Read Campeones de la Fuerza Online
Authors: Kevin J. Anderson
Cilghal sólo sabía lo que el Maestro Skywalker le había enseñado: cómo sentir a través de la Fuerza, cómo percibir la esencia de los seres vivos, cómo mover objetos... Tocó a Mon Mothma con corrientes resplandecientes de Fuerza, buscando alguna clase de respuesta o, por lo menos, una idea.
¿Podría utilizar sus capacidades Jedi de una manera distinta que quizá diera nuevas energías a Mon Mothma, ayudando a su cuerpo a recuperar la salud? ¿Podría descubrir algún método de extraer el veneno?
Una posibilidad surgió en su mente de una manera tan repentina como un meteoro cayendo del cielo, y Cilghal vaciló. La magnitud del esfuerzo la dejó asombrada, y sintió el deseo casi automático de expulsar el pensamiento de su cabeza..., pero se obligó a estudiar la idea que se le acababa de ocurrir.
El Maestro Skywalker le había explicado las enseñanzas de Yoda, y su insistencia en que «el tamaño no importa». Yoda había afirmado que hacer levitar todo el caza X de Luke no se diferenciaba en nada de hacer levitar un guijarro.
Aun así, ¿sería capaz Cilghal de dar la vuelta a esas enseñanzas? ¿Podría utilizar su preciso control de la Fuerza para mover algo tan pequeño?
Cilghal clavó sus redondos ojos de calamariana en la agonizante y parpadeó. El cuerpo de Mon Mothma estaba saturado por millones de diminutos nano-destructores
El tamaño no importa...
Pero si conseguía extraer las moléculas destructivas del veneno, si lograba descubrir alguna forma de impedir que Mon Mothma se precipitara por el abismo dentro del que acechaba la muerte..., entonces su cuerpo podría irse recuperando poco a poco con el paso del tiempo.
Cilghal se negó a permitir que sus pensamientos la abrumaran con visiones del número increíblemente elevado de moléculas de veneno existentes. Tendría que irlas moviendo una por una, tirando de cada nano-destructor a través de las paredes celulares para extraerlo del cuerpo agonizante de la líder de la Nueva República.
Cilghal puso sus manos-aleta sobre la piel de Mon Mothma. Tomó su mano izquierda, la levantó por encima de la cama y dejó que sus dedos reposaran sobre un platito de cristal que había sido utilizado para administrar la medicación. Incluso aquel contacto tan suave y delicado bastó para que la frágil piel de Mon Mothma quedara llena de manchas rojizas.
Cilghal abrió de par en par sus puertas mentales y dejó en libertad sus pensamientos, permitiendo que corrientes de la Fuerza fluyeran hacia el cuerpo de Mon Mothma. Dejó que las membranas nictitantes se deslizaran sobre sus enormes ojos de calamariana y empezó a ver con una visión interior, dando comienzo a su viaje por los senderos celulares del organismo de Mon Mothma.
Se encontró en un extraño universo de células sanguíneas que iban y venían velozmente de un lado a otro, neuronas que establecían sus conexiones eléctricas, fibras musculares que se contraían y órganos agotados que ya no eran capaces de seguir desempeñando sus funciones. Cilghal no podía comprender con exactitud lo que veía, pero entendía de una extraña manera instintiva qué partes seguían estando sanas, qué moléculas trataban de mantener con vida a Mon Mothma y cuáles pertenecían al negro azote que estaba acabando con ella.
La Fuerza le permitía utilizar dedos tan infinitamente pequeños e infinitamente precisos que podían aferrar a un nano-destructor y expulsarlo del cuerpo agonizante.
Cilghal encontró más destructores microscópicos y empezó a empujarlos y dirigirlos, alejando el veneno de las células sanas y evitando que produjera nuevos daños.
La tarea era de unas dimensiones tan colosales que rozaban lo incomprensible. El veneno se había extendido, y había creado más y más réplicas de sus moléculas iniciales que habían ido dispersándose por los miles de millones de células del organismo de Mon Mothma. Cilghal tendría que localizar y extraer a todos y cada uno de los nanodestructores.
Después de su primer éxito, Cilghal buscó a otro nano-destructor.
Y luego a otro.
Y a otro.
Y a otro más.
—¿Ha habido algún cambio? —preguntó Leia en el umbral.
Acababa de volver de una reunión en la que el general Wedge Antilles, la doctora Qwi Xux y Han Solo habían informado detalladamente de lo ocurrido durante el asalto a las Fauces.
Leia les había escuchado con fascinación y sin conseguir apartar la mirada ni un instante de su esposo, al que había visto demasiado poco durante los últimos días: pero la preocupación por Mon Mothma siempre estaba agazapada en las profundidades de su mente.
—No ha habido ningún cambio —dijo Ackbar con voz cansada—. Ojalá pudiéramos entender lo que está intentando hacer Cilghal...
La calamariana llevaba nueve horas inmóvil, arrodillada junto a la cabecera de Mon Mothma con sus manos-aleta posadas sobre la piel de la agonizante y sumida en un profundo trance. Los androides médicos no habían esperado que Mon Mothma siguiera viviendo durante tanto tiempo, por lo que el mero hecho de que aún no hubiese sucumbido a la muerte ya significaba algo.
Leia asomó la cabeza por el hueco de la puerta y vio que nada había cambiado. La mano de Mon Mothma yacía sobre un plato de cristal, y gotitas de un líquido grisáceo de aspecto aceitoso iban brotando de la punta de su dedo índice en un lentísimo rezumar. El proceso se desarrollaba tan despacio que no podía ser percibido con la vista, pero en media hora una gotita se acumulaba en la punta del dedo y colgaba de ella durante un tiempo hasta que la gravedad acababa haciéndola caer sobre el plato.
Terpfen se acercó lentamente por los pasillos embaldosados. Vestía un ajustado uniforme verde oscuro carente de insignias, pues se había negado a aceptar que se le devolviera su rango anterior incluso después de haber sido perdonado formal y plenamente por Leia. El jefe de mecánicos calamariano apenas había salido de sus alojamientos desde que regresaron de Anoth.
El calamariano de cabeza cubierta de cicatrices se detuvo a unos cuantos metros de ellos, como si no se atreviera a acercarse más a la habitación dentro de la que se estaba muriendo Mon Mothma. Leia sabía que Terpfen seguía culpándose del estado de la agonizante, y que se negaba a permitir que nadie intentara aliviar la tortura de la culpa que sentía. Leia podía comprender su desesperación y su dolor, pero estaba empezando a pensar que Terpfen había reaccionado de una manera exagerada, y deseaba que se recuperase pronto.
Terpfen se inclinó lentamente ante ellos, mostrando la red de cicatrices que cubría su cabeza desfigurada.
—He tomado una decisión, almirante —dijo, y respiró hondo—. Deseo regresar a Calamari y proseguir su trabajo... si nuestra gente está dispuesta a aceptarme allí. Ayudaré a reconstruir Arrecife del Hogar. Temo que... —Terpfen alzó la mirada y contempló los complicados mosaicos que cubrían las paredes del Palacio Imperial—. Temo que ya nunca seré capaz de volver a sentirme a gusto en Coruscant.
—Sé muy bien cómo te sientes, créeme... —respondió Ackbar—. No intentaré hacerte cambiar de decisión, Terpfen. Es un compromiso acertado entre tu necesidad de curarte y tu deseo de compensar lo que hiciste.
Terpfen se irguió, como si las palabras de Ackbar le hubieran devuelto una pequeña parte del respeto hacia sí mismo que había perdido.
—Me gustaría marcharme lo más pronto posible —dijo.
—Me encargaré de conseguirte una nave —dijo Ackbar.
Terpfen volvió a inclinarse ante él.
—¿Tengo su permiso para irme, Jefe de Estado? —preguntó.
—Sí, Terpfen —respondió Leia, y volvió nuevamente la cabeza hacia la cámara médica para contemplar aquel cuadro de la más absoluta inmovilidad.
Cilghal salió de las cámaras médicas ya muy avanzada la noche de Coruscant y avanzó con paso tambaleante, sosteniendo en su mano un platito de cristal medio lleno con el veneno letal contenido en la copa que el embajador Furgan había arrojado a la cara de Mon Mothma.
Los dos guardias de la Nueva República que vigilaban la puerta alzaron la cabeza al oírla y se precipitaron a ayudarla. Cilghal estaba tan agotada que apenas podía poner un pie delante del otro, y tuvo que apoyarse en el marco de piedra de la puerta como si quisiera sacar fuerzas de la solidez de la roca.
Su brazo tembló cuando le alargó el plato de cristal a uno de los guardias. Cilghal apenas conservaba las fuerzas suficientes para seguir sosteniendo el recipiente lleno de veneno, pero no se atrevía a dejarlo caer. Cuando el guardia se lo quitó de entre los dedos, Cilghal sintió un alivio tan tremendo que le pareció que sus huesos se estaban derritiendo.
—Ten mucho cuidado con esto —dijo con la voz enronquecida por el más absoluto agotamiento—. Llévatelo para... incinerarlo.
El segundo guardia corrió hacia el intercomunicador, llamó a todos los miembros del Consejo y les pidió que vinieran inmediatamente.
—¿Ha habido alguna novedad en el estado de Mon Mothma? —preguntó el primer guardia.
—Su organismo ha sido limpiado y se curará. —Los párpados fueron bajando lentamente sobre los ojos vidriosos de Cilghal—. Pero ahora tiene que descansar... —Los pliegues de su holgada túnica susurraron al rozar las baldosas de las paredes mientras Cilghal se iba doblando lentamente sobre sí misma y caía al suelo—. Y yo también tengo que descansar —murmuró, y un instante después ya estaba sumida en un trance de recuperación Jedi.
El Destructor Estelar
Gorgona
avanzaba por el espacio tan lentamente como un dragón herido, con mil puntos dañados por los que se filtraban las radiaciones esparcidos sobre su casco.
Todos los motores sublumínicos primarios del
Gorgona
habían dejado de funcionar salvo uno. Los ingenieros de la almirante Daala le habían asegurado que transcurrirían muchos días antes de que pudieran tratar de entrar en el hiperespacio.
Los sistemas de apoyo vital de las doce cubiertas inferiores habían tenido que ser desconectados, pero los soldados de la almirante Daala estaban acostumbrados a las penalidades y la incomodidad. El hacinamiento y la falta de espacio quizá servirían como estímulo para terminar las reparaciones lo más deprisa posible. Los sistemas de calefacción estaban al mínimo, con el resultado de que el aire se había vuelto helado. El frío hacía que las palabras brotaran de los labios de Daala acompañadas por una nubecilla de vapor.
Daala sabía que su amado navío insignia había sufrido graves daños, pero también comprendía que no necesitaba volver a convertir al
Gorgona
en una impecable máquina de guerra. Eso ya no era necesario, porque le bastaría con hacer las reparaciones suficientes para poder regresar a los territorios controlados por el Imperio, donde le sería posible volver a empezar partiendo de cero.
La gran ventaja con que contaba Daala en aquellos momentos era que las fuerzas rebeldes creían que su nave había sido destruida por la explosión. Sus sensores habrían quedado cegados por la erupción del asteroide del reactor.
Mientras contemplaba cómo la Instalación de las Fauces quedaba convertida en vapor. Daala había ordenado avanzar a toda máquina con los escudos a máxima potencia, y había olvidado toda cautela para lanzar el
Gorgona
en un curso directo contra los muros de las Fauces. Daala había buscado una salida y la había encontrado, y el maltrecho crucero de combate imperial que se alejaba lentamente de las descargas energéticas del cúmulo de agujeros negros ya no podía ser detectado por ningún sistema de seguimiento rebelde.
La mitad de las consolas de su puente de mando estaban apagadas, incapaces de funcionar después de haber soportado tantas sobrecargas seguidas. Los técnicos, que se habían envuelto en gruesos uniformes para tratar de mantenerse un poco calientes, sacaban las placas de acceso y se frotaban las manos entumecidas por el frío mientras examinaban los componentes electrónicos. Pero no se quejaban... al menos no mientras Daala estuviese allí para oírles.
Un porcentaje significativo de sus soldados había perecido en explosiones de los niveles inferiores o rupturas repentinas del casco, las enfermerías estaban llenas de bajas y muchos sistemas de ordenador habían dejado de funcionar..., pero habían sobrevivido.
El comandante Kratas fue hacia Daala y saludó marcialmente. Su rostro, que estaba manchado de grasa y humo debido a sus intentos de hacer trabajos de reparación, ofrecía un aspecto lamentable.
—No traigo buenas noticias, almirante —dijo.
—Quiero saber cuál es nuestra verdadera situación —dijo Daala, expulsando las preocupaciones a las profundidades de su mente donde podrían aumentar las terribles presiones que ya oprimían su corazón, cristalizando así el diamante de su decisión—. Démelas, por malas que sean.
Kratas asintió mientras tragaba saliva.
—Sólo quedan siete cazas TIE capaces de funcionar en los hangares —dijo—. Perdimos a todos los demás.
—¡Siete! —gritó Daala—. Siete de... —Daala apretó los dientes y meneó la cabeza, haciendo que su cabellera oscilara como un infierno alrededor de su cara—. Sí —asintió con la cabeza mientras tragaba aire—. Continúe.
—No disponemos de los repuestos suficientes para reparar los sistemas de armamento externo dañados —dijo Kratas—. Nuestras baterías turboláser de estribor han quedado en muy mal estado, pero quizá consigamos reparar dos.
Daala intentó ser optimista.
—Eso podría bastar para defendernos si somos atacados —dijo—. Pero debemos esperar no encontrarnos en semejante situación, por supuesto... Bien, por el momento nos abstendremos de iniciar ninguna acción agresiva. ¿Lo ha entendido?
Kratas puso cara de alivio.
—Entendido, almirante. Podemos reparar la mayor parte de las brechas del casco y represurizar algunas cubiertas, aunque... —Vaciló, y sus gruesas cejas se unieron haciendo pensar en un gusano peludo gigante—. Pero la verdad es que no veo de qué puede servirnos el hacerlo —concluyó por fin—. No necesitamos esos niveles de alojamiento, y dadas las circunstancias repararlos casi agotaría los recursos disponibles. Nuestros equipos de reparaciones están trabajando sin parar, y sugiero que consagremos todos nuestros esfuerzos a recuperar los sistemas relacionados con las funciones de apoyo vital y los necesarios para seguir el rumbo.
Daala asintió lentamente.
—Vuelvo a estar de acuerdo con usted, comandante —dijo—. Es una decisión difícil, desde luego, pero debemos ser realistas. Hemos perdido esta batalla..., pero la guerra continúa. No buscaremos excusas a nuestro fracaso, y seguiremos esforzándonos al máximo por el bien del Imperio.