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Authors: Carl Bowen

Tags: #Fantástico

Caminantes Silenciosos (16 page)

BOOK: Caminantes Silenciosos
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Al mismo tiempo, Ivar pegó un acelerón nacido de su rabia y adelantó a los dos Danzantes que seguían arrastrando los pies por el cieno, hombro con hombro, para responder a la Llamada de Auxilio de su compañero de manada. Sin embargo, en lugar de atacarlos, los derribó al suelo de sendos empellones con los hombros y atajó por en medio de ellos. Su torva mirada no se despegaba del Danzante de la Espiral Negra cuya mano se había alzado para rematar a Melinda Buscadora de Luz.

Cazadora de Lluvia destripó al Scrag de su izquierda, pero el que tenía a su derecha la inmovilizó en el suelo con una larga garra. El Ooralath que había esquivado hacía un momento acortaba distancias a su espalda.

Mephi e Ivar llegaron al mismo punto del campo de batalla con un margen de diferencia de una fracción de segundo. Mephi, cuya velocidad proyectaba una estela de barro a su paso, se agachó e izó a Melinda en un resbaladizo picado que se convirtió en un resbaladizo bloqueo que, a su vez, concluyó con un desgarbado batiburrillo de piernas y brazos entrelazados que alejó a la pareja del peligro. Mientras rodaban, Ivar saltó hacia delante y estrelló su martillo de guerra contra la cabeza del Danzante herido, con todas sus fuerzas. El puñal ritual clavado en el ojo del Danzante salió disparado por la parte posterior de su cráneo, para clavarse en el fango como una flecha. El cuerpo del Danzante menguó hasta convertirse en un destrozado cascarón homínido, que se desplomó encima del cuchillo. Ivar volvió a golpear la deforme cabeza con su martillo de guerra, para no correr riesgos. Con la barbilla y el pecho salpicados de sangre y astillas de hueso, se giró para ver dónde se habían detenido Mephi y Melinda. Mephi, todavía en forma de Crinos, se puso de pie sujetando en sus brazos a Melinda y su cayado.

—¿Vive? —gruñó Ivar. Sus ojos repararon en los dos Danzantes restantes, que salían ya de la zona fangosa. También miró más allá de ellos, hacia el lugar donde esperaba encontrar a su compañera de manada.

Mephi se encogió de hombros.

—No lo sé. ¿Dónde está Cazadora de Lluvia?

Sin perder de vista a la pareja de Danzantes, Ivar zangoloteó la cabeza.

—La abrumaron. Eran demasiados, ha sido muy rápido.

Cerca de la elevación donde había estado Ivar, Mephi vio un contingente de al menos tres Scrags y toda una manada de Ooralath, apiñados igual que una bandada de cuervos famélicos. Uno de los Ooralath salió disparado del montón y se desplomó de espaldas, pero los demás cerraron filas. A menos distancia, los dos Danzantes y las Perdiciones restantes comenzaban a acortar distancias con paso lento pero seguro. Lo único que podían hacer Mephi e Ivar por Cazadora de Lluvia era llorar su muerte. Y vengarla.

—¿Ahora qué?

—Fracasamos —dijo Ivar, con los hombros abatidos por la resignación—. Plantaremos cara aquí.

Mephi calculó el despliegue de fuerzas al que se enfrentaban y se mostró de acuerdo. Cuando se disponía a tender el cuerpo de Melinda en el suelo para unirse a Ivar, la mujer se aferró a la banda de oro que le rodeaba el bíceps y se obligó a abrir los ojos.

—La tengo —susurró—. La piedra.

—Por los dientes de Set —boqueó Mephi. Levantó la cabeza y dijo—: Ivar, está viva. Tiene la piedra del sendero.

Ivar les lanzó a sus compañeros una rápida mirada esperanzada y exhaló un suspiro. Se giró para enfrentarse a la horda de engendros del Wyrm.

—Marchaos —dijo, por encima del hombro—, antes de que os acorralen. Llévala a casa.

—Tú también puedes escapar. Esto no…

—Yo me quedo —gruñó Ivar—. Mientras me quede aliento, no os perseguirán. ¡Marchaos!

Mephi se mordió la lengua para acallar otra protesta y se dio la vuelta, con Melinda entre sus brazos. Sabía que discutir no conduciría a nada.

—Te recordarán —murmuró. Dicho lo cual, invocó de nuevo el Don del guepardo y se abalanzó sobre un hueco en medio del grupo de Psicomaquias y Scrags que se le acercaban por la espalda.

Cuando se hubieron ido, Ivar invocó el terrible semblante de Fenris y profirió un feroz rugido, tal y como le habían enseñado los lobos espíritu de su tierra natal. El alarido era una promesa de agonía visceral y muerte lenta para cualquiera que se pusiera a su alcance. Los dos Danzantes se detuvieron por un instante, arredrados ante la ferocidad del porte del guerrero solitario, pero la superioridad de su número y la presencia del toque de su Padre en aquel páramo les infundieron valor. Con un singular aullido para rivalizar con el rugido de desafío de Ivar, cargaron contra él, a la cabeza de una falange de Perdiciones.

Capítulo veintiuno

La senda lunar que alejaba a Mephi de la Cloaca del Tisza era estrecha y traicionera, rota y obscurecida en parte por un manto de nubes, pero Mephi no aminoró mientras corría por ella. Con Melinda a cuestas como si de una muñeca inerte se tratara, pasó por delante de Lúnulas como si estuviesen inmóviles, y se adentró en la Umbra con Ooralath furibundos e infatigables pisándole los talones. En un suspiro, las márgenes del sendero se cubrieron de densas volutas arremolinadas, y la obscenidad de la Cloaca se quedó atrás.

Algunos de sus Ooralath perseguidores se salieron del sinuoso sendero y desaparecieron en la niebla, atrapados quizá por las feroces criaturas que acechaban ocultas a la vista. Otros se vieron interceptados por las Lúnulas que vigilaban el camino. Las Lúnulas, todavía excitables y sulfuradas por el reciente paso de la luna llena, se abalanzaban enloquecidas sobre aquellos intrusos. La única que consiguió acercarse a Mephi se encontró con la hoja de su
d´siah
clavada en un ojo antes de salirse del sendero entre alaridos de dolor.

El subconsciente de Mephi registraba aquella información, pero él no le prestaba atención. Corría con abandono, sujetando a Melinda con fuerza y sin salirse de la senda más por la fuerza de la costumbre y gracias a la suerte que por habérselo propuesto. Sus largas zancadas lo acercaron a escasos kilómetros de la Cicatriz, un caprichoso infierno industrial de Urdimbres, humo de Piras de la Corrupción y aplastantes ingenios metálicos. Sus largas zancadas lo condujeron a las proximidades del desolado y ensangrentado Campo de Batalla, donde el crujido de los huesos de cachorros se mezclaba con el eco de los cañonazos. Sus largas zancadas lo llevaron incluso a bordear el perímetro de seguridad del Ciberreino, donde la información era la moneda de cambio y los sueños de los Incarna de la Máquina zumbaban en el aire igual que impulsos eléctricos. Mephi esquivó todos aquellos lugares, a sabiendas de que Melinda y él quizá no regresaran con vida si buscaban asilo en el interior de alguno.

Corrió entre largas hebras de Urdimbres, coronó colinas compuestas de sombras y atravesó vaporosos velos de gasa espiritual que desaparecían como la música de un sueño al despertar. Ascendió una escalera cuyos peldaños eran los lomos de Arañas Tejedoras y vadeó una corriente de ruido helado. La tierra que lo rodeaba se desdibujaba y se plegaba a lo largo de múltiples ejes, para congelarse perfectamente geométrica durante un instante sublime con cada una de sus pisadas. Corrió sin concederse un respiro, perdiendo a sus perseguidores uno a uno, hasta que se hubo perdido sin remedio en el reino sin cartografiar de sueño, espíritu y creación que era la Umbra. Sólo el sendero permanecía constante.

Pero no podía correr eternamente. Al cabo, incluso su prodigiosa resistencia se agotó, y trastabilló. El agotamiento le obligó a caer de rodillas, y se desplomó en un extraño cruce del sendero que parecía estar compuesto por entero de esquinas. Apoyó a Melinda en el suelo, con delicadeza, antes de dejarse caer a cuatro patas junto a ella e intentar recuperar el aliento. Había corrido más y más rápido en otras ocasiones, pero nunca con una carga tan importante a cuestas. Sus jadeos y sus resoplidos arremolinaban la bruma que bordeaba el sendero.

Cuando la sensación de desmayo le hubo abandonado, asumió su forma de Homínido y se sentó sobre sus talones. Miró a Melinda, que estaba parpadeando, intentando enfocarle.

—Lin —dijo, con el corazón en un puño—. Buscadora de Luz. ¿Puedes oírme?

—Mephi. —La voz de Melinda era la sombra de un susurro—. La cogí. Lo hice bien, ¿a que sí?

Mephi abrió la bolsa de la mujer y encontró la piedra del sendero del Descanso del Búho en su interior, pegada a causa de la sangre y el barro a un mapa topográfico doblado de cualquier manera.

—Sí —respondió, en voz baja—. Lo has hecho muy bien, Buscadora de Luz.

Melinda asintió sin fuerzas, torció el gesto y esputó una flema negruzca.

—Algo va mal —gorjeó, tragándose la mitad de lo que le había subido por la garganta—. No puedo curarme.

Mephi levantó el faldón de la destrozada camisa de Melinda y vio lo que le había hecho el Danzante de la Espiral Negra. Melinda soltó un grito entre dientes cuando la tela se adhirió a la herida pegajosa, antes de desprenderse con dificultad. Cinco agujeros irregulares le habían destrozado el estómago. Los bordes presentaban un gangrenoso tono negro azulado. Una cicatriz negra y antinatural bordeaba y atravesaba la lesión, reluciendo como las encías de un leproso.

—Mala pinta.

Mephi asintió, sin mirar a Melinda a los ojos.

—Muy mala.

—Entonces, toma. —Empujó su bolsa hacia él—. Coge la piedra. Sigue adelante.

—No digas eso —gruñó Mephi, desesperado, plantando el puño en lo alto de la bolsa—. Tú la llevas y yo te llevo a ti.

—No. —Melinda levantó la cabeza y se obligó a abrir más los ojos—. Ya no puedes cargar más conmigo.

Pese a su agotamiento, Mephi cerró los ojos y meneó la cabeza.

Melinda asió uno de sus brazaletes y dijo:

—No discutas. Cuando la luna se oculte, no estarás a salvo aquí por mucho tiempo. Te quedarás atrapado. Tienes que irte.

—No, Lin. No voy a…

—La gente… —comenzó Melinda, antes de que otra flema asfixiante estrangulara su voz—. La gente cuenta con que les lleves esta piedra del sendero. Cuentan contigo.

—Tengo que ponerte a salvo.

—Moriremos los dos. Si esas Perdiciones no nos encuentran, lo harán otras. U otros seres aún peores, procedentes del interior. No seas estúpido.

—No sería la primera vez. —Mephi le apartó el cabello del rostro a Melinda con una mano. Con la otra arañaba el suelo, presa de la frustración y la impotencia—. Melinda, lo que te dije antes acerca de por qué te abandoné era mentira.

—Mephi…

—No me fui porque me temiera que dependías demasiado de mí, Lin —continuó Mephi, acallando las protestas de Melinda, cada vez más débiles—. Me fui porque era yo el que dependía demasiado de ti. Sabía que enloquecería si me quedaba y llegaba a ocurrirte algo. Tenía razón, Lin.

—No te creo —gimió Melinda—. Mephi, vete.

Mephi cerró los ojos con fuerza y negó con la cabeza.

—No, Buscadora de Luz. No puedo. Pero no te preocupes, estaré aquí cuando despiertes. Yo te sacaré de ésta. Ahora, descansa. Cierra los ojos y sueña con tu hogar.

Mephi Más Veloz que la Muerte, ajeno a lo que pudiera ser de ellos, se tumbó en el suelo junto a Melinda y dejó que el agotamiento lo abrumara. Antes de rendirse a la inconsciencia, oyó que Melinda profería un último quejido, y sintió cómo lo rodeaba con un brazo.

Capítulo veintidós

Mephi cerró los ojos y soñó con un infierno de su propia invención que había visitado en numerosas ocasiones a lo largo de los últimos diez años. Se encontraba solo, de pie en una tira vacía de asfalto en algún lugar del centro de Nuevo México. La luna menguante pendía casi al alcance de la mano, y un millón de estrellas titilaban en el firmamento. A dieciocho kilómetros a su espalda estaban el túmulo del Coyote Pintado y Melinda, a quien los lugareños habían bautizado como Buscadora de Luz porque siempre se despertaba con la nariz señalando al sol naciente, daba igual la postura que hubiese adoptado al acostarse.

Muchas veces desde que estuviera de cuerpo presente en aquel lugar, Mephi había soñado que regresaba para revivir el mismo momento fatídico y tomar la misma decisión dolorosa, una y otra vez. No se encontraba lejos del lugar donde había dejado roncando a Melinda. Si se diese ahora la vuelta, todavía podría regresar junto a ella antes del amanecer. Por la mañana, podría unirse a ella en su primer Rito del Tótem, el primero también para él, que los uniría como manada. Si regresaba ahora, Buscadora de Luz y él abandonarían juntos el túmulo y continuarían con la misma vida que habían llevado hasta ese momento. Empero, en todos los sueños que había tenido hasta la fecha, Mephi se limitaba a exhalar un suspiro y a seguir caminando, convencido de que lo que hacía era lo mejor para ambos.

En esta ocasión, no obstante, el sueño era distinto. Su yo onírico tenía la misma edad y el mismo porte que su yo en el mundo de la vigilia. Los detritos de la Cloaca del Tisza le ensuciaban la ropa, y le dolía el costado derecho, donde alguna Perdición al parecer había conseguido arrancarle un trozo de carne al acercarse demasiado. Su cayado estaba cubierto de porquería, y la bolsa de viaje de Melinda (que ahora colgaba de su hombro) estaba empapada de sangre y excrecencias. No le hacía falta mirar para saber que la piedra del sendero del túmulo del Descanso del Búho seguía dentro. Tiraba de la mochila hacia abajo con el peso de cuatro lápidas.

—A ver, ¿qué demonios ocurre aquí? —dijo Mephi, volviendo la cabeza para mirar a la cabeza de cobra que coronaba su cayado.

—Éste es tu hogar —dijo una voz a su espalda. Se volvió para ver un enorme búho de níveo plumaje, posado en una piedra junto a la carretera. El búho lo miró con unos ojos tan antiguos como sagaces—. Tu recuerdo.

—¿Cómo he llegado aquí? ¿Qué estoy haciendo aquí?

—Tuviste un sueño. Un sueño poderoso que te trajo aquí desde el lugar donde te encontrabas.

Mephi se dio cuenta de lo que estaba diciendo el búho, y no le gustó cómo sonaba aquello. De alguna manera, se había salido del sendero lunar que recordaba para adentrarse en la Zona Onírica, que limitaba con todas las capas de la Umbra.

—No quiero estar aquí —espetó.

—Claro que sí. De lo contrario, no habrías venido. Eres un viajero más ducho de lo que tú te crees.

Mephi respondió al cumplido con un gruñido.

—¿Dónde está Melinda? Buscadora de Luz. ¿Dónde está?

El búho giró la cabeza, despacio, en dirección al Coyote Pintado.

—En esa dirección. Moribunda. Muerta ya, probablemente.

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