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Authors: Jasper Fforde

Algo huele a podrido (38 page)

BOOK: Algo huele a podrido
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—No.

—Exacto. Ni el más mínimo ruido. Es aconsejable que nos vayamos.

Le dimos la vuelta al coche hasta apoyarlo sobre el techo para dejar espacio y pasamos, en esta ocasión mucho más lentamente y en silencio. Había otros tres coches en ese tramo de carretera, dos de lado y uno contra el arcén. En ninguno de ellos había ocupantes, y los bosques pegados a las cunetas por alguna razón parecían más tenebrosos, profundos e impenetrables. Me alegré de llegar a la cima de la colina. Dejamos atrás el bosque, una pequeña presa y un lago antes de que una elevación del camino nos permitiese ver los laboratorios de bioingeniería de Goliath. Le pedí a Bowden que parase. Nos acercamos en silencio y todos observamos la vieja instalación con los binoculares.

Estaba en una posición espléndida, junto en el borde del embalse. Pero comparado con lo que la imaginación hiperactiva de Millon y una fotografía estropeada tomada en su día me habían hecho esperar, resultaba un poco decepcionante. En su día, la planta había sido un vasto complejo estilo modernista habitual de las fábricas de los años treinta, pero daba la impresión de que hacía ya mucho tiempo alguien había intentado con no demasiado éxito demolerlo. Aunque el edificio había sido en buena parte destruido o se había desmoronado, el ala este se había mantenido prácticamente intacta. Aun así, hacía años, incluso décadas, que nadie se pasaba por allí.

—¿Qué ha sido eso? —dijo Millon.

—¿Qué ha sido qué?

—Un sonido como pegajoso.

—Con suerte, sólo el viento. Vamos a examinar más de cerca esa planta.

Bajamos la colina y aparcamos delante del edificio. La fachada delantera era imponente a pesar de estar semiderruida, e incluso conservaba buena parte de los azulejos decorativos. Estaba claro que Goliath había hecho grandes planes para ese lugar. Nos abrimos paso entre los escombros, subimos despacio los escalones y llegamos a la entrada principal. Habían arrancado de cuajo ambas puertas y una tenía grandes y profundas marcas que interesaron mucho a Millon. Entré. El vestíbulo ovalado estaba lleno de mobiliario roto y cascotes. El que en sus tiempos fuera un hermoso techo de vidrio se había caído hacía tiempo, permitiendo el paso de la luz natural a lo que de otra forma hubiese sido un interior oscuro. El vidrio crujió y se rompió al pisarlo.

—¿Dónde están los laboratorios principales? —pregunté, sin ganas de estar allí ni un minuto más de lo necesario.

Millon desplegó el plano.

—¿De dónde sacas todo eso? —preguntó Bowden asombrado.

—Lo cambié por un pie de yeti de Cairngorm —respondió Millon, como si hablase de cromos—. Es por aquí.

Recorrimos el edificio, caminando entre escombros y techos parcialmente caídos, hacia la relativamente intacta ala este. Allí el techo había aguantado y nuestras linternas iluminaron despachos y salas de incubadoras cuyas paredes estaban forradas de filas y filas de tanques de líquido amniótico abandonados. En muchos de ellos, los restos licuados de alguna forma de vida potencial se habían asentado en el fondo. Goliath se había largado a toda prisa.

—¿Qué era esto? —pregunté, con una voz apenas
más
alta que un susurro.

—Esto era… —murmuró Millon, consultando el plano—. La instalación principal de creación de tigres dientes de sable. El ala neandertal debería estar por ahí; la primera a la derecha.

La puerta estaba atrancada, pero reseca y podrida, por lo que no hizo falta mucha fuerza para abrirla. Había papeles por todas partes, que habían intentado destruir sin demasiado entusiasmo. Nos quedamos en la entrada y dejamos que Stiggins entrase solo. La habitación medía unos treinta metros de longitud por unos diez de anchura. Se parecía a la instalación de los tigres, pero los frascos de líquido amniótico eran más grandes. Las tuberías de vidrio para los nutrientes todavía estaban en su lugar y me estremecí. Para mí, la sala era innegablemente inquietante, pero para Stig era su primer hogar. Él, junto con muchos miles de sus compañeros otrora extintos, se habían desarrollado allí. Yo había secuenciado a
Pickwick
en casa, con simples utensilios de cocina, y la había gestado a partir de un huevo de ganso sin núcleo. Pájaros y reptiles eran una cosa; el cultivo umbilical de mamíferos era algo completamente diferente. Stig caminó con cuidado entre las tuberías retorcidas y el vidrio roto hasta una puerta situada al fondo y encontró la sala de procesamiento, donde sacaban a los bebés neandertales de los tanques para que respirasen por primera vez. Más allá estaba el nido donde habían cuidado de los pequeños. Seguimos a Stig. Estaba de pie junto a un ventanal con vistas al embalse.

—Cuando soñamos, soñamos con esto —dijo en voz baja. Luego, considerando claramente que perdíamos el tiempo, regresó a la sala de incubación y se puso a rebuscar en archivadores y cajones. Le dije que nos reuniríamos fuera y me uní a Millon, que intentaba descifrar la disposición de la planta.

Después de caminar en silencio por varias salas con más filas de tanques de líquido amniótico, llegamos a una zona de seguridad con puertas de acero. Las puertas estaban abiertas y pasamos, entrando en lo que fuera en su momento la zona más secreta de las instalaciones.

A los doce pasos más o menos, el pasillo desembocaba en un salón enorme, y supimos que habíamos encontrado lo que buscábamos. En el interior de la enorme sala habían construido una copia exacta del teatro Globo. El escenario y las filas de asientos estaban forrados de hojas arrancadas de obras de Shakespeare, con muchas anotaciones en tinta negra. En la sala contigua encontramos un dormitorio con capacidad para doscientas camas. Toda la ropa de cama estaba amontonada en una esquina, los somieres estaban rotos y deformados.

—¿Cuántos crees que pasaron por aquí? —preguntó Bowden en un susurro.

—Cientos y cientos —respondió Millon, sosteniendo un ejemplar gastado de
Dos caballeros de Verona
con el nombre «Shaxpreke, W., 769» en la tapa. Cabeceó apenado.

—¿Qué habrá sido de ellos?

—Están muertos —dijo una voz—, ¡tan muertos como un ducado!

33 Shgakespeafe

DRAMATURGO AFIRMA: «EL MUNDO ENTERO ES UN ESCENARIO»

Tal fue la analogía acerca de la vida que hizo ayer el señor William Shakespeare en el estreno, en el Globo, de su obra más reciente. El señor Shakespeare continuó comparando las obras de teatro con las siete fases de la vida declarando que «hombres y mujeres no son más que actores: tienen sus entradas y salidas, y un hombre a lo largo de su vida interpreta muchos papeles». La última obra estrenada del señor Shakespeare, una comedia titulada
Como gustéis
, obtuvo críticas muy dispares. Según
Southwark Gazette
se trata de una «hilarante comedia en la mejor tradición del género», mientras que
Westminster Evening News
la describió como una «porquería de mal gusto sacada de la letrina de Warwickshire». El señor Shakespeare se negó a hacer comentarios, ya enfrascado en la continuación.

Blackfriars News
, septiembre de 1589

Nos volvimos hacia un hombre bajo, con el pelo revuelto y descuidado, que estaba de pie en la puerta. Vestía ropa isabelina que había visto mejores días y llevaba los pies envueltos en trozos de tela a modo de improvisados zapatos. Se estremecía nerviosamente y tenía un ojo cerrado… Pero exceptuando esos detalles, su parecido con los Shakespeares que Bowden había encontrado era innegable. Un superviviente. Di un paso al frente. Tenía la cara marcada y arrugada, los dientes que le quedaban negros y desportillados. Debía tener al menos setenta años, pero no importaba. El genial Shakespeare había muerto en 1616 pero, genéticamente hablando, estaba con nosotros.

—¿William Shakespeare?

—Soy en efecto un William, señor, y mi nombre es Shgakespeafe —corrigió.

—Señor Shgakespeafe —empecé de nuevo, sin estar del todo segura de cómo explicarle lo que quería—, me llamo Thursday Next y tengo a un príncipe danés que requiere de su ayuda urgente.

Me miró a mí, miró a Bowden y luego a Millon, para luego mirarme otra vez a mí. A continuación una sonrisa iluminó sus rasgos envejecidos.

—¡Oh, maravilla! —dijo al fin—. ¡Qué asombrosa es la humanidad! ¡Qué mundo maravilloso el que contiene a tales personas!

Avanzó y me estrechó la mano con calidez; no daba la impresión de haber pasado mucho tiempo solo.

—¿Qué fue de los otros, señor Shgakespeafe?

Nos indicó que le siguiésemos y luego salió disparado como una gacela. Tuvimos que esforzarnos para mantenernos a su altura mientras volaba por los pasillos laberínticos, esquivando con habilidad los restos y las máquinas rotas. Le dimos alcance cuando se detuvo frente a una ventana sin cristal que daba a lo que antes había sido una enorme zona para hacer ejercicio. En el centro había dos montículos cubiertos de hierba. No hacía falta mucha imaginación para deducir qué había debajo.

—Oh, corazón, pesado corazón, ¿por qué suspiras sin romperte? —musitó Shgakespeafe con pena—. Después de la masacre de tantos compañeros por la falsedad y la traición, ¿cuándo serán conquistados nuestros grandes regeneradores?

—Me gustaría decir que vengaremos a sus hermanos —le dije con tristeza—. Pero, sinceramente, los responsables ya han muerto. Sólo puedo ofrecerle, y a cualquier superviviente, mi protección.

Escuchó atentamente cada una de mis palabras y pareció impresionarle mi sinceridad. Miré más allá de las fosas comunes de los Shakespeares hasta otros montículos. Creía que podían haber clonado dos docenas o así, no cientos.

—¿Hay algún otro Shakespeare más? —preguntó Bowden.

—Sólo yo… Sin embargo la noche resuena con los gritos de mis primos —respondió Shgakespeafe—. Pronto los oirán.

Y como en respuesta a sus palabras, llegó un extraño grito desde las colinas. Habíamos oído algo similar cuando Stig se había encargado de la quimera, allá en Swindon.

—No estamos seguros, Clarence, no estamos seguros —dijo Shgakespeafe, mirando nerviosamente a su alrededor—. Seguidme y prestadme vuestros oídos, amigos.

Nos guio por un pasillo hasta una sala repleta de escritorios ordenadamente dispuestos en hileras, cada uno con una máquina de escribir. Sólo una de las máquinas de escribir parecía seguir funcionando; a su alrededor había montones y montones de hojas mecanografiadas: el resultado de la producción de Shgakespeafe. Nos llevó hasta ella y nos dio a leer parte de su obra, mirándonos expectante mientras nosotros recorríamos las páginas con los ojos. Desgraciadamente, no era nada especial: simples fragmentos de obras ya existentes unidos entre sí para dotarlos de un nuevo significado. Intenté imaginarme toda aquella sala llena de clones de Shakespeare tecleando en sus máquinas de escribir, con la cabeza llena de las obras del Bardo, y a los científicos caminando entre ellos e intentando encontrar uno, sólo uno, que tuviese al menos la mitad de talento que el original.

Shgakespeafe nos llamó al despacho contiguo a la sala de escritura, y allí nos mostró montones y montones de papeles, todos envueltos en papel marrón, con el nombre de un clon de Shakespeare impreso en la etiqueta. A medida que la producción de obras superaba la capacidad para evaluarla, los encargados se limitaban a archivar lo escrito y almacenarlo para que lo examinase un anónimo empleado del futuro. Volví a mirar el montón de papeles. En ese almacén debía de haber veinte toneladas o más. Por un agujero del tejado había entrado la lluvia y buena parte de aquella pequeña montaña de prosa estaba húmeda, mohosa y era inestable.

—Llevaría una eternidad examinar todo esto en busca de algún material de genio —comentó Bowden a mi lado. Quizás, al final, el experimento había tenido éxito. Quizás en la fosa común de allí fuera había enterrado un genio como Shakespeare, con su obra igualmente enterrada en las profundidades de prosa ininteligible que mirábamos. Era poco probable que llegásemos a saberlo, y de hacerlo no aprenderíamos nada nuevo… excepto que se podía hacer y que otros podrían intentarlo. Tenía la esperanza de que la montaña de papel se fuese descomponiendo lentamente. En su búsqueda del gran Arte, Goliath había cometido un crimen que superaba cualquiera que le hubiese visto cometer hasta entonces.

Millon sacó fotos, iluminando con el flas el interior oscuro del
escritorium.
Yo me estremecí y decidí que tenía que alejarme de la opresión del interior. Bowden y yo fuimos hasta la entrada del edificio y nos sentamos entre los escombros de los escalones, justo al lado de una estatua caída de Sócrates que sostenía una inscripción que proclamaba la importancia de buscar el conocimiento.

—¿Crees que tendremos problemas para convencer a Shgakespeare para que venga con nosotros? —preguntó.

Como si quisiera respondernos, Shgakespeafe salió cautelosamente del edificio. Llevaba una maleta destrozada y parpadeó a la luz del sol. Sin esperar a que le dijésemos nada, se subió al coche y se puso a garabatear en un cuaderno con un trocito de lápiz.

—¿Responde eso a tu pregunta?

Delante de nosotros el sol se hundió detrás de la colina y, de pronto, el aire se enfrió. Cada vez que se oía un ruido extraño proveniente de las colinas, Shgakespeafe daba un salto y miraba nerviosamente a su alrededor para luego seguir escribiendo. Yo estaba a punto de entrar a recoger a Stig cuando éste salió del edificio cargado con tres enormes volúmenes encuadernados en piel.

—¿Has encontrado lo que necesitabas?

Me pasó el primer libro, que abrí al azar. Era, descubrí, un manual biotecnológico de Goliath para crear un neandertal. La página por la que lo había abierto contenía una descripción detallada de una mano de neandertal.

—Un manual completo —dijo lentamente—. Con él podemos fabricar niños.

Le devolví el volumen y él metió los tres en el maletero. En la distancia oímos otro aullido ultraterrenal.

—¡Un mortal —musitó Shgakespeafe, hundiéndose en el asiento—, como la vida y la muerte separándose!

—Será mejor que nos marchemos —dije—. Ahí fuera hay algo, y me da en la nariz que será mejor que nos marchemos antes de que le pique la curiosidad.

—¿Una quimera? —preguntó Bowden—. En realidad, hemos visto un total de cero quimeras desde que entramos aquí.

—No las vemos porque no desean ser vistas —comentó Stig—. Aquí hay quimeras. Quimeras peligrosas.

—Gracias, Stig —dijo Millon, limpiándose la frente con un pañuelo—, eso ha sido todo un alivio.

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