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Authors: Carl Bowen

Tags: #Fantástico

Caminantes Silenciosos (14 page)

BOOK: Caminantes Silenciosos
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—Concédenos tu gracia y tu poder —continuó el Danzante de la Espiral Negra—, y castiga nuestros pecados así como nosotros castigamos los de nuestros semejantes.

El objeto de la atención del Viento Errante era uno de los tres Danzantes de la Espiral Negra que se arracimaban alrededor de un ara impía, rodeados a su vez por una hueste de Ooralath y Scrags. El altar erigido en el centro de aquella horrenda congregación consistía en cuatro cadáveres sentados en el suelo espalda contra espalda, unidos entre sí por sus propios intestinos entrelazados. La cabeza de cada fallecido pendía sobre su pecho; un quinto cuerpo se había tendido sobre sus hombros, a modo de superficie de una mesa. Las heridas de ese cadáver se abrían al desigual firmamento cuajado de nubarrones, y una luz enfermiza refulgía en algún lugar de su estómago descuartizado.

—¿Qué está haciendo? —susurró Conrad, que luchaba por mantener el control de sí mismo—. Ésos son el Guardián y el Guarda del Descanso del Búho. ¿Qué les está haciendo ese hijo de puta?

Todo el mundo miró a Melinda, que se limitó a menear la cabeza.

—No lo sé. Un rito de alguna clase, pero no lo conozco.

—¿Tiene la piedra del sendero? —murmuró Ivar.

—Ese cuerpo… encima de esa… cosa, es el del Guarda —dijo Conrad. Tragó saliva y apartó la vista del altar de los Danzantes—. Si lo tienen, se habrán hecho también con la piedra.

—No nos dejes caer en la debilidad —continuó el Danzante—, para que podamos librarte de todo mal.

—Debe de estar intentando conectar con los demás túmulos —dijo Mephi—. Tal y como predijo el margrave.

Hemos llegado demasiado tarde
, se lamentó Cazadora de Lluvia. Su rabo pendía lacio, agachó la cabeza.

—No —dijo Melinda—. Eso lo haría en el Descanso del Búho. Allí es a donde conducen los puentes lunares, no aquí. Además, esto no parece un rito normal. Es una invocación, de eso estoy segura.

—Tuya sea la sabiduría, el honor y la gloria, por los tiempos de los tiempos —concluyó el Danzante—.
In nomine vermiis
. —Los otros dos que lo acompañaban levantaron la cabeza de lo que parecía ser una actitud de oración reverente y miraron alrededor. El hombre lobo anaranjado en forma de Crinos se volvió hacia el orador. El otro Danzante permaneció en forma homínida, y escrutó los alrededores con más atención. No vio al Viento Errante, pero parecía tenso y suspicaz.

—No me lo puedo creer —musitó Melinda. Su súbito arranque de rabia apenas le dejaba pronunciar las palabras—. Sigue con vida.

—Traidor —escupió Ivar.

—¿Quién? —preguntó Mephi.

—El de la derecha —explicó Conrad—. Se llama Eric Roba el Fuego. Es uno de los Guardianes del clan del Descanso del Búho. Era. Ahora, parece que esté…

—Muerto —masculló Ivar. Apretó el mango de su martillo de guerra con tanta fuerza que la madera crujió—. Murió el día en que consintió la violación de su túmulo.

No es lo primero
, roncó Cazadora de Lluvia.
La piedra del sendero
.

—Exacto —convino Melinda, clavando puñales con los ojos en la espalda del traidor—. Sea lo que sea lo que estén haciendo con ella esos tres, tenemos que evitarlo.

—Pero, ¿qué están haciendo? —preguntó Conrad—. ¿Y cómo vamos a llegar hasta allí con todas esas Perdiciones de por medio?

—Padre —dijo el alto Danzante, con los brazos tendidos hacia el cielo. Sostenía en la mano derecha un trozo ennegrecido de algo que los silenciosos testigos no pudieron distinguir recortado contra el firmamento nocturno. Podría tratarse de la escama de un dragón, o del diente del tiburón más viejo y de mayor tamaño del océano. Se había practicado un agujero en su cara roma, de modo que el Danzante pudiera esgrimirlo como si de una puntilla se tratara—. Tu Hijo Olvidado yace prisionero y aletargado en la lejana tierra del sur. Pese a todo tu poder y a tu presencia en este lugar, tu Hijo Olvidado no puede despertar.

Mephi miró a Melinda con ceño interrogante, pero ella se limitó a componer un rictus de confusión y se encogió de hombros.

—¿Cuánto tiempo vamos a quedarnos aquí sentados? —susurró Conrad, con voz ronca—. Buscadora de Luz, vamos…

Chis
, instó Cazadora de Lluvia.

—No —dijo Melinda, estudiando el terreno que los separaba de los Danzantes y de la piedra del sendero que habían venido a recuperar—. Tiene razón.

—Pero ahora —continuó el Danzante— nos has mostrado el camino. Nos has concedido tu visión, y ésta nos ha abierto los ojos. Calcina nuestra ignorancia, oh Padre, y permítenos recordar a tu Hijo Olvidado. Ofrendamos estas almas sin santificar. Las encomendamos a tu servicio.

Mientras hablaba el Danzante, el esperpéntico altar dispuesto a sus pies comenzó a estremecerse. Los ojos de los cadáveres que componían la base se abrieron de golpe, y un aullido de ultratumba brotó de sus gargantas. Las piernas de los hombres lobo fallecidos comenzaron a golpear el suelo, y sus brazos se elevaron como las articulaciones de unas marionetas sujetas a hilos enredados. Cada uno de los cadáveres se aferró a una de las extremidades del Guarda, lo tensaron y lo levantaron en volandas. El cuerpo osciló estirado entre sus brazos extendidos, a punto de rasgarse bajo su propio peso, tal era la gravedad de sus heridas. La enfermiza luz roja emanó de él con mayor intensidad, y el fantasmagórico aullido seguía emanando, ininterrumpido, de las bocas de los difuntos Garou. Los dos Danzantes que no estaban hablando hincaron una rodilla en el suelo, y todas las Perdiciones de las inmediaciones comenzaron a bambolearse en su sitio.

—Ayúdanos a recordar, Padre —dijo el Danzante, sosteniendo la daga por encima de su cabeza, con ambas manos—. ¡Concédele a tu Hijo Olvidado la fuerza para derribar los muros de su prisión! ¡Muéstranos las cadenas que lo atan, para que podamos liberarlo!

Mientras hablaba, un fulgor verde emanó de la punta de su puñal; su fea luz lo bañó junto a sus dos compañeros de manada. El brillo aumentaba a la par que el volumen de su voz.

—¿Cuál es tu plan, Buscadora de Luz? —preguntó Mephi, procurando que su desesperación no asomara a su voz.

—Allí. —Melinda señaló a un punto más allá de los tres Danzantes de la Espiral Negra—. ¿Veis esa línea elevada que discurre desde aquí hasta detrás de ellos?

—Sí —afirmó Conrad.

También Mephi la veía. Parecía una mera banda de frenado, salvo por el hecho de que recorría casi doscientos metros por terreno descubierto antes de desaparecer. Otras líneas similares ampollaban el resto de la piel de la Cloaca. Desde la cima que le había otorgado al Viento Errante su primera vista de la Cloaca, Mephi había reconocido aquellos verdugones. Señalaban las bóvedas de los túneles del Wyrm. La protuberancia a la que se refería Melinda pasaba a tres metros escasos del altar, y discurría en línea recta hasta un punto próximo al borde de la elevación tras la que se ocultaba el Viento Errante en esos momentos.

—Bien —le dijo Melinda a Conrad—. Tú vienes conmigo. Adopta tu forma de Lupus y sujeta ese hilo.

—Buscadora de Luz, ¿has perdido la cabeza? —dijo Mephi.

—Ivar, Cazadora de Lluvia, sabéis en qué estoy pensando —continuó Melinda, haciendo caso omiso de la protesta de Mephi—. Igual que sabéis lo que necesito.

—Una distracción —dijo Ivar, impertérrito.

—Una distracción de la hostia —puntualizó Conrad. Todavía no había cambiado de forma, y su piel se veía mucho más pálida que hacía un instante—. Jesús, Melinda…

—Los ojos a distraer son demasiados —dijo Mephi—. Tu idea es suicida.

—A mi no me hables —dijo Melinda. Señaló a Ivar y a Cazadora de Lluvia—. Ayúdales a pensar en cómo conseguir que todos esos ojos miren hacia otro lado.

—Veinte alientos largos para cubrir esa distancia. Luego crece y sal del suelo. No te pares.

Melinda asintió y miró a Conrad.

—¿Ha quedado claro?

Conrad asintió con la cabeza.

—Bien. Ahora, que no cunda el pánico. Es un trecho corto, y parece que todas las Perdiciones están en la superficie. No tendremos motivos para asustarnos hasta que salgamos por la otra punta. ¿Preparado?

Conrad se enderezó, inhaló una honda bocanada, agarró el cordón con su colgante de cristal entre los dientes y asumió su forma de Lupus.

—Morid bien —les dijo Ivar a los dos—, o no muráis.

Melinda asintió con gesto solemne, antes de volverse hacia Mephi. Le dio un apretón en el hombro y lo miró a los ojos.

—No es tanto lo que te pedimos. Tan sólo danos una distracción, y que sea buena. Contamos contigo.

Mephi se mordió la lengua, a sabiendas de que las protestas no conducirían a nada. Se limitó a asentir, con gesto contrito, y a decir:

—No te decepcionaré.

Melinda esbozó una sonrisa impávida y se volvió hacia Conrad.

—Por aquí, Piedras. —Señaló el borde de la elevación más próximo al extremo del túnel del Wyrm—. Vamos a cavar aquí.

Capítulo dieciséis

Espina de Alcaudón sostuvo el puñal por encima de su cabeza, con ambas manos, mientras crecía la bola radiante de energía de su punta. Sus compañeros de manada permanecieron paralizados por el asombro, y las Perdiciones sirvientes que los atendían se encontraban al borde de un paroxismo reverente. Los sacrificios que conformaban el altar chillaron. Había llegado la hora.

—¡Ahora, Padre! —aulló, asumiendo su forma de Glabro, movido por la exultación—. ¡Ahora, concédele fuerza a tu Hijo Olvidado! ¡Arrójalo contra los barrotes de su prisión! ¡Otórgale tu tormento! ¡Imbúyelo de tu poder!

Aquel poder fluyó a través de Espina de Alcaudón, enalteciéndolo aún más, hasta su forma de Crinos, para converger en un cegador sol de Pira de Corrupción por encima de su daga. Oleadas de energía invisible emanaron de ella, aniquilando a las Perdiciones menores, revolcando por el suelo a los espíritus más poderosos, y llegando a obligar a arrodillarse a sus compañeros de manada. Empero, Espina de Alcaudón permanecía de pie. Era el ojo de la tormenta. Era la voz del torbellino. Por un glorioso y atroz momento, fue el Wyrm, el Descreador, el Equilibrio. Con un aullido torturado y extasiado, clavó el flamante puñal que sujetaba en la piedra del sendero, empapada de sangre, que descansaba en el centro de su ara.

Cuando el poder del Wyrm se estrelló contra la piedra del sendero, se produjo una única nota, estridente y discordante, que resonó entre las Urdimbres y sobre la mismísima superficie de la Celosía, ondulando sobre el mundo espiritual igual que una película de agua estancada. Ni la piedra ni el puñal se rompieron, pero el altar impío bajo ellos se desmoronó y quedó destruido. Incluso las Perdiciones más estólidas de las inmediaciones resultaron aniquiladas, donde sólo permanecieron ilesos los Ooralath y los Scrags más resistentes. Astillahuesos y Tajo Infectado se desplomaron, y el más próximo de los túneles del Wyrm se derrumbó. Los chillidos y los gañidos del poder acumulado se desvanecieron, dejando a la Cloaca y a la Penumbra circundante sumidos en un silencio sobrecogedor en kilómetros a la redonda. De Espina de Alcaudón, no quedaba ni rastro.

Capítulo diecisiete

En algún lugar muy lejano, hacia el sur, algo se agitó. Era un ser aprisionado durante mucho tiempo, al igual que la entidad más antigua que lo había engendrado, pero dotado de una malevolencia mucho más activa. Ese ser vio unos ojos plateados como cabezas de alfileres y escuchó una voz apagada y reverente que lo instaba a levantarse. La diminuta voz le pedía que despertara y que cumpliera con la voluntad de su padre, al igual que hiciera en un tiempo ya olvidado. Alababa, insistía y ordenaba, aquella voz diminuta. Enfurecido porque aquel ser insignificante le exigiera lo imposible, la entidad lo devoró. Sin embargo, cuando la voz se hubo callado, la entidad no pudo recuperar el sueño. Volvía a ser consciente de su encarcelamiento, de que hacía tiempo que había sido olvidado.

Aquellas revelaciones enfervorizaron a la entidad, que comenzó a flexionar sus articulaciones, entumecidas por el letargo. Cuando aquellos denuedos se hubieron demostrado vanos, la entidad se debatió con todas sus fuerzas y bregó con sus ataduras. Los grilletes se tensaron y amenazaron con ceder, pero al final resistieron. Cegada por la frustración, la entidad se arrojó contra los barrotes de su prisión, decidida a ganarse su libertad o a perecer en el intento. Ni siquiera aquel esfuerzo dio resultado, no obstante, y la entidad se desplomó.

Llegada a aquel punto, la entidad hubiera devorado su propia cola y se hubiese concedido la bendición del olvido, de no ser porque la repentina sacudida de una de sus cadenas, a lo lejos, en el norte, había renovado sus esperanzas.

Capítulo dieciocho

Mucho después de la explosión de energía, Mephi se incorporó por fin, parpadeó para combatir las motas de luz que le nublaban la vista y sacudió la cabeza para despejarse. El fango maloliente se adhería a él; la cabeza de cobra de su cayado tenía la boca llena de limo. Aferrado al bastón, se apresuró a escudriñar la zona en busca de supervivientes de… lo que fuese que había ocurrido. Ivar se erguía tan orgulloso y firme como una montaña a algunos metros de distancia, y Cazadora de Lluvia volvía a incorporarse a escasa distancia de él. Ambos miraron a Mephi, y los tres volvieron la cabeza en dirección al trío de Danzantes de la Espiral Negra.

Casi todas las Perdiciones que se habían encontrado en un radio de cincuenta metros de los Danzantes se estaban desintegrando para reformarse en alguna otra parte, y las que permanecían allí estaban dispersas y aturdidas. Dos de los Danzantes parecían ilesos, pero el tercero yacía de bruces en forma homínida. Los otros dos se miraron entre sí como si cada uno esperara una orden del otro. Al parecer, no sabían mejor que Mephi qué era lo que había ocurrido. Habían estado de pie, se había producido una explosión y luego… nada.

Mientras la mente de Mephi trabajaba a toda máquina, se percató de que Ivar y Cazadora de Lluvia habían vuelto la vista atrás, hacia el río Tisza. Mephi siguió la dirección de sus miradas, y lo que vio sólo logró confundirlo aún más. Un brillante rayo de luz manaba de alguna parte hacia el sur y se extendía por la tierra de la Penumbra hasta un punto situado a varios cientos de metros hacia el norte; presumiblemente, debía de tratarse del resultado del rito que habían llevado a cabo los Danzantes. Mephi hizo visera sobre sus ojos con una mano y vio que el rayo parecía estar compuesto por una intrincada trenza de hebras de Urdimbre. Se perdía en la lejanía, pero zumbaba a causa de la tensión, como si lo que hubiera en el extremo sur estuviera tirando de él con todas sus fuerzas.

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