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Authors: Elaine Cunningham

Tags: #Aventuras, #Fantástico, #Juvenil

Canción Élfica (2 page)

BOOK: Canción Élfica
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—Buena respuesta. —El dragón se mantuvo en silencio durante un instante, meditando—. Me da la impresión de que podéis conseguir muchas cosas con ese hechizo. Además de enviarme de vez en cuando un bocado para que me entretenga, ¿qué pretendéis lograr con todo esto?

—¿Cuál es el objetivo de todo Arpista? —Esta vez su tono de voz delataba un punto de amargura—. En todas las cosas debe existir el equilibrio.

El invierno era duro y transcurría con lentitud. En dos ocasiones creció y menguó la luna sobre el Norland pero la nieve caída todavía se amontonaba sobre los muros de Luna Plateada. Aun así, en el interior de aquella maravillosa ciudad florecía la Fiesta de la Primavera.

Desde la ventana de su torre, la hechicera semielfa bajó la vista para contemplar el alegre tapiz de colores y sonidos. A sus pies se extendía el patio del Conservatorio de Música de Utrumm y bardos de todos los rincones del territorio se daban cita en el teatro al aire libre para compartir y festejar su arte. Fragmentos de melodía subían flotando hasta ella, mecidos por brisas que poderosos hechizos habían conseguido perfumar con un vivo aroma de flores. Más allá de la escuela de música se desplegaba un abarrotado mercado que ofrecía las mercancías y tesoros típicos de cualquier feria, así como especialidades propias de Luna Plateada: libros raros y pergaminos, potingues para hechizos y todo tipo de artilugios musicales mágicos. Las gentes de Luna Plateada ofrecían también su imagen más variopinta, vestidos con sus mejores galas para celebrar los ritos ancestrales de la primavera con risas, bailes y promesas susurradas de futuras diversiones.

Se quedó mirando la jubilosa multitud durante un largo rato. La Fiesta de la Primavera era un espectáculo de tanto colorido y festividad, de tanta parafernalia y esperanza, que siempre alegraba los corazones. Incluso el suyo empezaba a latir con más rapidez, a pesar de que contaba ya en sus carnes con más de trescientas primaveras. Una vez más, aquella dolorosa alegría irrumpía en su interior, como había sucedido cada año cuando el invierno languidecía para dar paso a una estación renovada. Lo percibía todo con tanta intensidad como cualquier joven o doncella.

Pronto, todas las gentes de Luna Plateada bailarían una música distinta, y todos los trovadores de la ciudad cantarían únicamente las canciones que ella escribiese. Le complacía que aquellos cantos brotaran de las cuerdas plateadas y silenciosas de una Arpista.

Sus dedos marchitos acariciaron el broche Arpista que llevaba en la solapa de la capa, el distintivo adorado en su día que había llevado a pesar de todo durante tantos años. Lo soltó y lo apretó contra la palma de la mano como si quisiera estampar todas las diminutas curvas y líneas del talismán de arpa y luna en su propia carne.

Suspiró y se volvió hacia el brasero mágico que brillaba en el centro de la habitación de la torre. Procurando no quemarse con el intenso calor, se acercó cuanto pudo para tirar el broche en el plato del brasero y se quedó contemplando en silencio cómo se convertía en una mancha minúscula y reluciente.

Sólo le quedaba una cosa por preparar para lanzar su mayor hechizo: la edad le había robado la música de la voz, pero necesitaba cantar. Había invertido el último resto de la fortuna familiar en comprarse una poción que restituyera la belleza de su voz y de su persona. Sacó un frasco de la manga y se situó delante del espejo antes de cerrar los ojos, musitar las palabras del encantamiento y beberse de un sorbo el líquido. La calidez de la poción se difundió por su cuerpo, quemando a su paso sus muchos años, pero dejándola asimismo jadeando por un dolor inesperado. Agarró el marco del espejo para sostenerse en pie y, cuando se disipó la neblina rojiza, abrió los ojos para contemplar consternada lo que el hechizo había hecho.

El espejo reflejaba la imagen de una mujer de mediana edad. Su figura antaño esbelta caía ahora con pesadez y cierta corpulencia. Sus brillantes cabellos rojizos, que en su juventud habían sido una mezcla de fuego y seda, habían adquirido un tono pardusco salpicado de gris. Al menos sus ojos viejos y desvaídos habían recuperado el color de su juventud y volvían a lucir aquel azul brillante que a menudo sus amantes habían comparado con delicados zafiros. Tras una primera punzada de desencanto, comprendió que no podía haber elegido mejor disfraz, pues la hermosa mujer cuya belleza era comparable sólo a rubíes y zafiros habría atraído demasiado la atención, y en cambio nadie la recordaría con la apariencia que ahora tenía. La prueba definitiva del hechizo era, sin embargo, su voz, así que tomó aire y empezó a entonar una estrofa de una triste canción elfa. Las notas emergieron de sus labios con toda claridad e intensidad, haciendo honor a la voz de soprano que tanta fama le diera en su juventud. Satisfecha, estudió de nuevo su reflejo en el espejo y una breve sonrisa se dibujó en sus labios. Los Arpistas la conocían con el nombre de Iriador, que en lengua elfa significa «rubí», pero ahora era un simple granate, todavía una piedra preciosa, pero ya no el reflejo apagado del tono lustroso e ígneo que caracterizaba a la piedra preciosa. Se sentía complacida por la imagen que evocaba esa piedra fina más oscura. Granate sería ahora un nombre apropiado para ella.

Se volvió para examinar el arpa que había junto a la ventana de la torre. A simple vista, también parecía vulgar; era pequeña y ligera, para transportarla con facilidad y sólo tenía veinte cuerdas. Había sido elaborada en madera de color oscuro y sus líneas curvas, así como sus sutiles relieves, revelaban su origen elfo. Sin embargo, cuando se tocaba el arpa, una diminuta alondra matutina esculpida en la madera empezaba a moverse como si bailara al compás de la música, aunque no era fácil distinguirlo porque el pájaro que daba nombre al arpa mágica estaba esculpido en la caja de resonancia, en un lugar donde sólo el Arpista podía verlo, y únicamente si sabía dónde mirar.

Granate se sentó delante del arpa Alondra Matutina, flexionó los dedos para habituarse a su renovada agilidad y luego pulsó varias notas de plata. Al poco, empezó a cantar y la voz se fundió con el sonido del arpa para invocar un hechizo de gran poder. La música salió proyectada como si se tratase de manos invisibles que quisieran alcanzar el último componente del hechizo: la plata fundida que burbujeaba en el brasero encantado. A medida que Granate cantaba, los restos del broche Arpista se alzaron en el aire como un diminuto remolino y se transformaron en una cinta larga y delgada que voló directamente hacia el arpa de Granate para enroscarse en una de las cuerdas. Se ciñó con tanta fuerza como si hubiese sido absorbida por el propio metal, y el hechizo quedó completado. La melodía antigua cesó y el último acorde se desvaneció hasta desaparecer.

La hechicera empezó a tocar y a cantar con un tono ahora rebosante de alegría. Sus cánticos flotaron por encima de la ciudad, y el hálito del viento se encargó de transportar su magia corrosiva e insidiosa. Estuvo cantando durante toda la noche hasta que su voz quedó reducida a un susurro y sus dedos empezaron a sangrar. Cuando las primeras luces de la mañana penetraron por la ventana de la torre, Granate cogió el arpa y se asomó para ver lo que había creado.

Un manotazo golpeó a Wyn Bosque Ceniciento en la espalda e hizo que se le cayera la lira mágica del hombro. El primer impulso del juglar elfo fue agacharse para recuperar el instrumento, pero los años que había pasado de aventurero le habían enseñado a actuar de otra forma, así que se volvió para enfrentarse a su atacante, con los dedos aferrando la larga empuñadura de la espada.

Wyn se relajó al alzar la vista y encontrar el rostro sonriente y bigotudo de Kerigan el Osado.

Kerigan, un escaldo y pirata del norte, se había hecho amigo de Wyn unos diez años atrás, tras desvalijar y dejar a la deriva el barco mercante en el que viajaba, al este de las islas Moonshae. Gracias al gran respeto que sentían los hombres del Norland por los bardos, Kerigan había perdonado al elfo e incluso le había ofrecido trasladarlo a un puerto de su elección, pero Wyn le propuso un plan mejor. Siempre deseoso de aprender más sobre los humanos y sobre su música, aunque fuera la música tosca y mundana de los escaldos norteños, el elfo se ofreció como aprendiz de Kerigan.

Los días que pasaron juntos estuvieron repletos de aventuras, líos e historias dignas de contar, y el estudiante elfo llegó a considerar que Kerigan era uno de sus objetos de estudio más interesantes.

—¡Wyn, chiquillo! ¡Aunque llegues tarde, me alegro de verte! —El saludo de Kerigan se sobrepuso al bullicio que reinaba en la calle, y el pirata remató sus palabras con otra palmada.

—Me alegro de verte, Kerigan —respondió Wyn con franqueza mientras se agachaba para recuperar su lira.

—¿Algún mal encuentro en el camino? —Los ojos del poeta relucieron, como si estuviera impaciente por oír un relato de aventuras.

Wyn se encogió de hombros con gesto de disculpa.

—Hielo en el río. Nos quedamos atascados durante unos días.

—Qué lástima… Bueno, al menos estarás aquí para el gran espectáculo. Apresúrate.

Wyn asintió al tiempo que acompasaba el paso con el de su amigo. La Fiesta de la Primavera de Luna Plateada acababa siempre con un concierto al aire libre en los vastos terrenos del Conservatorio de Música de Utrumm. La escuela era de categoría, afamada en justicia y estaba construida sobre los restos de un antiguo colegio de trovadores. Todos los bardos de prestigio habían estudiado en ese conservatorio en algún momento de su carrera y el peregrinaje de la primavera los hacía acudir desde todos los rincones de Faerun e incluso de tierras más lejanas. Algunos venían también a actuar, a recopilar nuevas canciones o a comprar instrumentos. El concierto final de baladas era de una calidad y variedad tan exquisitas que resultaba excepcional incluso en Luna Plateada.

El poeta y el elfo formaban una extraña pareja mientras caminaban codo con codo a través de la apretujada muchedumbre. Kerigan era un hombre corpulento y ancho de pecho que mantenía, incomprensiblemente, un cuerpo de más de dos metros sobre un par de piernas delgadas y estevadas. Llevaba un casco adornado con una amplia cornamenta, lo cual, unido al hecho de que poseía una nariz bulbosa y la papada un poco colgante evocaba en quien lo veía la imagen de un ciervo con dos patas. El poeta iba cantando para sí mientras caminaba, y su voz se asemejaba a un profundo rugido, lo cual armonizaba con su aspecto tosco. Wyn, por su parte, avanzaba con paso sigiloso y ágil, y su aspecto era sumamente elegante aunque parecía no darse cuenta de las miradas que dirigían a su bruto compañero, ni parecía ser consciente de la admiración que su belleza elfa despertaba. Wyn tenía la piel dorada y el pelo oscuro propios de su raza y en sus ojos, grandes y ligeramente almendrados, se distinguía el verde profundo de los bosques ancestrales. Llevaba el pelo rizado, del color del ébano, pulcramente cortado e iba elegantemente vestido con unos pantalones color beige y una blusa de seda del color de las hojas tiernas. Hasta los instrumentos que llevaba parecían especiales. Además de la lira de plata, una flauta diminuta de cristal verde colgaba de su cinto en una bolsa de malla plateada.

Los dos músicos de aspecto tan diferente se introdujeron en el patio en el preciso instante en que el cuerno del heraldo anunciaba el inicio del concierto.

—¿Dónde quieres sentarte? —atronó la voz de Kerigan, superando en volumen el bramido del cuerno.

Una simple ojeada le bastó a Wyn para comprobar que no quedaba ningún asiento libre, y apenas unos cuantos para verlo de pie, pero sabía que eso no iba a detener al impetuoso poeta.

—Alguna silla lateral, unas pocas filas más atrás de la primera… —sugirió, señalando la zona que Kerigan hubiese elegido de todos modos.

El hombre del Norte sonrió y se metió entre la multitud para inclinarse sobre un par de bardos semielfos y musitarles una amenaza. Los bardos se apresuraron a desalojar los asientos, con una expresión de alivio en el rostro por haber podido escapar con tanta facilidad. Con un profundo suspiro, Wyn se abrió paso en dirección al hombre que le hacía señas. Al menos esta vez Kerigan había conseguido los asientos sin tener que desenfundar las armas…, cosa que sin duda sería una novedad para el norteño, se permitió pensar Wyn con cierto regocijo.

El rostro de Wyn se iluminó cuando anunciaron la primera actuación: una balada gitana que contaba una antigua alianza entre los Arpistas y las brujas de Rashemen. El cuento era una mezcla de música y danza y eran pocos los artistas capaces de dominar los pasos y los gestos hasta tal punto que pudiesen ser tan expresivos como las palabras.

Los aplausos resonaron por el patio mientras los músicos subían al escenario…: morenos, bajos, con violines, con simples instrumentos de percusión y con laúdes triangulares conocidos con el nombre de balalaikas. El narrador era una joven mujer rashemita, delgada y de aspecto sobrenatural, vestida a la usanza tradicional con una amplia falda negra y una blusa blanca de brocado. Iba descalza y llevaba el pelo oscuro recogido en una trenza que le envolvía, a modo de corona, la cabeza. Permaneció inmóvil en el centro de la plataforma mientras empezaba a sonar la música de la balalaika tenor, un sonido intermitente, rítmico y profundo. En un principio, la narradora empezó su actuación con la mirada baja y sin apenas mover las manos, pero a medida que se fueron incorporando los instrumentos, uno a uno, sus movimientos se aceleraron y empezó la danza que narraba el cuento de magia e intriga, batallas y muertes. El arte de contar cuentos mediante la danza era una magia propia de los gitanos rashemitas, y aquella mujer en particular era una de las mejores que Wyn había visto, pero algo en su actuación le producía una sensación de falsedad.

En un principio, el problema parecía sutil: un gesto inadecuado de la mano, una nota siniestra en el quejido del violín. Wyn era incapaz de adivinar cómo había podido ocurrir: los actores de la balada de la feria eran sometidos a estrictas pruebas y sólo los mejores, los narradores de historias más auténticos, eran elegidos.

Al cabo de unos instantes, Wyn se dio cuenta de que el cuento clásico había sido alterado de forma significativa. El tema del Arpista, un arpegio errante que por lo general interpreta la balalaika soprano, había sido eliminado por completo y la tonada de bajo picaresca que representaba a Elminster, el Sabio, se había convertido en una tonada vacilante que evocaba una imagen de persona vieja e incompetente. Mientras el asombrado elfo observaba la escena, la bailarina titubeó, pero enseguida recuperó el hilo de la historia y empezó a girar cada vez más rápido mientras sus pies desnudos seguían centelleantes el nuevo argumento.

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