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Authors: Marcus Sedgwick

Tags: #Infantil y juvenil

Chalados y chamba (11 page)

BOOK: Chalados y chamba
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«¡Chalados! ¡Lunáticos! ¡Dementes!», pensé.

Una maldición se abatía sobre el castillo de Otramano.

¡Solsticio tiene un

secretillo inconfesable!

Aunque se las dé de

adulta y le vaya el

rollo gótico, todavía

tiene un osito de

peluche preferido

de color rosa. Se llama

Mini Toni.

¿S
abes? —dijo Solsticio al final de aquella semana—, he estado pensando.

Alcé la cabeza, porque justo acababa de darme un repasito para ver si tenía pulgas, y esperaba que no lo hubieran advertido ni Solsticio ni Silvestre. No. Estaba de suerte.

Ella se había puesto a contemplar el valle por la ventana octogonal de su habitación.

Silvestre, tirado sobre una alfombra de piel de lobo, parecía muy ocupado zampándose un cuenco de caramelos. Siempre come cuando está nervioso, y está nervioso la mayor parte del tiempo. Se le veía medio enfurruñado porque doña Sartenes acababa de anunciar que el gran asado previsto para la cena del viernes quedaba aplazado de momento, porque había desaparecido la carne de ternera de la cámara frigorífica.

En vez de asado habría guiso de lentejas. Silvestre casi no había pronunciado palabra desde que se había enterado.

—He pensado —dijo Solsticio— que por mucho que le digamos a madre que no queremos clases, y menos todavía que nos las dé el señor Peludo-Apestoso, ella no nos hará caso. Y ni siquiera vale la pena intentar hablar con padre cuando se pone en plan inventor.

Silvestre asintió, pero todavía no dijo nada. Se metió otro caramelo en la boca, porque ya se sabe: siempre corres el riesgo de que el primero se te acabe cuando menos te lo esperas.

Subí de un salto a la ventana, junto a Solsticio, para animarla a seguir pensando.

—Por cierto, ¿tú has visto la máquina de padre, Edgar?

Desde luego que sí, pero no era el único: ella también había sido testigo de los temibles poderes adivinatorios del artilugio. La noche anterior, Pantalín había convocado a toda la familia y a los principales miembros del servicio para llevar a cabo una demostración. Escogió el Salón Amarillo como escenario del acontecimiento, cosa muy acertada porque la noche era gélida y allí hay una magnífica chimenea.

Empezaba a oscurecer mientras iban llegando los invitados, incluida la abuela Slivinkov, según observé. El fuego chisporroteaba alegremente. Fermín sirvió una copa de jerez a todo el mundo. Pantalín, de pie junto a su máquina, que de momento estaba oculta bajo un guardapolvo, metía de vez en cuando la cabeza por detrás y manipulaba alguna cosa; pero enseguida se incorporaba, sonriendo en silencio a la concurrencia.

A continuación pronunció una versión aún más extensa del discurso con el que había mortificado a Fermín en el momento del nacimiento de la máquina.

Finalmente retiró de un golpe el guardapolvo y el público dejó escapar una exclamación no muy entusiasta.

La abuela Slivinkov pareció despertar en ese momento y se echó hacia delante para mirar mejor.

—¿No es ese mi viejo piano? —preguntó, escrutando el Predictómetro con los ojos entornados.

—¿Piano? ¡Qué inaudito! Fermín, yo diría que le hace falta un poco más de jerez a la abuela.

Pantalín se había embarcado entonces en una interminable perorata sobre lo inteligente que era y, por fin, nos había obsequiado con la primera declaración oficial del Predictómetro.

«
Bamboleo huevo trombón azul cuadrado hipopótamo
».

—Por favor —dijo Solsticio, mirando todavía por su ventana octogonal, mientras trataba de recordar lo que había dicho exactamente la máquina—. Programó el artilugio para predecir el futuro del próximo viernes… ¿y qué dijo? «Elefante verde patatas peluca tremendo cerditos». O algo así. Se me puede haber olvidado, lo reconozco. Pero bueno, Fermín lo anotó.

En efecto, lo había anotado todo, pero Pantalín se había sentido herido en lo más hondo al ver que nadie apreciaba la genialidad de su invención. Lo cual no le había impedido poner la máquina en marcha unas cuantas veces más aquella noche. Entre sus declaraciones más memorables figuraban las siguientes:

«
Redondeando ruido globo salchicha fruta caja
».

«
Después pez hablar plomada pan pingüino
».

Y mi preferida:

«
Porque agua bailando olor mermelada babuino
».

—¿Qué vamos a hacer, Edgar? Me temo que estamos solos. Y también que si hemos de librarnos del señor Brandish, necesitamos darles a nuestros padres un buen motivo. Ese hombre es, sencillamente, un gorgojo repugnante, miserable y maligno. Lo único que hay que hacer es demostrarlo. Para empezar, ¿te has fijado en que lleva aún la misma ropa que cuando llegó? Y se suponía que traía ese baúl lleno. Para mí que anda tramando algo. Solo hemos de descubrir qué.

Hizo una pausa mientras le daba vueltas a su idea.

Silvestre había empezado a interesarse en la conversación y aguardaba expectante a que expusiera su plan. Cualquier cosa que pudiera salvarlo de un minuto más de trigonometría merecía al menos ser escuchada.

—Lo que hemos de hacer —dijo Solsticio— es espiarlo.

—Eso es un poquito travieso, ¿no? —repuso Silvestre al fin—. Incluso para nosotros.

—Vamos, hermanito, no te arrugues. Debemos hacerlo. Si logramos descubrir algo realmente desagradable sobre el señor Brandish habrán de deshacerse de él, ¿entiendes?

—Bueno —dijo Silvestre—, si me lo pones así…

—¡Pues claro! Y tenemos que pasar a la acción, porque estamos solos en este asunto. Solos tú y yo.

Un momentito. ¿Solos?

—¡
Ajórk
! —grazné.

—¡Sí, claro! —añadió Solsticio—. ¡También tenemos a Edgar!

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