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Authors: Brent Weeks

Al Filo de las Sombras (64 page)

BOOK: Al Filo de las Sombras
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Recorrieron los pasillos con descaro, Vi con su uniforme de sirvienta y Kylar invisible pero corriendo de umbral en umbral como si no lo fuera, por si algún meister deambulaba por los pasillos. Cuando llegaron al último corredor, se cruzaron con seis de los montañeses más grandes que Kylar había visto nunca. Se escabulló detrás de unas estatuas al ver que iban acompañados por dos vürdmeisters. Lo más curioso de todo era que la protección parecía destinada a una mujer: en apariencia una de las concubinas o esposas del rey dios, envuelta de arriba abajo en túnicas y velos para que no se le viera ni un centímetro de piel.

Cuando Kylar desenfundó sus cuchillos para matarlos, Vi le puso una mano en el brazo. Volvió hacia ella el ojo del juicio y la hizo encogerse, pero tenía razón. Una pelea allí era una distracción que podía poner en peligro la auténtica misión, y nada en el mundo iba a impedirle matar a Garoth Ursuul. Se le revolvió el estómago. Ni siquiera se tranquilizó cuando el grupo dobló una esquina y desapareció. Aquel era el mismo pasillo por el que había pasado con Elene y Uly, cuando se dirigía hacia su primera muerte.

Se calmó. Garoth Ursuul era mucho más poderoso que su hijo Roth, pero Kylar también había crecido en poder. Tenía más confianza. Aquel primer golpe lo dio un chico tratando de demostrar que era un hombre, mientras que ahora era un hombre tomando una decisión, consciente de lo que podría costar.

Sonrió con temeridad.

—¿Qué me dices, Vi, lista para matar a un dios?

Capítulo 66

Los hombres, seis de los magos más poderosos de los sa’seuranos, estaban apostados en la cima de la colina al sur del campo de batalla. Su ropa no delataba su identidad. Todos vestían prendas sencillas de mercader, cada uno la propia de su tierra: cuatro alitaeranos, un waeddrynés y un modainí. Sus recios caballos de carga hasta llevaban una cantidad respetable de mercancías y, si sus monturas eran un poco mejores que las de la mayoría de los mercaderes, tampoco eran tan excelentes como para provocar comentarios. Sin embargo, aunque la vestimenta de aquellos hombres no los delatara, su actitud sí lo hacía. Eran hombres que recorrían la tierra con la confianza de los dioses.

—Esto no será bonito —dijo el modainí.

Antoninus Wervel era un hombre bajo, un saco de manteca con la nariz bulbosa y encarnada y una cortinilla de pelo castaño peinada sobre su calva. Llevaba los ojos perfilados con kohl al estilo modainí, y se había oscurecido y alargado las cejas. Le conferían un aspecto siniestro.

—¿Cuántos meisters calculas que tienen? —preguntó a uno de los gemelos alitaeranos, Caedan.

El joven desgarbado dio un respingo. Caedan era uno de los dos videntes del grupo, y se suponía que debía estar oteando.

—Perdón, perdón. Solo estaba... ¿Los guardaespaldas de ese hombre son todo mujeres?

—No puede ser.

—Lo son —dijo lord Lucius. Era el líder de la expedición, y el otro vidente. Sin embargo, estaba más interesado en el bando opuesto—. Los khalidoranos tienen al menos diez meisters, probablemente veinte. Están muy juntos.

—Lord Lucius —dijo Caedan con timidez—, creo que tienen seis vürdmeisters allí, más atrás, en el centro. Parece que están colocados alrededor de algo, pero no distingo lo que es.

El saco de manteca resopló.

—Hum. ¿Cuántos de los tocados luchan por Cenaria?

Lo dijo para irritar a los alitaeranos. En Modai, «tocado» significaba «con Talento», no «loco» como en Alitaera.

Caedan no se dejó provocar.

—Hay un hombre y una mujer en las líneas cenarianas, ambos adiestrados, juntos. Varios más sin formación.

—¿Y entre los jinetes ceuríes?

—No he visto a los ceuríes desde que doblaron la curva.

El otro joven alitaerano, Jaedan, parecía abatido. Era el gemelo idéntico del joven vidente, con las mismas facciones apuestas, el mismo pelo moreno y lacio y unos dones diferentes por completo.

—¿Por qué están siendo tan estúpidos? —preguntó—. Todos vimos al ejército de los lae’knaught que se acerca desde el sur. Cinco mil lanceros que odian a los khalidoranos más que a nada en el mundo. ¿Por qué no esperan los de Cenaria a que lleguen?

—Quizá no sepan que los lae’knaught se acercan —dijo lord Lucius.

—O quizá no se acerquen. Quizá estén esperando para cebarse en el vencedor. O puede que Terah de Graesin quiera acaparar la gloria para ella sola —sugirió Wervel.

Jaedan no podía creérselo.

—No vamos a quedarnos aquí de brazos cruzados, ¿verdad? ¡Por la Luz! Los cenarianos serán destruidos. Veinte meisters. Podemos con ellos. Yo me ocuparé de tres o cuatro, y sé que el resto sois igual de buenos o mejores.

—Olvidas nuestra misión, joven Jaedan —dijo lord Lucius—. No nos han enviado para luchar en la guerra de nadie. Los khalidoranos no suponen ninguna amenaza para nosotros...

—¡Los khalidoranos son una amenaza para todo el mundo! —protestó Jaedan.

—¡SILENCIO!

Jaedan se calló, pero su aire de desafío no se altero un ápice. La línea cenariana empezó a avanzar con un trote parsimonioso, permitiendo que el ejército fuese cobrando impulso como una bestia descomunal.

Caedan dio otro respingo.

—¿Habéis... habéis sentido eso, alguno? —preguntó.

—¿Qué? —dijo Wervel.

—No lo sé. Solo... No lo sé. ¿Como una explosión? ¿Puedo ir a ver qué hacen los ceuríes, lord Lucius?

—Necesitamos tus ojos en la batalla. Observa y aprende, niño. Tenemos una rara oportunidad de ver cómo combaten los khalidoranos. Tú también, Jaedan.

El ejército de Khalidor formaba en líneas poco prietas, con espacio para un arquero junto a cada soldado. Los arqueros se prepararon en ese momento, clavando flechas en el suelo donde pudieran agarrarlas con rapidez. Delante de todo el ejército, las parejas de meisters esperaban a caballo. Para los videntes, resplandecían.

—¿Qué harán, Caedan? —preguntó lord Lucius.

—¿Fuego, señor? ¿Y luego relámpagos?

—¿Y por qué?

—¿Porque así los cenarianos se cagarán de miedo? Quiero decir, esto... por los efectos en la moral, señor —dijo Caedan.

La línea cenariana seguía avanzando a media carrera. Ya estaban a cuatrocientos pasos de distancia. La unidad al mando del general Agon había avanzado hasta la primera fila y se había disgregado. Sin embargo, no se había limitado a fragmentarse en uno, dos o incluso tres grupos. Su puñado de jinetes y sus soldados de infantería habían formado una línea rala que abarcaba todo el frente cenariano.

—¿Qué diantre está haciendo? —preguntó uno de los alitaeranos.

Durante un largo momento, nadie respondió. No podía tener la esperanza de romper la línea khalidorana con una formación tan dispersa. Su maniobra, además, había dejado un hueco en el centro cenariano, pero otro general de Cenaria, el duque de Wesseros, ya ordenaba a sus hombres que lo rellenaran.

—Es una genialidad. Está minimizando sus pérdidas —dijo Wervel.

Por un instante, nadie preguntó. Si había algo que los magos odiaban más que no entender algo, era no entender algo después de que otro lo entendiese primero y les diera una pista.

—¿Qué? —preguntó Jaeden.

—Piensa como un meister, niño. Tendrías vir suficiente para ¿qué, cinco, diez bolas de fuego antes de agotar tus reservas? Normalmente, matarías de dos a cinco hombres con cada bola de fuego. Con una línea tan suelta, matarías a uno. Puede que hasta fallases del todo. Agon sabe que se la juega. Si el frente principal tarda demasiado en llegar en apoyo de sus hombres, harán una matanza con su primera línea, pero si golpean en espacio de cinco o diez segundos, habrá salvado a centenares de hombres y anulado los, hum, los efectos sobre la moral. Parece que hemos encontrado un general que sabe cómo combatir a los meisters. Quizá haya esperanza para Cenaria, al fin y al cabo.

A doscientos pasos, la línea ganó velocidad.

Los arqueros de las filas khalidoranas soltaron su primera descarga, y una bandada de dos mil flechas con plumas negras emprendió el vuelo. Durante un largo instante, oscurecieron un cielo ya encapotado y proyectaron la sombra de la muerte sobre el amanecer. Cuando descendieron en picado hacia la tierra, hundieron sus picos espinosos en la tierra, las armaduras y la carne de hombres y caballos.

Una vez más, la dispersión de sus filas salvó a centenares de soldados, pero de punta a punta del frente cenariano hubo hombres que se desplomaron sobre los rastrojos, pasando instantáneamente de la carrera al descanso de la muerte. Otros cayeron, heridos con flechas en las piernas o los brazos, y fueron pisoteados por sus amigos y compatriotas un momento más tarde. Los caballos perdían a sus jinetes y seguían cargando simplemente porque los animales a su derecha e izquierda lo hacían. Los jinetes perdían sus monturas y caían hacia el suelo a gran velocidad; a veces salían despedidos de la silla, se levantaban y corrían con sus camaradas de a pie, a veces quedaban atrapados bajo el cuerpo de su montura.

El ejército khalidorano actuaba como solo podía hacerlo un ejército de veteranos. Los arqueros dispararon todas las flechas que pudieron en unos segundos y después, cuando se levantó una bandera, cada uno recogió sus flechas restantes y retrocedió. En las filas había unas líneas perfectas para permitir que cada arquero se retirase tras los lanceros y espadachines que los protegerían del cuerpo a cuerpo. Mientras retrocedían, y sin que se diese ni una orden, los hombres de otras filas llenaron los huecos que habían dejado en la primera. La maniobra no tenía nada especial, salvo la velocidad con que el ejército la ejecutó mientras millares de enemigos corrían hacia ellos.

Los meisters pasaron a la acción. Desbaratado su plan original, algunos lanzaron bolas flamígeras a los caballos que cargaban, mientras que otros, confiando en el efecto que causaría correr hacia una pared de llamas, barrieron los campos cubiertos de rastrojos con chorros de fuego. Lo que en circunstancias ordinarias habría roto y desorientado a una línea entera en los segundos cruciales previos al impacto ni siquiera hizo aminorar el paso a los cenarianos.

Los seis magos oyeron alto y claro el choque de las líneas, aun estando tan lejos. Jinetes y caballos se ensartaron en lanzas y el impulso que llevaban los introdujo entre las líneas khalidoranas. Otros se estrellaron de lleno contra los escudos enemigos y acabaron tendidos en el suelo. Esa primera línea cenariana debía de estar compuesta por veteranos. En la mayoría de los ejércitos, con independencia de lo que dijeran sus superiores, muchos hombres frenaban antes del último impacto. La idea de empotrarse a toda velocidad contra una línea erizada de espadas y lanzas paralizaba en un nivel visceral a casi todos los soldados. La vanguardia cenariana no tuvo tales dudas. Arremetió contra la línea de Khalidor con todo su ímpetu. Fue una estampa impresionante y terrorífica.

Sin embargo, casi se vieron engullidos antes de que el grueso de la línea cenariana llegara en su socorro. El impacto del choque se dejó notar en todo el frente khalidorano, que retrocedió tres metros largos.

A lomos de sus caballos, los meisters lanzaban fuego y rayos, pero en la retaguardia del frente cenariano unos arqueros montados les daban caza, cabalgando adelante y atrás, parando, disparando flechas con sus arcos cortos y arrancando de nuevo. Los disparos parecían imposibles: ¿un arco corto que mataba desde doscientos o trescientos pasos? Caedan volvió a fijarse en los arqueros, pero estaba seguro de que no tenían Talento. Para el mago, ver derribados de sus sillas a los meisters era como ver apagarse velas una por una.

El frente se desplazó adelante y atrás y acabó desintegrándose en mil núcleos de combate sueltos. Los caballos daban vueltas, piafaban, coceaban y mordían. Los meisters taladraban agujeros en algunos hombres, prendían fuego a otros, la emprendían a golpes de maza, espada o magia pura con quienes les rodeaban y a veces caían muertos, atravesados por flechas.

En cinco minutos, diecisiete de los veinte meisters estaban acribillados a flechazos y la línea khalidorana se tensaba por el centro. El gigante cenariano que había encabezado la primera carga parecía un faro de esperanza: allá donde iba, los soldados luchaban por llegar también. En ese momento estaba empujando para atravesar toda la línea khalidorana.

Caedan musitó un juramento.

—¿De dónde han salido esos? —preguntó.

Los magos siguieron su mirada. A cada lado del campo de batalla estaba formando fila tras fila de montañeses khalidoranos.

—Las cuevas —respondió Wervel—. ¿Qué están haciendo?

Los montañeses se desplegaron y desfilaron a paso ligero hacia los flancos de la batalla y su propia retaguardia. Había al menos quinientos, pero no se lanzaron a la carga. No parecía inquietarles en absoluto estar perdiendo la ventaja de la sorpresa. Fueron estirando su línea cada vez más, como si quisieran envolver la parte trasera de la batalla por completo.

—Señor —dijo Caedan—, pensaba que solo se intentaba rodear a un enemigo si se contaba con la ventaja numérica.

Lord Lucius parecía inquieto. Estaba mirando hacia el fondo del campo khalidorano, donde estaban reunidos los vürdmeisters.

—¿Qué es eso que hay encadenado entre los vürdmeisters?

—No será un... —dijo un mago.

—No puede ser. Son pura leyenda y superstición.

—Que el Dios tenga piedad —dijo Wervel—. Lo es.

Capítulo 67

—No —dijo Vi—. No puedo.

Kylar volvió hacia ella la cara del juicio.

—No... No sabes cómo es él. Nunca lo has mirado a los ojos. Cuando te reflejas en sus ojos, te ves frente a frente con tus propias miserias. Por favor, Kylar.

Kylar apretó los dientes. Desvió la mirada. Pareció costarle un esfuerzo consciente, pero poco a poco aquella máscara terrorífica se derritió hasta dejar a la vista su propia cara, aunque sus ojos seguían siendo gélidos.

—¿Sabes? Mi maestro se equivocaba contigo. Él estuvo presente cuando Hu Patíbulo te presentó al Sa’kagé. Me contó cómo machacaste a aquellos otros ejecutores. Me dijo que, si no iba con cuidado, serías la mejor ejecutora de nuestra generación. Te llamó prodigio. Dijo que no habría cinco hombres en el reino capaces de vencerte. Pero no les hace falta. Te has vencido tú sola. Durzo se equivocó. No estás ni en la misma categoría que yo.

—¡Vete a la mierda! No sabes...

—Vi, esto es lo que importa. Si no estás conmigo ahora, lo demás son gilipolleces.

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