era de hierro común, un instrumento baqueteado y triste que blandía con fiero orgullo precisamente porque lo avergonzaba en lo más hondo.

Una espada de hierro nunca gobernaría. Nadie cambiaba de espada. El alma de un sa’ceurai era su espada. Para los ceuríes, eso no era una abstracción. Era un hecho.

Aquel pedazo de hierro triste y afilado dejaba al desnudo la mentira de Feir. Garuwashi agarró con más fuerza su alma y la punta de la espada se elevó en señal de desafío. Alrededor del círculo, los sa’ceurai aún sostenían sus armas, pero los arcos ya no estaban tensos y las espadas habían sido olvidadas. Daba la impresión de que ese momento se estaba grabando para siempre en sus mentes. Su maestro guerrero, el mayor sa’ceurai de todos los tiempos, ante un nefilim portador de una espada salida de las leyendas, y su Lantano Garuwashi no mostraba ni pizca de miedo.

—¿Si soy lo bastante sa’ceurai? —preguntó Garuwashi—. Moriré antes de aceptar el escarnio, aunque venga de los dioses. Soy lo bastante sa’ceurai para morir víctima de la espada del cielo o seré lo bastante sa’ceurai para matar al mensajero de los dioses.

Entonces atacó con la velocidad que había convertido a Lantano Garuwashi en una leyenda.

Feir no podía luchar. Combatir contra aquel hombre con una sola pierna sana era un suicidio. Bloqueó el primer ataque de Garuwashi y después utilizó la magia para tirar del ceurí hacia él.

Garuwashi chocó contra Feir y los dos se quedaron casi pegados, con las espadas cruzadas y las caras a centímetros de distancia. Curoch (o Ceur’caelestos, lo que fuera) cobró vida con un destello. Los dragones escupieron fuego hasta la punta de la hoja.

El único pensamiento de Feir era que sus brazos tenían que ser más fuertes que los de Garuwashi. Si el hombre se plantaba a cierta distancia, acabaría con Feir, pero cerca de sus descomunales brazos, el mago tenía una posibilidad. Sin embargo, antes de que ninguno de los dos acertara a hacer nada, surgió una segunda barra de luz entre ambos. Durante un momento que debió de durar solo un segundo, pareció que a los dos les hubiera abandonado su formación militar. Ambos intentaron esforzarse tan solo en desequilibrar a su rival sin dejarse distraer por lo que estaban desesperados por mirar. Feir no había hecho nada; quizá Curoch estaba reaccionando a la magia que había usado para atraer a Garuwashi hasta él. La espada del ceurí se puso roja y luego blanca. Llegó a brillar más que Curoch y luego, mientras los hombres seguían haciendo fuerza uno contra el otro, explotó.

Dentro de lo que eran las explosiones, aquella fue suave pero implacable. Ningún fragmento ardiente de espada se clavó en la carne de Feir, pero el gigantón tampoco pudo resistir el impacto, que lo empujó dando vueltas hacia atrás hasta que cayó boca abajo a cuatro pasos de distancia. Intentó levantarse, pero sintió una punzada de dolor tan intensa en el tobillo que supo que se desmayaría si lo hacía. Se quedó de rodillas. Miró colina arriba y echó mano de todo el poder que podía aguantar.

«¡Mira, maldito seas, Lucius! ¡Mira!» Seguía oculto por los árboles pero, si uno de los videntes echaba un vistazo, lo vería.

A ocho pasos de distancia, Lantano Garuwashi se puso en pie. Aunque pareciera imposible, empuñaba su espada... no, no su espada. La suya se había esfumado, había desaparecido. Ni siquiera quedaban fragmentos humeantes de ella. Con una expresión de absoluta maravilla en el rostro, sostenía a Ceur’caelestos en una imagen perfecta, como si Lantano Garuwashi hubiese nacido para esa espada y esa espada se hubiera forjado mil años atrás con Lantano Garuwashi en mente.

Si los sa’ceurai ya estaban asombrados antes, en ese momento parecían estupefactos. Se hincaron de rodillas como lo estaba Feir. Uno de ellos dijo:

—Los dioses han otorgado a Lantano Garuwashi una nueva espada.

Quería decir que los dioses habían dado a su cabecilla una nueva alma, el alma de una leyenda, el alma de un rey. En todos los ojos, Feir vio que los hombres lo aprobaban. Siempre lo habían sabido. Habían servido a Lantano Garuwashi antes de que se convirtiera en el famoso Lantano Garuwashi, el rey Lantano, antes de que hubiese desafiado y humillado a un nefilim.

Feir seguía de rodillas, incapaz de levantarse. Los ojos de Lantano Garuwashi llameaban con el fuego del destino mientras contemplaba al gigante.

—En verdad es como previeron los dioses. Ceur’caelestos es vuestra —dijo Feir. ¿Qué otra cosa podía decir?

Lantano Garuwashi le tocó la barbilla con la hoja.

—Nefilim, mensajero y sirviente de los dioses, tienes cara de alitaerano, pero luchas y hablas como solo saben los sa’ceurai. Me complacería que me sirvieras. —Sus ojos añadieron: «Eso o la muerte».

Feir no necesitaba ningún nefilim de los dioses que le comunicara su destino. Echó un vistazo colina arriba y no vio llegar ayuda alguna. No le sorprendía; tiempo atrás se había convertido en lo que siempre sería: El Hombre Que Servía A Los Grandes Hombres. Sería por siempre El Hombre Que Perdió A Curoch. Bajó la cabeza, derrotado.

—Os... os serviré.

Capítulo 65

A cuatrocientos pasos de distancia, Agon oyó la explosión y volvió la cabeza de golpe, tratando de localizar su origen. El ejército khalidorano estaba acampado al oeste, pero ninguno de aquellos soldados lejanos reaccionó como si la explosión procediese de allí. Miró a su capitán.

—Enviaré un mensajero al señor de Graesin —dijo este.

La reina había colocado a su hermano pequeño Luc al mando de los exploradores, creyendo al parecer que debía otorgar alguna responsabilidad al joven cretino y que allí era imposible que metiera la pata. El niñato de diecisiete años había decidido que todos los hombres a su mando le informasen únicamente a él. Solo después de darle parte en persona, a veces haciendo cola detrás de otros compañeros durante una hora o más, podían los exploradores acudir a informar a los señores que necesitaban saber las nuevas.

Combinado con todo lo demás, ese contratiempo arrancaba muchas palabrotas a los oficiales de Agon. Ninguno de ellos verbalizaba sus temores. Era inútil. Todos los veteranos sabían que iban a la batalla con un ejército verde. Aunque llamarlo ejército era, a decir verdad, generoso. Las unidades no se habían adiestrado juntas lo suficiente para actuar con coherencia. Los diferentes señores tenían diferentes señales y, en el fragor de la batalla, sería imposible distinguir las voces. Un oficial no podría hacer una señal con la mano a su inferior inmediato para transmitirle las órdenes del general, ni siquiera para reaccionar a una nueva situación. Eso, junto con la distribución de las unidades que había hecho la reina conforme a criterios políticos, hacía que a todos los veteranos les rechinasen los dientes.

Agon podía darse por satisfecho con los mil hombres con los que contaba. Si los tenía era solo porque el duque Logan de Gyre había sacrificado todo su capital político para conseguírselos... y porque los hombres que antes habían servido a sus órdenes habían amenazado con amotinarse si no los dirigía él.

De modo que comandaba una décima parte del ejército de Cenaria. La reina le había asignado el centro de la línea, aunque había fingido que ese honor correspondía al gran señor apostado al lado de Agon.

—Olvídalo —le dijo al capitán—. La batalla habrá acabado antes de que sepamos nada de un explorador. ¿Cómo están los hombres?

—Preparados, general sup... mi señor —dijo el capitán.

Agon contempló el cielo, que empezaba a clarear. Iba a ser el tipo de día que un hombre debería pasar junto al fuego con una taza de ootai... o un coñac. Unos nubarrones oscuros ocultaban el sol naciente, prorrogaban la oscuridad y retrasaban la batalla inevitable. El campo llano, que en realidad era un conjunto de doce granjas, estaba pelado. La cosecha de trigo estaba recogida y las ovejas habían partido a los pastos de invierno. Unos muretes de piedra para las ovejas se entrecruzaban por todo el campo de batalla.

Sería un terreno sucio, resbaladizo e incómodo para luchar. Eso era bueno y malo. Entre los muretes y el barro, la caballería pesada khalidorana debería actuar con cautela y lentitud. Hacer que un caballo acorazado y su jinete con armadura saltasen por encima de un pequeño muro en terreno embarrado era una buena manera de matarlos a los dos. Por otro lado, también frenaría a los hombres de Agon, y eso significaría conceder a los brujos khalidoranos más tiempo para lanzar fuego y rayos.

Acercó su caballo a sus soldados de infantería y arqueros. No tenía jinetes a excepción de su guardia personal del Sa’kagé y los cazadores de brujos.

Después de oír hablar a Logan la noche anterior, Agon sabía que si estuviera allí en ese momento haría que esos hombres se sintieran parte de algo enorme y bueno. Logan habría dado a cada uno un corazón de héroe. A las órdenes de Logan, esos hombres no vacilarían por un segundo en entregar su vida. Quienes sobrevivieran, aunque viviesen mutilados por el resto de su existencia, se considerarían afortunados de haber compartido el campo con ese hombre. Agon no era así.

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